Juan González Fuentealba - Hablando con extraños y otros cuentos

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Hablando con extraños y otros cuentos: краткое содержание, описание и аннотация

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La presente obra es una recopilación de cuentos y relatos breves, los cuales comprenden géneros tales como el western, el thriller psicológico y el misterio. En escenas rápidas y elocuentes se muestran fragmentos de la vida de personajes solitarios, guiados por sus conflictos, temores y pasiones. Los relatos varian en estilo y lugar, desde la cruda descripción de hechos, la farsa, y el retrato detallado de experiencias íntimas, cómicas y trágicas.

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Una mujer y un niño, dijo. Sólo somos una mujer y un niño.

Amarrado en la noche, el hombre ya no podía verla. No podía levantar los ojos del piso, lleno de sombras. Volvieron a la casa en silencio. La mujer no levantó el rifle, hasta que llegó a la casa y vio nuevamente a su hijo.

¿Qué vamos a hacer, mamá?

Vamos a quedarnos aquí.

¿Y con él?

Él tiene su propia suerte.

¿Y tú y yo?

Lo mismo.

El hombre dormía recostado en el piso, aún amarrado.

Iremos por el bosque, hacia el norte. Lo llevaremos hasta allá y le daremos comida. Podrá irse solo desde ahí.

El niño asintió con la cabeza.

¿Un día?

Saldremos temprano. Una noche afuera y volveremos.

El niño hizo un intento de sonrisa. Volverá con su familia, dijo.

La mujer también intentó sonreír, mirando la silueta del hombre dormido sobre el piso y los ojos de su hijo.

Trata de dormir. Salimos mañana temprano.

Al despunte del amanecer, gracias a la frescura del rocío, la brisa era más bien un aliento gélido, que humedecía la ropa y enfriaba la garganta. El niño iba al final de la fila, la cual se esforzaba en avanzar. Volteaba de vez en cuando para ver la casa alejándose.

El hombre tenía los pies libres, pero las manos amarradas a la cintura. Caminaba pausadamente. La mujer llevaba el rifle colgando del hombro y un largo cuchillo en la mano. Antes de soltarle los pies le había dicho que lo apuñalaría en el corazón o donde pudiera, si intentaba escapar.

El destino era lo más lejos posible antes de la caída del sol.

Dejaron atrás el pastizal y pronto los árboles los rodearon. No había camino posible, ni una huella que seguir. Sólo la esperanza de poder dibujar una línea recta en medio de la espesura. Caminaron hasta el calor del medio día. Llegaron hasta un claro, casi un circulo de tierra donde los árboles no habían entrado, y se sentaron en el piso, sobre una manta.

Sudaban. El hombre se rascaba la espalda contra la corteza de un árbol.

¿Sabe a dónde vamos? Preguntó.

Lejos. La mujer buscaba dentro de una bolsa de tela de yute. Sacó algunas papas cocidas y las repartió. Bebieron agua de una botella de vidrio y esperaron.

Han pasado varios días, dijo el niño, y no hemos visto a nadie. Tal vez los perdí al cruzar el río. El hombre hablaba en susurros.

Imagino que no estaba tan cerca para verlos, cuando usted escapó. Le hubieran atrapado.

Los vi a la distancia, cuando iban a caballo hacia mi casa.

Su caballo debió ser muy veloz. Más que el de ellos.

Si, lo era.

Pero murió en el camino, interrumpió la mujer. ¿Fue por el cansancio?

No lo sé.

Los tres guardaron silencio. Desviaban la mirada de todo y de todos. Las nubes blancas se extendían por el cielo, como gigantes dormidos.

Tal vez los hombres ya volvieron a sus casas, dijo el niño, casi distraídamente.

No lo sabemos.

No hemos visto ni humo ni fogatas.

Eso no significa nada.

Un pájaro silbó a la distancia. La tierra seca bajo el sol empezaba a levantar pequeñas capas de polvo.

¿Qué hay más allá del bosque? Preguntó el niño.

El hombre seguía en silencio. Él tampoco lo sabía. Miraba hacia el costado con desgano, evitando que la luz le entrara a los ojos.

Más bosque, respondió la mujer. Podrá seguir desde ahí.

Se levantó y esperó a que le siguieran. Continuaron caminando, algo más rápido. El camino era sinuoso, y en ocasiones debían sortear las predominantes raíces que salían del suelo, rodear árboles caídos que no podían saltar o arrastrarse por debajo de ellos.

El hombre se ofreció a llevar la carga del niño. Llevaba una tienda para acampar, de lona gruesa y pesada. El cuchillo resplandeció inquieto mientras recibía la carga.

Caminaron hasta que el calor amainó, casi hasta que la última línea de luz se dibujó en el horizonte, allá lejos en las montañas. La mayoría del tiempo la espesura del bosque sólo les dejó ver algunos pocos árboles a la vez, pero al momento del atardecer llegaron a un claro abierto, al filo de una loma, donde el sol se mostró por última vez en un grácil pero indiferente gesto final. Las nubes rojas se volvieron grises. El hombre suspiró como si contemplara su propia muerte.

Caminaron por el desfiladero, hasta que la oscuridad se volvió demasiada espesa para ver. Descendieron tanteando entre las rocas, pequeñas y filosas al principio, y grandes e imponentes hacia el final. Junto a ellos una gran pared de piedra les cubría.

Llegaron al inicio de un pequeño valle semicircular, donde se veía a la distancia la continuidad del bosque, tal vez aún más espeso que aquel del que habían salido.

Dormiremos aquí, dijo la mujer, apuntando el interior de una media luna de piedra. Hicieron fuego, montaron la tienda y amarraron al hombre a un pilar de roca. El cielo no mostraba estrella alguna. Las nubes eran una sombra gigantesca que cubría todo. A pesar de ello, el aire era seco y hacía mucho frío. El niño temblaba. El hombre miraba el fuego, y la mujer la oscuridad.

El sueño fue pesado, como una tela mojada sobre los ojos. De la fogata no quedaba más que un débil puñado de carbón encendido. La mujer despertó, buscando el cuchillo a tientas en la oscuridad. Ahogó el llanto que le venía del pecho, un poco por miedo, un poco por despreciarse a sí misma en la fragilidad. Abrió la entrada de la tienda y distinguió al hombre al otro lado de la fogata; su silueta arrodillada y desdibujada, aún estaba amarrada.

La mujer trataba de escuchar, pero su propia respiración la ensordecía. Su corazón resonaba en la garganta y los oídos. Estaba mareada y confusa. Con las manos buscó a su hijo. Le tocó el pecho, que aún se movía, dormido. Escuchó el andar de un caballo.

Vamos a morir, pensó. Recordó el cuerpo de su esposo tirado en el patio, con el cuello abierto. Sintió de nuevo la piel y el cartílago abriéndose bajo la hoja de su cuchillo. Vio la sangre avanzando entre la hierba, indistinguible ahora de la suya propia, como si todo el tiempo su sangre no hubiera sido nada más que una sombra.

El hombre trató de acercarse a la fogata y tapar el carbón luminoso con tierra. Daba patadas al polvo, intentando no hacer ningún ruido. No sabían que tan cerca estaban los hombres. El caballo volvió a marchar en la oscuridad.

La mujer salió de la tienda y también juntó tierra con las manos. Cubrieron lo que quedaba del carbón y ambos esperaron sin poder ver nada, en el más cruel silencio.

Un punto rojo apareció en el manto negro de la noche. Se mantuvo quieto, flotando frente a ellos. El hombre se sentó apegándose a la piedra a la cual estaba amarrado. La mujer echó su cuerpo al piso. Ambos miraban al punto rojo, hipnotizados por el terror, sabiéndose mirados de vuelta.

Una lámpara apareció detrás de un árbol, iluminando al hombre que fumaba en la oscuridad. Eran dos, y junto a ellos, dos caballos. Llevaban fusiles en la montura y pistolas en el cinto. Eran espectros de la noche, mensajeros de la muerte con forma de hombres.

¿Seré valiente? Se preguntó la mujer. El rifle estaba en la tienda. Ya no confiaba en que tan cerca pudiese estar. Un movimiento mal hecho, un sonido imprudente, y después la muerte. Giró la cabeza donde pensaba que estaba el hombre, pero no era mucho más que la silueta de un bulto encogido en el piso.

Lo entregaré, pensó. Pero ¿Qué daría la muerte por un pedazo de carne como él?

El cigarrillo se terminó y comenzaron a moverse. La mujer sabía que venían por ellos, que sólo se tomaban su tiempo, como la muerte suele hacerlo. Pensó en su hijo dormido en la tienda. Por favor, no despiertes, le pidió a través de la oscuridad.

Pero entonces el cigarrillo se apagó y los hombres desparecieron entre los árboles sin más. La mujer permaneció en silencio por mucho tiempo. Nada se escuchaba del hombre amarrado junto a ella.

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