Ya le dieron de comer.
-Sí.-
Entonces váyase.
Lo matarán, dijo el niño.
El silencio entre ellos ahondaba el sonido de los árboles y de los pájaros, que cantaban alegres, sin sospechar el tormento del corazón humano.
Hay que amarrarlo. El niño y el hombre no dijeron nada, quedándose quietos.
¡Busca una cuerda! Gritó la mujer ¡Rápido!
Lo amarraron a una silla, con los brazos rodeando el respaldo. Casi no podía levantar la cabeza. La mujer le apuntó con el rifle todo el tiempo, mientras el niño anudaba las cuerdas.
Después le dieron un poco de agua.
El silencio, por lo general común, era ahora extraordinario, fuera de la naturaleza de los objetos. Después de años laboriosos, construyendo una rutina mansa y disciplinada, cual retiro de las pasiones, todo se encontraba ahora cruzado por la amenaza desconocida del mundo y su guerra.
El hombre atado a la silla. La mujer y el niño se miraban en medio del silencio salvaje. ¿Qué hacer? Se preguntaban con los ojos.
Señora, dijo el hombre, he sido perseguido cruelmente. Le agradezco su ayuda.
La mujer lo observó en silencio.
Los hombres del pueblo me han perseguido sin que yo pudiera hacer nada. La crueldad es una bestia, y si no fuera por usted, señora, estaría muerto.
Usted mató a esos animales.
Le aseguro que no. No he hecho nada.
La mujer se levantó de golpe de su asiento, furiosa. Todos hemos hecho algo, dijo.
El niño miraba con ojos cansados. La luz de una lámpara de aceite distorsionaba los objetos en un aire cremoso y amarillo. Miraba al hombre sin pausa. Sus ropas negras y su cabello oscuro y grasiento. Miraba su cuello nudoso, cruzado por una pobre barba, la cual parecía romper la piel al salir. Pero sobre todo, le miraba la manzana de Adán, incrustada dolorosamente en la carne, mientras subía y bajaba al tragar.
El niño tragó a su vez y se llevó una mano al cuello. Sintió la tibieza de su propia sangre bajo la piel de sus dedos.
¿Tiene hijos? Preguntó.
Sí.
¿Dónde están?
En casa. No han podido acompañarme.
¿Usted los dejó?
No. Volveré con ellos apenas pueda. Ha sido un viaje muy largo.
La mujer tomó una postura feroz. ¿Piensa volver con ellos? Preguntó. ¿Con su esposa también?
El hombre bajó la mirada, pero se esforzó en levantarla nuevamente.
Tengo dos hijos y mi esposa. Ellos me esperan, porque no habrían podido venir. Pero yo iré.
¿Estarán bien? Preguntó el niño. Sí.
¿Cómo lo sabe?
Porque los hombres son crueles, pero no tanto. A mi esposa la harían viuda, pero no le harían nada más.
Usted no conoce a los hombres, dijo la mujer.
El hombre no había intentado forzar las cuerdas ni una sola vez. Había sido de noche y era de día otra vez. La mujer aún se resistía a dormir, aunque no podía evitarlo del todo. Despertaba agitada, como si emergiera de sus pesadillas totalmente confundida. El niño entraba agua y leña, enseres necesarios para una catástrofe.
Usted debe pensar que no hay nada bueno en mí. Que si tratan de matar a un hombre, debe ser siempre por una razón, dijo el hombre mirando a la mujer.
El niño dejó caer la leña que llevaba en un estruendo. Se quedó de pie entre los adultos.
La mujer miró al niño. Nadie bueno es odiado, dijo. Si los hombres llegan aquí, lo entregaré sin preguntar nada.
Entonces máteme rápido y me ahorrará el dolor.
La mujer miró al niño nuevamente. No había suficiente distancia entre ellos para un tiro seguro. ¿Y si el niño terminaba muerto por un error de Dios?
Escuche, un vecino mío quería quedarse con parte de mi tierra. Discutimos por un cerco, y dijo que me mataría. Yo no lo tomé en serio, pero a los días dijo en el pueblo que alguien estaba robando sus vacas. Les robó animales a otras familias y puso la carne faenada en mi casa. Él y otros hombres se embriagaron una tarde y fueron a buscarme. Escapé por un milagro.
¿Y su esposa? ¿Y sus hijos?
Están bien.
¿Con un grupo de hombres ebrios?
Ellos están bien. Lagrimas se asomaron en el borde de los ojos del hombre. Tenían el aspecto aceitoso del sudor.
La mujer le dijo a su hijo que fuera por más leña. El niño salió lento, mirando sus pies al caminar.
Los ojos de la mujer eran dos abismos de fuego. Los del hombre eran dos charcos helados en la noche olvidada.
Su familia está muerta, o peor, porque usted es un cobarde. Alejarse no cambiará eso.
Señora…
Cállese. No tiene forma de volver. ¿Cómo lo haría? No tiene caballo, ni comida, ni armas.
Amarrado a la silla, pequeño como era ese hombre, las cuerdas parecían innecesarias. Era poco más que una piel sostenida por varas y golpeada por todo.
No le mienta a mi hijo.
Necesito ir al baño.
Trae el balde, le dijo la mujer al niño.
No podré usarlo, a menos que perfore esta silla.
Puede orinar con el balde inclinado. El niño ya lo tenía en las manos, sosteniéndolo a un costado de su cuerpo.
Orinar no es el problema.
Puede aguantarse entonces.
El hombre se estremeció ligeramente. Le aseguro que no podré, y no quiero avergonzar esta casa.
Estaba oscuro afuera, y en la casa sólo el fuego de la chimenea iluminaba el lugar. No podría llegar a la letrina amarrado a la silla, en medio de esa oscuridad. Le pidió al niño que lo soltara y que usara la cuerda sobrante para reforzar las amarras en los pies y manos. Durante el proceso su corazón empezó a latir fuertemente. No le gustaba ver a su hijo cerca de aquel hombre. Sentía miedo y enojo, y la boca se le llenaba con sabor a metal.
Usted sólo ha sido un gran problema, le dijo mientras lo escoltaba afuera de la casa. Con las manos y los pies amarrados, la marcha era lenta e incómoda. El hombre avanzaba a saltos irregulares, como una bestia mal formada.
Lo lamento, dijo.
No basta con lamentarlo. Pone en peligro a mi hijo y a mí, todo por su propia seguridad.
Avanzaron la mitad del camino. El hombre iba como podía, más por desesperación que habilidad, sin ver donde caería en el siguiente salto.
Los hombres que me buscan no tienen nada contra usted.
Eso no me dice nada. ¿Cree que no me harían nada a mí o a mi hijo si tuvieran la oportunidad?
Señora, yo no lo haría.
Recorrieron todo el camino. Estaban frente a la caseta del baño.
Ocúpese de su asunto. Si intenta algo le dispararé.
El hombre entró sin decir nada más. El cielo estaba nublado, y no había una sola estrella a la vista. La mujer sentía el frío cayendo sobre sus hombros, retorciendo su estómago en temblores gruesos, solo como el miedo podía hacerlo. Pensó que podría matarlo allí mismo, sin que el niño lo viera. Si tratara de escapar, no tendría más opción que matarlo, y el niño tendría que entenderlo así. Se vio a si misma enterrando el cadáver, en mitad de la noche, y repentinamente un profundo cansancio la inundó por completo.
El hombre abrió la puerta y dio un corto salto al frente. Las cuerdas estaban intactas.
¿Qué le pasó al padre del niño? Preguntó.
Silencio y oscuridad entre ambos.
Usted tampoco está aquí por opción.
No la tenía, es verdad.
¿Qué pasó?
La mujer se volvió hacia la casa. Había un leve resplandor en la ventana. El niño no sabía nada, incluso con esa mirada llena de juicios, no era posible que supiera algo.
Maté a mi esposo y vine aquí. Por favor, no pregunte nada más.
El hombre atravesó la oscuridad con su mirada.
Ellos no lo saben.
Eso no importa. Podrían adivinarlo, y aunque no lo hicieran, tampoco importa.
Yo puedo ayudarla.
¿Cómo?
Un nuevo silencio entre ellos, más pesado que antes.
La mujer estaba agotada, ya no como un animal salvaje al ruedo sino, más bien, como un espíritu humano rendido al fin.
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