Oscar Sanchez - El beso de la finitud

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Los que repiten aquello de que la vida es corta secundan sin quererlo un tópico lacrimógeno cristiano. La vida dura justo lo que tiene que durar, aunque todos firmaríamos doscientos años más, seguramente sin saber muy bien lo que hacíamos. Sócrates, el Jesucristo de la filosofía, murió porque ya no podía más de sabiduría, porque ese cuerpo de viejo de setenta años no daba ya más de sí en lo que a plétora de júbilo podía contener. Sócrates se suicidó ante el jurado de Atenas, esto es claro, pero antes formuló ante sus más queridos allegados su sueño más entrañado. Y este era sólo lo siguiente: una eternidad de diálogo. Lo cuenta Platón, el hombre que más le amó. A Sócrates no le importaba perecer por orden de los atenienses, siempre que el más allá consistiera en una interminable conversación. Esa conversación perpetua que anhelaba Sócrates no es más que la que cualquier lector pudiera iniciar hoy tan sólo con abrir un libro, un libro de verdad. La diferencia está, únicamente, en que en el Hades ni Homero ni Hesíodo callan al llegar a la última línea, sino que siguen hilvanando versos o quejándose indefinidamente cuando uno habla con ellos después de muerto. ¿Y si lo que hizo Platón fue únicamente dar a Sócrates nuevos temas sobre los que reflexionar en el Inframundo, no ya los temas de Homero o Hesíodo, sino aquellos recién inventados por su más devoto discípulo?
Así, la Teoría de la Ideas no sería sino el más precioso regalo jamás hecho por amante alguno a su afable y anciano amado. Los ensayos aquí recogidos, tan vehementes, tan improvisados la mayoría de ellos, se proponen como un intento de ponerse al servicio de algo superior a la autogratificación filosófica como sin duda lo es el entramado del mundo actual, con toda su complejidad, que sin duda subsistirá a la vigencia de la propia filosofía. Si además consiguieran complacer en algo a los viejos maestros de su autor en la eternidad circular y parlanchina de los difuntos, nada más nos quedará ya por pedir…

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Bebo por la casa destruida

por mi vida terrible

por la soledad entre los dos

y por ti yo bebo.

Por la mentira de los labios traicioneros

por el frío mortal de los ojos

por el mundo brutal y tosco

por lo que Dios no salvó.

19Al decir esto me asemejó a Rousseau, y a los muchos roussonianos que han existido después de él (los anarquistas, por ejemplo), pero lo cierto es que, como siempre con Rousseau, hay mucha trampa conceptual. No se puede, en efecto, decir que amas al ser humano pero aborreces sus producciones institucionales, que sería como admirar a la araña pero no las telas de que se vale para subsistir. ¿Cómo se puede entender cabalmente la idea de que los humanos somos dos cosas, lo que empíricamente somos, que incluye el régimen nazi pero también Amnistía Internacional, y lo que deberíamos ser, que nunca ha tenido lugar exactamente pero que es a lo que debemos tender? Esta dualidad, esta disociación, o es religiosa –el hombre es un ángel caído–, o es psicoanalítica –el malestar de la cultura–, o es un bello desiderátum pero no un factum.

20Imaginad por un momento que de España se hiciese una película, una serie o una novela cada año de un gran éxito internacional que tratase de nuestras vergüenzas en la conquista de América, haciéndonos aparecer como salvajes que ladran en vez de hablar. No sabríamos dónde meternos, y eso es justamente lo que les ocurre a los alemanes actuales. No obstante, mi madre estuvo hace poco y me contó que la guía de su visita en autobús por tales siniestros lugares no se cortaba en hacer el elogio de Hitler en lo que tuvo de gran reanimador de Germania, pese a sus conocidos errores…

El malentendido del “Realismo Especulativo” o “Nuevo Realismo”

Las cosas son las maestras del hombre.

José Ortega y Gasset, Origen y epílogo de la Filosofía

Uno de los rasgos principales por los que se reconoce a un profesor de Filosofía, sobre todo en España –ignoro si se debe a la formación tomista de los más mayores de ellos–, es por su inveterada afición a explicar las grandes doctrinas del pasado mediante ejemplos tomados de las “cosas” humildes encontradas más a mano en un aula docente. Así, las filosofías de la antigüedad se tornan perfectamente evidentes cuando son aplicadas a mesas, tizas o pizarras (¿o no será al revés, y “mesa”, “tiza”, y “pizarra” son los genuinos paradigmas ideales en los que se inspiró Platón, que también daba clases? ¿sería capaz Aristóteles de argumentar su teoría de las formas substanciales cuando paseaba con sus pupilos por los alrededores del Liceo, o éstos debían transportar consigo para auxiliar al maestro una pizarra, una tiza y, naturalmente, una mesa?) Y cuando se trata de Marx o Hegel –la Geistphilosophie–, nada mejor que referirse al atuendo de la concurrencia, o a la relación dialéctica amo/esclavo que representa la gran tarima del profesor frente a los pobres pupitres del alumnado. ¿Y qué hacer si nuestra escuela favorita es, un suponer, el pragmatismo? Entonces se convierte en protagonista el hecho mismo de que estemos todos en este aula concreta, las razones individuales y sociales que nos han movido a congregarnos y los sacrificios de posibilidad que ha hecho cada uno para tomar esta determinada decisión, etc. Ortega y Gasset, por lo menos, y para variar, exponía su (“su” es un decir: la había leído en Nietzsche, y éste en Leibniz) doctrina del perspectivismo con una célebre manzana que se tomaba la molestia de traerse al aula o al teatro desde casa –o, cuando menos, de un árbol del jardín del campus: los árboles dan también para mucho…

Pues bien, hay un puñado de señores muy serios, franceses y de otras nacionalidades, que parecen haberse tomado esa costumbre didáctica más bien facilista en su literalidad y elevarla a corriente o movimiento filosófico desde 2007. Afirman que la posmodernidad del último cuarto del siglo XX ha consistido en el triunfo del textualismo y el constructivismo, es decir, de aquellas filosofías que entendían que no hay realidad, sino tan sólo un tejido de significados puestos por el puro signo –Derrida– o por actos sociales de poder/saber –Foucault, etc. Como esto es manifiestamente una locura, estos nuevos pensadores, en vez de preguntarse a sí mismos si no estarán equivocados en la exégesis de su inmediato pasado, pasan a dar por buena esa evaluación y diagnóstico para mejor criticarlo y fundar una nueva escuela de pensamiento. Se hacen llamar, entonces, “realistas especulativos” porque interpretan que las pobres mesas, tizas y pizarras han sido transformadas en polvo de irrealidad por los sucios y perversos posmodernos y que lo que hay que hacer ahora es rescatarlas de una especie de Wáter de Nulidad y devolverles su estatus ontológico. En esa batalla, surcada de mil pequeñas polémicas, llevan desde entonces hasta ahora, y mi opinión, que es lo que quisiera dar aquí en unas pocas líneas, es que resulta fácil refutar al maniqueo tonto, pero a costa de que lo que te salga después sea tonto también. Porque... cómo diablos va a dudar realmente nadie de la presencia de la realidad más allá de la conciencia humana, subjetiva o trascendental (volveré muy poco sobre eso), quién puede ser tan necio que piense de verdad que si abandono la manzana de Ortega en la mesa del típico profesor de Filosofía ataviado de pana no me la voy a encontrar dos semanas después maravillosamente putrefacta, sin que en ello haya tenido que ver nada la presencia de mi conciencia ante el objeto? ¿O quién puede ser tan iluso, tan distorsionadamente oriental, que dude de que cuando un árbol cae –ya digo que lo de los árboles es también muy socorrido; los árboles, esos venerables abuelos de la Tierra…– y nadie esté cerca, ni una pequeña ardilla, ni una miserable lombriz, ni un ratón, para oír la caída, el sonido se produce de todos modos, manifiestamente?

Bueno, pues sí, ha habido filósofos muy ilustres que han sido tan necios, ilusos y orientaloides como para instilar memeces así en sus lectores, pero no muchos ni los mejores. George Berkeley sobre todo, pero con fines beatamente religiosos. Arthur Schopenhauer, después, llevando a Kant allí donde el prusiano jamás hubiera querido ir (Kant había escrito contra Berkeley explícitamente en CRP, y contra Fichte en su correspondencia personal). Y, tal vez, Ernst Mach entrando ya en el s. XX, y creyendo con ello recuperar el espíritu de David Hume. Fuera de estos tres, máximos exponentes de hacer de la filosofía una pieza de ocultismo de opereta21, aunque sin duda con gran genialidad conceptual, no se me ocurre nadie realmente relevante que nos diese gato por liebre y Representación por Realidad. Platón no, Platón se daba perfecta cuenta, a mi parecer, de que el mundo del devenir no sería tan ilusorio si pudiera ser reglamentado por las disciplina de las Ideas, y Aristóteles no digamos, Aristóteles dio forma a la concepción filosófica de la sustancia que estos filósofos actuales reivindican, aunque él de una manera mucho más matizada (puesto que, de nuevo a mi modo de ver, Aristóteles sabía perfectamente que ousía es una categoría del lenguaje, es decir, algo que está entre la realidad y el pensamiento y por tanto que es en cierto modo Trascendental en el sentido de Kant). Pero en la escolástica cristiana, e incluso antes, en la Alta Edad Media, esas aportaciones de Aristóteles se reificaron, de modo que ya teníamos “cosas” en el sentido que las entendemos hoy, como cuerpos físicos receptores de propiedades y enunciables mediante atributos. A eso se agarran la escuela del Realismo Especulativo, queriendo convencernos de algo tan normal como de que las tales cosas están ahí antes de que ninguna conciencia las perciba, más aún: que la propia conciencia humana es una cosa entre las cosas, asuntos todos ellos de los que nadie en su sano juicio dudaría. A Descartes se le acusa a menudo de no haber sido capaz de romper amarras con el tomismo de su juventud, pero lo cierto es que cuando dice “res cogitans” está corroborándonos que no está tan chalado como para creer en el solipsismo metódico propuesto previamente por él mismo...

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