Mónica Alvarez Segade - Nacido para morir

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Cuando los padres de Ben le comunican que van a mudarse desde la fabulosa Nueva York al pequeño pueblecito de Elmers Grove, en el estado de Oregón, siente como si su vida estuviese llegando a su fin.
Impotente ante la negativa de sus padres de quedarse a vivir en la ciudad, se consuela sabiendo que solo deberá soportar durante un año el aburrimiento asegurado que encontrará allí, porque en cuanto termine el instituto piensa volver a Nueva York.
Sin embargo, descubrirá que su intuición inicial era equivocada al tropezarse cara a cara con los secretos que se esconden en Elmers Grove

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—Lo siento mucho, tío —me dijo tras el entierro—. Soy Hunter, Hunter Thompson, por cierto.

Hunter era un chico bastante alto, más o menos como yo, de piel bronceada, pelo castaño muy corto y ojos grises. La extraña combinación le daba un aire exótico, como si procediera de algún país tropical. Recordaba haberle visto alguna que otra vez, pero nunca habíamos hablado antes.

—Ben Connor —me presenté mientras le estrechaba la mano—. ¿Conocías a mi abuela?

—No mucho. A veces me pagaba por hacerle alguna chapuza en casa, ya sabes: cortar el césped, arreglar el fregadero, reparar una silla… Pero era maja, siempre me invitaba a galletas.

Me sentí muy culpable por haber desaparecido todos esos años. Pero yo no tenía toda la culpa, si no íbamos demasiado era por la distancia y el trabajo de papá, que nos mantenía anclados a Nueva York. Y aunque hablábamos por teléfono todos los meses, la abuela nunca parecía tener nada nuevo que contar, así que habíamos acabado intercambiando las mismas preguntas de cortesía una y otra vez. Las historias sobre sus gatos era lo único que cambiaba, pero no se puede decir que contaran mucho sobre ella.

—Bueno, supongo que te veré en clase —se despidió Hunter.

Después del funeral, volvimos a nuestra nueva casa y, aunque estaba cansado, me forcé a abrir unas pocas cajas más e ir colocando cosas antes de la cena. Suspirando, fijé la mirada en mi póster de Michael Jordan.

—Tú sí me entiendes, ¿verdad, Michael?

Evidentemente, no dijo nada. Sacudiendo la cabeza, encendí mi ordenador. No tenía correos nuevos, así que me metí en Skype, solo para comprobar desanimado que había muy pocos de mis amigos conectados. Chris, mi mejor amigo, me habló.

—¡Eh!

Chris siempre saludaba de esa forma. En persona, el «¡eh!» solía incluir un gesto de la mano acorde.

—Hola —saludé, sonriendo al imaginármelo.

—¿Cómo va todo por Lluvialandia? —quiso saber.

—Esto es deprimente. ¡Ni siquiera tienen cine! Tampoco he visto ningún polideportivo ni nada parecido, e internet va más lento que una tortuga coja —me quejé—. Apenas hay nada que hacer… A menos que te guste ir de acampada al bosque.

—Seguro que hay osos o lobos —observó Chris.

—Seguro.

—¿Y cómo se supone que vas a sobrevivir? —preguntó.

—No lo sé… Quizá me acostumbre —escribí, encogiéndome de hombros.

—Si no te vuelves loco antes. —Emoticono de risa—. Oye, tío, ¿vas a venir al concierto de Halloween de Garage Suckers?

Garage Suckers era una banda de rock del instituto al que solía ir. La novia de Chris, Leonora, alias LeoRoar! (con signo de exclamación y todo), era la cantante, y un par de mis amigos, Tommy y Adam, tocaban también (el bajo y la batería, respectivamente). Chris y yo no nos perdíamos ningún concierto, en especial el de Halloween, que solía ser muy sonado.

—No creo que pueda ir…, estoy al otro lado del país.

—No será lo mismo sin ti, ya lo sabes.

No, no iba a serlo. Echaría de menos saltar al ritmo de la música y gritar los estribillos.

—Odio esto —dije.

—Anímate, a lo mejor hay tías buenas en Lluvialandia.

—Claro que sí —repuse sardónicamente. Tampoco es que eso fuera lo más importante, ¿no?

—Ya… Lo siento, tío, pero tengo que irme —escribió Chris tras una pausa—. He quedado con Leo.

—Pasadlo bien.

Durante la cena, pregunté a mi padre si me dejaría ir a Nueva York en Halloween, para el concierto.

—No, Ben, lo siento, pero es mucha distancia para solo un par de días.

Ya sabía que iba a decirme eso, pero tenía que intentarlo. Decidí que era mejor no discutir, aunque no estuviera de acuerdo con él, así que no volví a hablar en el resto de la noche.

Subí a acostarme bastante pronto y me quedé dormido en cuanto mi cabeza tocó la almohada. Soñé con la abuela: estaba sentada en su mecedora en el porche, bebiendo té helado, como solía hacer en verano. Tenía en el regazo un gato viejo que había muerto hacía años llamado Señor Darcy, y me sonreía. A pesar de que no era un mal sueño del todo, me hizo sentir triste.

Al día siguiente, al abrir la ventana comprobé que ya no llovía y apenas había algunas nubes perezosas sobre el horizonte. Eso mejoró considerablemente mi estado de ánimo, así que bajé a desayunar con una sonrisa.

—¿Ya te has enterado, campeón? —me preguntó mi padre.

Él y mamá ya estaban terminando de desayunar. Me senté a su lado y mamá me sirvió un plato con tortitas recubiertas de jalea, como a mí me gustaban. Unos mechones de pelo rubio se habían escapado de su coleta despreocupada y bailaban delante de sus ojos; se los apartó con un movimiento compulsivo. Estaba siendo muy difícil para mamá estar aquí sin la abuela.

La gente siempre decía que mi madre y yo nos parecíamos mucho, y lo cierto es que había heredado el color de pelo de mi madre, más claro que el de mi padre, que tiraba al castaño; el de ella era más como el trigo maduro. Sin embargo, la nariz y las cejas eran las de mi padre, sin dudarlo.

—¿De qué? —pregunté, empezando a comer.

—Han contratado a tu viejo. Soy el nuevo orientador del instituto —anunció.

Papá había estudiado psicología y en su anterior empresa estaba en el departamento de recursos humanos. Pero creo que esto le pegaba más, algo en su aspecto parecía decir «orientador»; quizá se tratara de la sonrisa bonachona o los brillantes ojos azules, justo como los míos.

—¿Alguna vez has ejercido la psicología?

—Tu padre trabajó en una consulta antes de que nacieras, cielo —me aclaró mamá.

—Bueno, vale, pero nada de llevarme a clase —bromeé.

—Ni se me ocurriría. ¿Para qué crees que te he comprado el coche? —convino sonriendo.

—¿Y tú qué vas a hacer, mamá?

—Bueno, aquí no hay un gimnasio en el que pueda dar clase, pero quizá el ayuntamiento pueda dejarme una sala en el centro social.

Mamá había sido monitora de pilates en un gimnasio cerca de casa en Nueva York. Me obligó a ir a un par de clases para probarlo, pero no era mi tipo de ejercicio favorito y, además, interfería con los entrenamientos del equipo de baloncesto, así que lo dejé bastante pronto. Sin embargo, el pilates te mantiene muy en forma y, aunque yo ya era más alto que mamá, sus músculos, bien definidos, sugerían fuerza y control a simple vista.

—No me imagino a nuestros vecinos haciendo pilates —rio mi padre—. ¿Te imaginas a la señora Carlson yendo a clase con todos sus gatos?

—¡Arthur! —le riñó mamá, dándole un golpe en el brazo al tiempo que intentaba contener la risa—. Tú también tendrías una mascota si fueras viudo y no hubieras tenido hijos.

—¡Tiene nueve gatos, Mary, nueve! Eso no es sentirse sola, es ser una loca de los gatos.

—Haz caso al psicólogo, mamá —me reí.

Era tan gracioso que, por un momento, me olvidé de lo enfadado que estaba con ellos por haber cortado las alas a mi futuro en Nueva York.

Después del desayuno deshice el resto de las cajas hasta la hora de comer. No me llevó mucho tiempo colocar los libros en la estantería, o las películas, pues no tenía mucho de lo uno ni de lo otro (al menos no en formato físico), pero pasé bastante más tiempo colocando mi ropa y mis numerosos equipos deportivos. El baloncesto era mi pasión, pero también me gustaba patinar, tanto con monopatín como con patines de línea, y mamá me había aficionado al tenis y al pádel de pequeño. Tenía una gran colección de zapatillas deportivas como resultado y ocuparon dos de los cajones del armario ellas solas.

—¿Qué vas a hacer esta tarde, hijo? —me preguntó mi padre mientras comíamos.

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