El pastor corrió alegremente a prepararse para salir. Tras los becerros mugientes, locos de exaltación por el ambiente primaveral, corrían las vaqueras, empuñando sus varas, para hacerles entrar en el cercado, pisando presurosas el barro con sus pies blancos no quemados aún por el sol.
Una vez examinadas las crías de aquel año (los terneros lechales eran grandes como las vacas de los campesinos, y la becerra de la «Pava» , mayor aún), Levin ordenó que se sacaran las gamellas y se pusiera heno detrás de las empalizadas portátiles que les servían de encierro.
Pero sucedió que las empalizadas, que no se habían usado durante el invierno, estaban rotas. Levin mandó llamar al carpintero contratado para construir la trilladora mecánica, mas resultó que éste estaba arreglando los rastrillos que ya debía haber dejado listos para Carnaval.
Levin se sintió contrariado. Le disgustaba no poder salir de aquella desorganización constante del trabajo, contra la cual luchaba desde hacía años con todas sus fuerzas.
Según se informó, las empalizadas, al no ser empleadas en el invierno, habían sido llevadas a la cuadra y, por ser empalizadas ligeras, construidas para los becerros, se estropearon. Para colmo, los rastrillos y aperos, que había ordenado que reparasen antes de terminar el invierno, y para lo cual habían sido contratados tres carpinteros, no estaban arreglados aún, y los rastrillos sólo los reparaban ahora, cuando ya era hora de empezar los trabajos.
Levin envió a buscar al encargado, pero no pudo esperar, y en seguida salió también él en busca suya.
El encargado, radiante como todo en aquel día, vestido con una zamarra de piel de cordero, volvía de la era rompiendo una brizna de hierba entre las manos.
–¿Cómo es que el carpintero no está arreglando la trilladora?
–Ayer quería decir al señor que era preciso arreglar los rastrillos, que es ya tiempo de labrar.
–¿Por qué no los han arreglado en invierno?
–¿Para qué quería el señor traer entonces un carpintero?
–¿Y las empalizadas del corral de los terneros?
–He mandado llevarlas a su sitio. ¡No sabe uno qué hacer con esta gente! –dijo el encargado, gesticulando.
–¡Con quien no se sabe qué hacer es con este encargado y no con esta gente! –observó Levin, irritado. Y gritó–: ¿Para qué le tengo a usted?
Pero, recordando que con aquello no resolvía el asunto, se interrumpió, limitándose a suspirar.
–¿Qué? ¿Podemos sembrar ya? –preguntó tras breve silencio.
–Mañana o pasado podremos sembrar detrás de Turkino.
–¿Y el trébol?
–He enviado a Basilio con Michka, pero no sé si podrán, porque la tierra está todavía muy blanda.
–¿Cuántas deciatinas de trébol ha mandado usted sembrar?
–Seis.
–¿Y por qué no todas?
El saber que habían sembrado seis deciatinas y no veinte le disgustaba todavía más. Por teoría y por su propia experiencia, Levin sabía que la siembra de trébol sólo daba buenos resultados cuando se sembraba muy pronto, casi con nieve. Y nunca pudo conseguir que se hiciese así.
–No tenemos gente. ¿Qué quiere que hagamos? Tres de los jornaleros no han acudido hoy al trabajo. Ahora Semen…
–Habríais debido hacerles dejar la paja.
–Ya lo he hecho.
–¿Dónde están, pues, los hombres?
–Cinco están preparando el estiércol; cuatro aventan la avena para que no se estropee, Constantino Dmietrievich.
Levin entendió que aquellas palabras significaban que la avena inglesa preparada para la siembra se había estropeado ya por no haber hecho lo que él ordenara.
–Ya le dije, por la Cuaresma, que aventase la avena –exclamó Levin.
–No se apure; todo se hará a su tiempo.
Levin hizo un gesto de disgusto y se dirigió a los cobertizos para examinar la avena antes de volver a las cuadras.
La avena no estaba estropeada aún. Los jornaleros la cogían con palas en vez de vaciarla directamente en el granero de abajo. Levin dio orden de hacerlo así y tomó dos hombres para encargarles la siembra del trébol, con lo que su irritación contra el encargado se calmó en parte.
Además, en un día tan hermoso resultaba imposible enojarse.
–Ignacio –dijo al cochero, que con los brazos arremangados lavaba la carretela junto al pozo–: ensilla un caballo.
–¿Cuál, señor?
–«Kolpik».
–Bien, señor.
Mientras ensillaban, Levin llamó al encargado, que rondaba por allí, y, para hacer las paces, le habló de sus proyectos y de los trabajos que habían de efectuarse en el campo.
Habría que acarrear pronto el estiércol para que quedase terminado antes de la primera siega. Había que labrar incesantemente el campo más apartado para mantenerlo en buen estado. La siega debía hacerse con la ayuda de jornaleros y a medias con ellos.
El encargado escuchaba atentamente y se le veía esforzarse para aprobar las órdenes del amo. Pero conservaba el aspecto de desesperación y abatimiento, tan conocido por Levin y que tanto le irritaba, con el que parecía significar: «Todo está muy bien; pero al final haremos las cosas como Dios quiera».
Nada disgustaba a Levin tanto como aquella actitud, pero todos los encargados que había tenido habían hecho igual; todos obraban del mismo modo con respecto a sus planes. Por eso Levin no se enfadaba ya, sino que se sentía impotente para luchar con aquella fuerza que dijérase primitiva del «como Dios quiera» que siempre acababa por imponerse a sus propósitos.
–Veremos si puede hacerse, Constantino Dmitrievich –dijo, al fin, el encargado.
–¿Y por qué no ha de poder hacerse?
–Habría que tomar quince jornaleros más, y no vendrán. Hoy han venido, pero piden setenta rublos en el verano.
Levin calló. Allí, frente a él, estaba otra vez aquella fuerza. Ya sabía que, por más que hiciera, nunca lograba hallar más de treinta y ocho a cuarenta jornaleros con salario normal. Hasta cuarenta los conseguía, pero nunca pudo tener más. De todos modos, no podía dejar de luchar.
–Si no vienen, enviad a buscar obreros a Sura y á Chefirovska. Hay que buscar.
–Como enviar, enviaré –dijo tristemente Basilio Fedorich–. Pero los caballos están otra vez muy debilitados.
–Compraremos caballos. Ya sé –añadió Levin, riendo– que ustedes lo hacen todo con lentitud y mal, pero este año no les dejaré hacerlo a su gusto. Lo haré yo mismo.
–No sé cómo lo hará, porque ya ahora apenas duerme. Para nosotros es mejor trabajar bajo el ojo del amo.
–Ha dicho usted que están sembrando el trébol detrás de Beresovy Dol; voy a ver cómo lo hacen –dijo Levin.
Y montó en « Kolpik», el caballito bayo que le llevaba el cochero.
–¡No podrá usted atravesar el arroyo –le gritó éste.
–Iré por el bosque en ese caso.
Y al rápido paso del caballo, cansado de la larga inmovilidad y de que relinchaba al pasar sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio cubierto de barro y se halló en pleno campo.
Si en el corral, entre el ganado, se sentía contento, ahora en el campo se sintió más alegre aún. Al pasar por el bosque, meciéndose suavemente al trote de su caballo, sobre la nieve blanda llena de pisadas que se veía aún aquí y allá, respiraba el aroma a la vez tibio y fresco de la nieve y la tierra; y la vista de cada árbol con el musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse le alegraba el alma. Al salir del bosque se abrió ante él la amplia extensión del campo lleno de un aterciopelado y suave verdor, sin calveros ni pantanos, sólo, en algunos lugares, con restos de nieve en fusión.
No se enojó siquiera al ver la yegua de un aldeano que, con su potro, pastaba en sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que los hiciera salir de allí, ni tampoco con la estúpida y burlona respuesta del campesino Ipat, al que encontró por el camino, y que al preguntarle: «¿Qué, Ipat? ¿Sembraremos pronto?», le contestó: «Antes hay que labrar, Constantino Dmitrievich».
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