Pablo Javier Mira - Homo Falsus

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Existe un mandamiento divino que advierte expresamente… «no mentirás». Quizás este no sea el peor pecado de la economía, pero Mira y Rovner demuestran que tiene un rol nada trivial en el sistema capitalista.
Homo Falsus hace todo lo posible para convencer al lector de que en la práctica el Homo œconomicus miente, falsea y disimula, y que más que meras tentaciones, estas actitudes constituyen el aceite que lubrica los engranajes de la economía. Los economistas han sido rotulados por muchos como expertos mentirosos, pero paradójicamente estos profesionales no han incluido en sus teorías, como lo hacen estos dos autores, a la mentira como un componente necesario (aunque no suficiente) del funcionamiento del sistema. En un mundo económico falsus, este libro no escapa a su propia hipótesis, e invita al lector a distinguir cuáles de sus páginas son una teoría admisible, y cuáles no son más que otro discreto engaño.

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Con el tiempo, las lecturas escépticas de Pablo continuaron (complementadas con ciencia divulgativa), pero su interés se concentró en la economía (de algo había que vivir). Los puntos de cruce entre ambas pasiones parecían lejanos, pero profundizando se dio cuenta de que la economía también tenía sus aristas científicamente dudosas. Por ejemplo, varios economistas consideraban que el llamado “análisis técnico” de los mercados de valores era una pseudociencia. Esta técnica se basa en predecir el comportamiento de la Bolsa de Valores a partir de formas imaginarias que aparecen al dibujar las series, como cuando aparece la representación hombro-cabeza-hombro. Las finanzas también han abusado de otros signos supuestamente informativos, como la sofisticada espiral dorada que se menciona en la película “π” . Pero sacando estos casos claramente pseudocientíficos, en general a la economía le cuesta distinguir entre lo que es cierto y lo que no, pues no tiene mecanismos simples de falsación, ni tampoco las herramientas de testeo de disciplinas más duras, por su propia naturaleza de ciencia social.

Por su parte, el escepticismo de Gerardo fue creciendo junto a su fervor por las estadísticas y, especialmente, su interés por el rol del azar en el devenir económico. Mientras desataba su pasión docente de Estadística, fue cayendo en la cuenta del carácter esencialmente complejo de la economía y cómo lo aleatorio jugaba un rol mucho más importante de lo que había aprendido en el transcurso de su carrera, tan influida por el fisicalismo típico de su alter ego ingenieril. Pronto notó que nuestro pensamiento occidental tiene un carácter netamente determinista, asignando a cada efecto una causa, pero que muchas de estas explicaciones eran posteriores a los hechos observados. Y si hay algo relativamente fácil de predecir, es lo que ya sucedió. Las teorías conspirativas son ejemplos bien ilustrativos del sesgo “yo lo sabía”. En cierta ocasión, Gerardo estaba conversando con un economista acerca de algo que no tenía nada que ver con la economía: el clásico River-Boca que se disputaría dos días después. Aparentemente informado de una conspiración oculta, el colega afirmaba que el resultado ya estaba “arreglado”, dados los intereses en juego. Ante la pregunta de Gerardo acerca de quién ganaría, su interlocutor comenzó su respuesta con la típica expresión “Bueno, depende…”.

En el fondo, ambos llegamos a dilemas similares. El azar y lo social constituían un mismo vínculo con la economía cotidiana e imponían el desafío de discernirlo. Pese a no encontrar el vínculo deseado, no perdimos jamás las esperanzas, pensando en que algún día llegaría la revancha. Este libro es nuestra (pequeña) revancha.

2. ¿Por qué el homo es falsus?

La vida de economista no resultó como esperábamos. Si bien sospechamos que había algo más detrás de las teorías que habíamos leído, las claves que completasen las piezas de aquel rompecabezas no aparecían. Al fin y al cabo, si la economía era tan “científica” como se decía, ¿cómo era posible que tantas políticas económicas, diseñadas por gente tan estudiosa e inteligente fracasaran una tras otra, sin solución de continuidad? Por otra parte, las diversas crisis económicas, tanto nacionales como globales, tampoco encajaban con la idea de una ciencia infalible. ¿Y qué prestigio podía tener una ciencia cuyo galardón principal es un Premio Nobel trucho1 (porque no lo instituyó originalmente Alfred Nobel), y que se otorga con criterios muchas veces incomprensibles?

Por eso, la aparición de la psicología en la disciplina fue un soplo de aire fresco. Después de tanta ecuación atormentadora, de tanta discusión de puro corte ideológico, de tanta jerga que ocultaba lo importante, la Economía de la Conducta venía a desenmascarar sin piedad al homo œconomicus, el arquetipo racional que los economistas usamos como punta de lanza de casi todas nuestras ideas. Miles de experimentos de todo tipo descubrieron, y siguen descubriendo, límites claros en nuestras capacidades cognitivas, lo que incluye nuestras habilidades analíticas, esas que los economistas suponemos colosales en los individuos. Como Pablo ya escribió un libro donde habla in extensum de estas cuestiones, evitaremos repetirnos, pero sí explicaremos por qué la economía de la conducta es un buen punto de partida para entender de qué va este libro.

Supongamos una de esas vendedoras de ilusiones que viven de leerle el futuro a la gente. ¿Qué le espera en un mundo de agentes racionales como los que suponemos los economistas? Seguramente un ingreso magro, o quizás nulo. Un agente racional jamás pagaría por algo que, en esencia, no tiene valor. Se podría pensar, en acuerdo con la famosa Apuesta de Pascal (ver Box 1) que arriesgarse a pagar para que le adivinen el futuro puede ser una jugada sensata, pero repensemos el asunto. Un individuo racional debería preguntarse por qué una persona está dispuesta a brindar una información valiosísima por tan poco dinero. Conocer el futuro equivale a llevarse al pasado una libreta con los resultados deportivos, como sucede en “Volver al Futuro II”. Como conocer el futuro vale casi infinito, la señal de que alguien está dispuesto a malvender esta capacidad debe ser interpretada entonces como lo que es: un vulgar engaño.

BOX 1: EL ¿FALSO? DILEMA DE PASCAL

El argumento de Pascal es así: supongamos que no sabemos si existe Dios o no, y por lo tanto asignamos una probabilidad del 50% a cada proposición. ¿Cómo sopesarías estas probabilidades cuando decides si llevar o no una vida religiosa? Si actúas acorde a estos preceptos y Dios existe, decía Pascal, tu ganancia es infinita (la felicidad eterna). Pero si Dios no existe, tu pérdida es mínima (los sacrificios hechos para respetar la religión). Pascal propuso calcular la expectativa matemática del beneficio de vivir religiosamente, que es la mitad del infinito (la ganancia si Dios existe) menos la mitad de un número pequeño (la pérdida si no existe). Como la respuesta a este cálculo es infinito, el beneficio esperado de seguir los preceptos religiosos es infinitamente positivo.La esencia del argumento es que hay mucho para ganar creyendo, y mucho para perder si no creemos. Conclusión obvia: es más racional creer. Pero si lo miramos de cerca, del argumento surgen algunas dudas. Como crítica general, se trata de un argumento basado en el miedo, lo que no parece muy cristiano, y su solución se parece demasiado a pagarle un seguro (quizás hasta un soborno) a Dios.Además, podríamos preguntarnos si uno puede creer voluntariamente. Se supone que creer es un asunto profundo y sincero, que viene del corazón. En otro caso, Dios debería darse cuenta de que se trata de un esfuerzo por conveniencia, y si yo fuera Dios… no te dejo entrar a casa.Por otra parte, el argumento de Pascal omite aclararnos cuál de todas las religiones que existen en el mundo es la correcta. Si para invertir en el paraíso nos la pasamos rezando a Jesús, yendo a misa, y no comiendo carne en viernes santo, nos aseguraríamos de entrar al cielo… del cristianismo. Pero si la verdadera religión es la umbanda, entonces seremos condenados de todos modos. En un episodio de Los Simpsons, Homero encuentra exactamente este argumento y lo usa como excusa un domingo para no ir a la iglesia. Un colorario de esta crítica es que el tipo de ceremonias que hacemos no pesen lo mismo en la consideración de Dios, quizás comimos demasiada carne y rezamos demasiado y en el promedio… no alcanza los resultados esperados, alumno. La apuesta asume un Dios que usa la regla simple de castigar al que no cree en él. ¿Pero no sería más razonable recompensar la bondad, la generosidad o la sinceridad? A Bertrand Russell le preguntaron qué le diría a Dios si al morir se confrontara con él y él le reprochara no haber creído. Contestó: “Dios, mil disculpas, pero no había suficiente evidencia”.

Desde luego, es posible que la información provista sólo sea valiosa para nosotros y no tenga valor alguno para la “vidente”, como cuando deseamos conocer quién es nuestra alma gemela, si nos van a ascender en el trabajo, o si el problema de salud de algún ser querido se resolverá favorablemente. Todas esas cuestiones son extremadamente personales y de nada serviría al bolsillo de nuestro servicial oráculo tener acceso a dicha información, por lo que es razonable pensar que, siendo nosotros los únicos interesados en acceder a ella, aportemos a su bolsillo. Allí, la habilidad del futurólogo consiste en no decir nada muy concreto, mezclando entre las ambigüedades ciertos condicionamientos para el que se cumplan sus profecías. Pero claro, estas cuestiones personales poco le interesan a un homo œconomicus, que lo único que desea es que la astróloga le anticipe el número que saldrá sorteado en la quiniela del domingo. Irónicamente, los análisis macroeconómicos modernos asumen expectativas racionales, es decir, la capacidad de cualquier agente de prever de la mejor manera posible el futuro (de la economía). Por lo tanto, no se le ocurra comprar un informe de coyuntura, pues estaría pagando por una habilidad que esos mismos informes suponen que usted ya tiene.

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