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Tomás de Kempis
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La imitación de Cristo
Tomás de Kempis
Introducción
La Edad media, a pesar de los elogios del «romanticismo», fue en conjunto una época desgraciada, terrible y, en ciertos momentos y aspectos, dulce y rosada. Me refiero a la historia cultural de Occidente, pues del Oriente lejano nosotros apenas sabemos nada.
Su final fue agotador: el cansancio y casi la muerte arrollaron a la cristiandad, acosada por el islam. Guerras por doquier, peste negra, cisma, las escuelas en decadencia (del esplendor de Alberto Magno, Tomás de Aquino, Buenaventura, Duns Escoto..., se desciende hasta el nominalismo de Ockham), la relajación del clero y de los religiosos en general, las herejías... Todo esto ya se sabe.
Como también se sabe que la sacudida y reacción del «renacimiento» vino pujando a la vez en ese final triste y sombrío. La naturaleza y la Iglesia tienen reservas inagotables que nunca mueren. Las órdenes religiosas, sobre todo, van haciendo esfuerzos por superar la situación, y surgen otras nuevas, que volverán a mejorarla con sus instituciones y sus estudios, con sus trabajos evangelizadores entre fieles y entre infieles. Ello arrastró consigo, más pronto o más tarde, en unos y otros pueblos, a todo el estamento cristiano, llegando a toda la Iglesia oficial con el concilio de Trento.
Un movimiento de espiritualidad que aparece ya en el siglo XIV, uno de los primeros, si no el primero, fue el denominado «devotio moderna», en los Países Bajos. Cierto que el grupo dominicano del Rin y el del beato J. Ruysbroeck en Flandes son casi paralelos y hasta se relacionaron entre sí. Pero la especulación abstracta que cultivaron estos en sus escritos les hizo menos populares y su influencia fue muy recortada, aunque se quiera ahora subrayar exageradamente. Es más, las paradójicas elucubraciones y el lenguaje atrevido de Eckart contribuyeron no poco a la disociación entre la teología y la mística con sus consecuencias negativas para ambas.
Verdad también que santa Catalina de Siena provoca una sacudida espiritual en Italia, y aisladamente luego Jean de Gerson, san Vicente Ferrer, el beato J. Soreth, etc. Y sobre todo la «observancia» franciscana (con san Juan de Capistrano, san Bernardino de Siena, etc.) se va extendiendo, mejor o peor, por toda la Orden, dando lugar al mismo tiempo a un pulular de reformas dentro de ella y de los mismos claustrales a la vez que culminan en los capuchinos y en los descalzos de san Pedro de Alcántara.
Otro movimiento importante fue en Italia el de los «Oratorios del Divino Amor» (santa Catalina de Génova...), que inician y promueven obras de todo género (enseñanza, beneficencia...) para la edificación del pueblo cristiano.
Decía que, para llenar el vacío espiritual que la relajación de las antiguas instituciones religiosas dejan sentir, se crean también obras nuevas: los jerónimos españoles, los mínimos de san Francisco de Paula, nuevas congregaciones de canónigos regulares agustinianos, etc. Lo más original es, con todo, la invención institucionalizada de los «clérigos regulares» (teatinos, etc.), cuyo grupo más potente es la Compañía de Jesús de san Ignacio. Luego, a lo largo de los siglos XVI y XVII, todas las órdenes tienen su rama reformada y recoleta. Los movimientos sacerdotales a lo san Juan de Ávila se multiplican. Y las universidades, colegios y seminarios forman un ambiente más elevado, sobre todo en Francia en el siglo XVII, el gran siglo de Berulle, de Condren y Olier, de san Juan Eudes, de san Vicente de Paúl, de la Salle, etc.
No olvidemos tampoco lo que positiva o negativamente aportaron a esta sacudida del entumecimiento medieval figuras como Savonarola, J. Huss, el mismo Lutero. Y la de los grandes humanistas cristianos que el «renacimiento» suscitó, como santo Tomás Moro, Luis Vives, Erasmo, etc.
Pero volvamos a los Países Bajos y al movimiento de la «devotio moderna» que allí apareció.
El iniciador del mismo fue Gerardo (Grot o Groot), Gerardo «el Grande». Nació en Deventer en 1340. Y fue un hombre de su tiempo. Estudia en París (quizá también en Colonia y Praga), y tiene afición a todo, hasta a la nigromancia. Lleva una vida pecadora y anda a la caza de prebendas y beneficios eclesiásticos. Pero en 1374 se consuma su total conversión. Cede su casa a unas «beguinas», y se retira unos años a la Cartuja. Luego se siente movido a la predicación, estudia teología y se ordena diácono. Así puede predicar en las iglesias y en las plazas con gran eficacia. Predicación de reformador del clero y de los monjes y de las tremendas miserias de la época: simonía, herejía del «libre espíritu», quiebras del celibato, etc. Como era de esperar, surgió contra él una fuerte oposición, que hizo que el obispo de Utrecht prohibiera la predicación Agnetenberg (1398), que nos dará que hablar enseguida.
Pero lo que más nos interesa es el espíritu de este movimiento y de sus instituciones. Lo conocemos por las crónicas de algunas de estas casas, por los escritos de varios de sus miembros y por su influencia, cuya huella fue (y aún es en parte) grande y duradera, aunque diluida y difícil de precisar al mezclarse con otras corrientes. El monumento exponencial de la misma es el famoso Kempis, que aquí presentamos.
Los «devotos» no pretendían ser originales en su doctrina, por eso leyeron y se empaparon de anteriores autores. Su originalidad está en la selección que hacen de los mismos y de sus enseñanzas, y en el método y manera de utilizarlas. Por ello muchas de sus obras son «rapiarios» o «colectarios», colecciones de textos de autores agrupados más o menos sistemáticamente. Su gran fuente es la Biblia, pero sin demasiada teología y espiritualidad estrictamente bíblica, sino como sentencias y frases que o confirman o dan pie a sus disertaciones. Del Oriente usan, en versiones latinas, pues griego apenas saben, las Vitae Patrum, san Juan Clímaco, Casiano, san Juan Crisóstomo como moralista, algo del Pseudodionisio por algunas de sus fórmulas que eran moldes universales en Occidente. De los padres latinos citan bastante a san Agustín y, menos, a san Gregorio. Luego a los medievales: san Bernardo, san Buenaventura (menos de lo que antes se decía), la Epistola ad fratres de Monte Dei (como de san Bernardo), Voragine, David de Augsburgo, De Boheris, y a Enrique Suso, único de los renanos por ser más afectivo y afín a ellos. Alguna influencia, por la vecindad y relaciones, se da en algunos de ellos de J. Ruysbroeck.
Podemos reducir a tres las notas típicas de la «devotio moderna»: antiespeculativismo, ascética de desprecio del mundo e intenso cultivo de la interioridad.
Antiespeculativismo
No olvidemos que estamos en los estertores de la baja Edad media. Las grandes escuelas están casi agotadas. El nominalismo es el que pretende llenar el vacío. Los «devotos» desprecian la especulación. En el clima del nominalismo prima el voluntarismo, lo que cuenta es la voluntad, el corazón, la devoción... «Quid prodest tibi alta de Trinitate disputare, si careas humilitate, unde displiceas Trinitati?» (Kempis, l.1, c.1; todo el c. 3, etc). Por eso el vuelo metafísico de los renanoflamencos no les va, a pesar de su cercanía (Grot conoció a Ruysbroeck). Sin embargo, el psicologismo intenso de estos afectó a los «devotos», y les ayudó a cultivar la introspección, la interioridad, el «hondón» del alma. Aunque sea tan opuesta en conjunto la espiritualidad de Eckart esta les ha influido. Pero en definitiva los «devotos» son antiintelectuales e hizo que el humanismo renacentista no conectase en gran parte con ellos.
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