Eric Landowski - Presencias del otro
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Eso, por lo que se refiere al título. Pero ¿y detrás? Detrás del título, un texto que se apoya en otros textos, en los textos de nuestra cotidianidad, o sea, en una infinidad de discursos sociales y de imágenes, de usos fijados y de prácticas singulares, en cuyo entrelazamiento el sentido se hace y se deshace.
Tomado de registros muy diversos —rumores, lugares comunes, declaraciones oficiales, escenas callejeras, cartas de amor o de negocios, relatos de viajes y fotografías de moda, artículos de prensa o fragmentos literarios—, el “corpus” aquí explorado, que incluye también la consideración de los espacios de nuestros encuentros ordinarios (la plaza pública, el café, el teatro, el salón, por ejemplo) no es ciertamente homogéneo, y no trata de serlo, como tampoco lo son los caminos que conducen a la presencia.
Sin embargo, si nos atenemos a lo esencial, existen finalmente a ese respecto tres caminos principales, complementarios entre sí: ¿peirceano sin saberlo? Tales pistas, en todo caso, no serán exploradas en el orden exacto que probablemente hubiera exigido el filósofo. Siguiendo de preferencia (por preferencia metodológica) a los antropólogos y a los lingüistas —de Lévi-Strauss a Simmel, de Benveniste a Greimas—, 1comenzaremos de hecho por aquello que uno esperaría ver aparecer en segundo lugar: partiendo a la búsqueda del Otro (el segundo, el alter ego , el “tú”) antes de preocuparnos del Uno ( ego ).
Creemos que hace falta, en efecto, colocar en primer lugar el régimen de alteridad del no-sí(mismo) , según el cual los sujetos se identifican recíprocamente (Primera parte. “Identificaciones”), para poder alcanzar después solamente al sí(mismo) (aquel que dice, y que se dice “yo”), y hablar de su presencia eventual a él-mismo (Segunda parte. “Presentificaciones”); a partir de ahí, podrá aparecer finalmente la figura del Tercero , no sin embargo la de un simple “Él” situado a distancia, sino más bien esa forma específica del Otro que tiene por función devolver al sujeto su propia imagen “representándolo” (Tercera parte. “Representaciones”).
Para efectuar ese recorrido teórico de una manera tal que nos mantenga lo más cerca posible de nuestro objeto, el Otro, y su presencia, nos esforzaremos por no perder jamás el contacto con la dimensión vivida de las relaciones y de los procesos analizados, tal como se articula a través de la producción o de la lectura de los discursos y de las prácticas en situación . Porque sería vano pretender captar las modalidades de la presencia, cualquiera que sea el objetivo, sin contar con la experiencia inmediata de lo sensible, de lo figurativo y de lo pasional ligados al aquí-ahora.
Sin embargo, a pesar de su inmediatez, la experiencia así considerada no se refugia simplemente en lo inefable. Su actualización está ligada a la articulación de formas semióticas analizables, que se diversifican en función de la especificidad de cada uno de los niveles en que podemos colocarnos para tratar de aprehenderla. Según que se consideren los procedimientos de Identificación, Presentificación o Representación, no son las mismas formas las que regulan la relación con el Otro y las que dan sentido a su presencia; y tampoco es, en superficie, el mismo otro, cuyo modo de presencia enfrentamos en cada ocasión.
En el primer caso, la figura del Otro es ante todo la del extraño , definido por su desemejanza. El otro está presente ; pero lo está demasiado, y ese es precisamente el problema: problema de sociabilidad, puesto que si la presencia empírica de la alteridad se manifiesta inmediatamente en la cohabitación diaria de las lenguas, de las religiones o de las costumbres —de las culturas—, no produce necesariamente sentido, ni menos el mismo sentido, para todos. ¿Cómo vivir entonces la presencia de esa extrañeza que se alza ante nosotros, al lado de nosotros, o tal vez en nosotros mismos? (Capítulo I). Y en contraparte, ¿a qué tipos de prácticas identitarias puede recurrir el otro —aquel que el grupo de referencia define como tal— para dar sentido a su propia “alteridad” y, a partir de ahí, organizar su presencia “entre nosotros”? (Capítulo II). A menos que, una vez más, todas esas relaciones se inviertan, como sucede cuando, con motivo de un viaje, la experiencia de la relación con el Otro adopta la forma del encuentro repentino con lo lejano y lo diverso: ¿cómo, entonces, estar allí , y cómo seguir siendo allí “sí-mismo”, aunque solo sea de paso? (Capítulo III).
Pero el Otro no es solamente el desemejante —el extraño, el marginal, el excluido— cuya presencia (¿por definición?) se considera más o menos fastidiosa. Es también el término faltante. El complementario indispensable e inaccesible, aquel, imaginario o real, cuya evocación crea en nosotros el sentimiento de algo inacabado o el impulso de un deseo, porque su no-presencia actual nos mantiene en suspenso y como incompletos, en espera de nosotros-mismos. ¿Cómo, en ese caso, hacérsele presente? ¿Cómo sustituir, uniéndose al otro, el vacío abierto con su ausencia por la plenitud de una inmediata y total presencia a sí?
A las estrategias identitarias de orden social consideradas anteriormente se superpone ahora una nueva dimensión de la búsqueda de sí, que toca más de cerca la intimidad del sujeto. Esta vez, en lugar de mirar al otro desde fuera, colocándose ante él en una relación de frente a frente —identidad contra identidad—, el sujeto se descubre al contrario a sí mismo, a condición de hacerse interiormente presente al otro, o al menos, de esforzarse en hacerlo. Un devenir, un querer ser —ser conforme con el otro— sustituye a la certeza adquirida, estática y solipsista de ser sí-mismo.
Tres tipos de prácticas nos servirán aquí de ejemplos. Las prácticas de la moda, en primer lugar, donde vemos al sujeto hacerse presente a sí-mismo por su adhesión a un “tempo” exterior, que él hace suyo (Capítulo IV); luego, ciertas prácticas de lectura de la imagen (publicitaria en este caso), donde la relación con el Otro adopta la forma de la relación imaginaria a un puro simulacro, y donde el horizonte de la presencia se confunde con el de una satisfacción constantemente acariciada pero jamás alcanzada (Capítulo V); finalmente, una cierta práctica de la escritura, que confina con lo poético y que apunta, por el acto mismo de creación de formas significantes, a eso que podríamos llamar la presentificación en estado puro (Capítulo VI). Presencia del otro y presencia ante sí-mismo se confunden entonces con el advenimiento del sentido, jamás adquirido de antemano.
Existe, sin embargo, otro modo de presencia ante nosotros mismos por intermedio de la relación con el Otro, que tratamos de circunscribir en la última parte, centrada en el juego de la representación política. El sujeto de referencia es ahora el Nosotros, actualizado en el cuerpo social en cuanto tal, frente al cual la figura del Otro se encarna típicamente en la forma del pronombre Él, en plural por lo general, que en el discurso de la cotidianidad designa comúnmente el lugar del poder: “Ellos han decidido que...”; “Ellos vuelven a...”; “Ellos nos toman por...”. ¿En qué medida la sociedad política se ha reconocido verdaderamente alguna vez en esa tercera persona, figura del gran Otro que nos gobierna? Y hoy en día, ¿qué tipo de arreglo, capaz de conciliar distancia y adhesión, sería susceptible de dar sentido al espectáculo que nos ofrecen esos que pretenden “representarnos”?
A pesar del escepticismo de rigor ante tales preguntas, el juego político —como la vida pública en su conjunto— no deja de inducir determinados efectos de presencia que dependen de las modalidades de su puesta en escena. Lo que está en juego en ese plano es eso que podríamos llamar la modalidad teatral de la presencia. Entre lo impersonal del estereotipo y la personalización mediática de algunas figuras conocidas (¿y amadas?) de la mayor parte de la gente, ¿cuál es el lugar y cuál el estatuto —el régimen de presencia— de los políticos y de la política en nuestro imaginario? En esa óptica, comparamos entre sí algunos dispositivos escenográficos, encargados si no de conducirnos a reconocernos en lo que se representa ante nosotros en la escena del poder, de garantizar por lo menos un mínimo de presencia de nuestra parte frente a ese espectáculo (Capítulo VII).
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