Fundación Jaime Guzmán - Escritos Personales
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Un caso típico vivido en Chile al respecto, fue el de la reforma agraria. Los partidos de centro y de derecha que gobernaban con don Jorge Alessandri (1958-1964) decidieron “arrebatarle esa bandera” al izquierdismo socialista, a comienzos de la década del 60. Bajo el embrujo o la presión del Gobierno norteamericano de John Kennedy (curiosamente los Estados Unidos han sido campeones de esta táctica para los países de América Latina, en la errónea creencia de que hacer “algo de socialismo en este subcontinente — bajo el nombre de “reformas de estructuras”— es el medio adecuado de producir justicia social y de evitar el comunismo), esos partidos políticos chilenos llevaron adelante una iniciativa de reforma agraria que se transformó en ley, previa enmienda de la Constitución para permitir discriminatoriamente el pago diferido de las expropiaciones agrarias.
El texto de esas dos reformas, tanto la constitucional sobre el derecho de propiedad como la ley de reforma agraria misma, tenía el sello moderado de sus autores que, en el fondo, no las deseaban sino que las asumían en la creencia de que con ellas impedirían la avalancha. La derecha y el centro le habrían así “arrebatado la bandera” de la reforma agraria al izquierdismo socialista.
Como era de prever, los exponentes del socialismo chileno descalificaron esa reforma agraria por completo, apodándola despectivamente como “del macetero”. Y llegados sucesivamente al gobierno, primero la Democracia Cristiana (1964-1970) y luego el marxismo-leninismo (1970-1973) realizaron sus propias reformas agrarias, cada una más radicalizada que la anterior. Con ello se demostró que la bandera seguía siendo de sus legítimos dueños.
Mirado el asunto más a fondo, pienso que la táctica de “arrebatarle las banderas” al adversario socialista, revela un grave reblandecimiento moral en los defensores de una sociedad libre. Ella acusa que se ha concedido que “el mundo va hacia el socialismo” y que sólo podemos atenuar o diferir esa ineludible realidad. Denota una falta de fe en los propios ideales de libertad opuestos al socialismo y en la capacidad de hacerlos prevalecer.
Semejante actitud política, que fue la que yo conocí durante mi juventud escolar y universitaria como realidad predominante en los partidos que se englobaban en la llamada derecha tradicional, no podía resultarme menos atrayente. Igual fenómeno le ocurría a casi toda mi generación. Mal puede despertar mística alguna en la acción política aquel que se ha rendido de antemano y que ya sólo discurre el itinerario de su propia capitulación. Aunque ello se realice con la mejor rectitud patriótica, que siempre me pareció mucho mayor —eso sí— en las colectividades de derecha que en la Democracia Cristiana o en el socialismo marxista.
Era ya en esa época y sigo siendo un convencido de que en política hay que tener siempre el coraje de desplegar las propias banderas sin temor a una eventual derrota ni autocomplejo frente a las contrariedades de ir contra la corriente. No se trata de confundir esa actitud resuelta, con el mesianismo de quien no está dispuesto a las necesarias transacciones propias de la vida democrática. A lo que apunto es a no asimilar el contenido de una transacción con lo que constituye —y debe seguir constituyendo— el propio ideal. A no perder jamás la propia identidad, entrando en la montaña rusa de lanzarse tras las banderas del adversario.
Incluso, la táctica de “arrebatar las banderas” al socialismo presenta otro rasgo particularmente extraño.
¿Qué sentido tiene gobernar y luchar por seguir gobernando, si ello se va hacer no para realizar lo que uno piensa, sino para aproximarse a lo que desea el adversario?
Podrá respondérseme que así se evitan cosas peores. Es posible, y en más de alguna realidad específica puede ser política y éticamente valedero. Sin embargo, como actitud global y sistemática, ella me parece fatal.
Cuando uno es derrotado políticamente con las propias banderas enhiestas, hay siempre la posibilidad de llevarlas al triunfo más adelante. Cuando uno permite, en cambio, que se las arrastren de a poco y a girones, más preocupado de arrebatarle las suyas al adversario, la derrota puede demorar algo más. Pero la perspectiva de revertir la situación desaparece, porque el propio ideal se ha abdicado o arriado. Ya no estará más presente como alternativa, al menos liderado por quienes lo abandonaron para acomodarse a los nuevos vientos.
Claro que para ser invariablemente fiel al propio ideal, hay que creer en él con una muy profunda convicción del espíritu. Y hay que forjar una voluntad que se atreva a desenmascarar las consignas. Aunque hacerlo conlleve desafiar lo que “todos” aparezcan favorecer en un momento. Es, de nuevo, la alternativa de desmitificar las consignas o de sucumbir ante ellas.
Figura moral de Alessandri
Mirando en forma retrospectiva, intuyo que el origen de mi ferviente admiración hacia don Jorge Alessandri proviene principalmente de lo expuesto.
Mi primera noticia sobre su persona fue con motivo de las elecciones parlamentarias de 1957. Pese a que yo sólo tenía diez años de edad, seguía las informaciones políticas con avidez. Fue tan grande la impresión que me produjo asistir a los seis años de edad al desfile en favor de la candidatura presidencial de don Arturo Matte en 1952, que la política y las elecciones ejercieron desde muy temprano sobre mí un atractivo enorme. Pronto empecé a leer diariamente la prensa y a escuchar las conversaciones que los adultos sostenían sobre estos temas, en un ambiente familiar de muchas y variadas vinculaciones políticas. Lo que conseguía entender era, por supuesto, muy limitado. Pero desde entonces adopté la costumbre de no desestimar una lectura, una conferencia o una conversación por el hecho de que sólo lograse captar una parte de ella, a veces incluso muy escasa. Con el tiempo he seguido cultivando esa práctica, ante la prueba de que así uno siempre aprende algo y adquiere una progresiva familiaridad con el tema que le permite comprender cada vez un poco más a su respecto. Me parece la única fórmula de no permanecer en la ignorancia completa de aquello que uno no pueda estudiar de manera sistemática.
La gran votación con que don Jorge Alessandri fue elegido senador por Santiago en 1957, pese a una brevísima campaña electoral de última hora, me impactó porque rompía todos los pronósticos previos.
La elección presidencial del año siguiente, en 1958, despertó en mí un entusiasmo ilimitado por la figura de Alessandri. Su triunfo me produjo una de las mayores alegrías que he sentido, como culminación de una campaña cuyos principales hitos se grabaron en mi mente con una fuerza imborrable.
La presidencia de don Jorge, vivida por mí entre los 12 y los 18 años de edad, comenzó encontrándome en el colegio y terminó hallándome al término del segundo año de universidad. Época decisiva en la formación de una persona, su figura ejerció sobre mí un magnetismo extraordinario. Sólo vendría a conocerlo personalmente después, en 1967, y a acercarme a él en su segunda campaña presidencial, para la elección de 1970, en la que participé activamente como dirigente juvenil y a consecuencia de lo cual nació una profunda y estrecha amistad con él que perduró hasta su muerte. Pero mi vibrante alessandrismo databa de mucho antes.
Creo que lo que más me sedujo de su personalidad fue precisamente su intachable integridad moral, acompañada de una notable valentía para combatir, desde la soledad, contra los falsos mitos y consignas.
Su diaria caminata desde su casa hasta La Moneda, hecha como un simple ciudadano, atravesando todo el centro de la ciudad sin vigilancia ni escolta, resultaba factible en una época en que aún no se conocía el terrorismo organizado. Sin embargo, poderlo realizar en medio del más amplio respeto ciudadano, simbolizaba las dimensiones de su figura moral.
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