Poco a poco la compañía de Willoughby se transformó en el más exquisito placer de Marianne. Juntos leían, conversaban, cantaban; los talentos musicales que él mostraba eran considerables, y leía con toda la sensibilidad y entusiasmo de que tan lamentablemente había carecido Edward.
En la opinión de la señora Dashwood, el joven aparecía tan sin tacha como lo era para Marianne; y Elinor no veía nada en él digno de censura más que una propensión —que lo hacía extremadamente parecido a su hermana y que a ésta muy en especial deleitaba— a decir demasiado lo que pensaba en cada ocasión, sin prestar atención ni a personas ni a circunstancias. Al formar y dar apresuradamente su opinión sobre otra gente, al sacrificar la cortesía general al placer de entregar por completo su atención a aquello que llenaba su corazón, y al pasar con demasiada facilidad por sobre las convenciones sociales mostraba un descuido que Elinor no podía aprobar, a pesar de todo lo que él y Marianne dijeran en favor de ello.
Marianne comenzaba ahora a advertir que la desesperación que se había apoderado de ella a los dieciséis años y medio al pensar que jamás iba a conocer a un hombre que satisficiera sus ideas de perfección, había sido apresurada e injustificable. Willoughby era todo lo que su imaginación había elaborado en esa desdichada hora, y en cada una de sus épocas más felices, como capaz de atraerla; y en su comportamiento, él mostraba que sus deseos en tal aspecto eran tan intensos como numerosos eran sus dones.
También la señora Dashwood, en cuya mente la futura riqueza de Willoughby no había hecho brotar especulación alguna en torno a un posible matrimonio entre los jóvenes, se vio arrastrada antes de terminar la semana a poner en ello sus esperanzas y expectativas, y a felicitarse en secreto por haber ganado dos yernos como Edward y Willoughby.
La preferencia del coronel Brandon por Marianne, tan anticipadamente descubierta por sus amigos, se hizo por primera vez perceptible a Elinor cuando ellos dejaron de advertirla. Comenzaron a dirigir su atención e ingenio a su más afortunado rival, y las chanzas de que el primero había sido objeto antes de que se despertara en él interés particular alguno, dejaron de caer sobre él cuando sus sentimientos realmente comenzaron a ser merecedores de ese ridículo que con tanta justicia se vincula a la sensibilidad. Elinor se vio obligada, aunque en contra de su voluntad, a creer que los sentimientos que para su propia diversión la señora Jennings le había atribuido al coronel, en verdad los había despertado su hermana; y que si una general afinidad entre ambos podía impulsar el afecto del señor Willoughby por Marianne, una igualmente notable oposición de caracteres no era obstáculo al afecto del coronel Brandon. Veía esto con preocupación, pues, ¿qué esperanzas podía tener un hombre circunspecto de treinta y cinco años frente a un joven lleno de vida de veinticinco? Y como ni siquiera podía desearlo vencedor, con todo el corazón lo deseaba indiferente. Le gustaba el coronel; a pesar de su gravedad y reserva, lo consideraba digno de interés. Sus modales, aunque serios, eran suaves, y su reserva parecía más el resultado de una cierta pesadumbre del espíritu que de un temperamento naturalmente sombrío. Sir John había dejado caer insinuaciones de pasadas heridas y desilusiones, que dieron pie a Elinor para creerlo un hombre desdichado y mirarlo con respeto y compasión.
Quizá lo compadecía y estimaba más por los desaires que recibía de Willoughby y Marianne, quienes, prejuiciados en su contra por no ser ni vivaz ni joven, parecían decididos a menospreciar sus méritos.
—Brandon es justamente el tipo de persona —afirmó Willoughby un día en que conversaban sobre él— de quien todos hablan bien y que no le importa a nadie; a quien todos están dichosos de ver, y con quien nadie se acuerda de hablar.
—Es exactamente lo que pienso de él —exclamó Marianne.
—Pero no hagan alarde de ello —dijo Elinor—, porque en eso los dos son injustos. En Barton Park todos lo estiman profundamente, y por mi parte nunca lo veo sin hacer todos los esfuerzos posibles para conversar con él.
—Que usted esté de su parte —replicó Willoughby— ciertamente habla en favor del coronel; pero en lo que toca al aprecio de los demás, ello constituye en sí mismo un reproche. ¿Quién querría someterse a la indignidad de ser aprobado por mujeres como lady Middleton y la señora Jennings, algo que a cualquiera dejaría por completo indiferente?
—Pero puede que el maltrato de gente como usted y Marianne compense por el aprecio de lady Middleton y su madre. Si la alabanza de éstas es censura, la censura de ustedes puede ser alabanza; porque la falta de discernimiento de ellas no es mayor que los prejuicios e injusticia de ustedes.
—Cuando sale en defensa de su protegido, es hasta cáustica.
Mi protegido, como usted lo —llama, es un hombre sensato; y la sensatez siempre me será atractiva. Sí, Marianne, incluso en un hombre entre los treinta y los cuarenta. Ha visto mucho del mundo, ha estado en el extranjero, ha leído y tiene una cabeza que piensa. He encontrado que puede darme mucha información sobre diversos temas, y siempre ha respondido a mis preguntas con la diligencia que dan la buena educación y el buen carácter.
—Lo que significa —exclamó Marianne desdeñosamente— que te ha dicho que en las Indias Orientales el clima es cálido y que los mosquitos son una molestia.
—Me lo habría dicho, no me cabe la menor duda, si yo lo hubiera preguntado; pero ocurre que son cosas de las cuales ya había sido informada.
—Quizá —dijo Willoughby— sus observaciones se hayan ampliado a la existencia de nababs, mohúres de oro y palanquines.
—Me atrevería a decir que sus observaciones han ido mucho más allá de su imparcialidad, señor Willoughby. Pero, ¿por qué le disgusta?
—No me disgusta. Al contrario, lo considero un hombre muy respetable, de quien todos hablan bien y en el cual nadie se fija; que tiene más dinero del que puede gastar, más tiempo del que sabe cómo emplear, y dos abrigos nuevos cada año.
—A lo que se puede agregar —exclamó Marianne— que no tiene ni genio, ni gusto, ni espíritu. Que su mente es sin brillo, sus sentimientos sin ardor, su voz sin expresión.
—Ustedes decretan cuáles son sus imperfecciones de manera tan general —replicó Elinor—, y en tal medida apoyados en la fuerza de su imaginación, que los encomios que yo puedo hacer de él resultan por comparación fríos e insípidos. Lo único que puedo decir es que es un hombre de buen juicio, bien educado, cultivado, de trato gentil y, así lo creo, de corazón afectuoso.
—Señorita Dashwood —protestó Willoughby—, ahora me está tratando con muy poca amabilidad. Intenta desarmarme con razones y convencerme contra mi voluntad. Pero no resultará. Descubrirá que mi testarudez es tan grande como su destreza. Tengo tres motivos irrefutables para que me desagrade el coronel Brandon: me ha amenazado con que llovería cuando yo quería que hiciese buen tiempo; le ha encontrado fallas a la suspensión de mi calesa, y no puedo convencerlo de que me compre la yegua castaña. Sin embargo, si en algo la compensa que le diga que, en mi opinión, su carácter es irreprochable en otros aspectos, estoy dispuesto a admitirlo. Y en pago por una confesión que no deja de darme un cierto dolor, usted no puede negarme el privilegio de que él me desagrade igual que antes.
Poco habían imaginado la señora Dashwood y sus hijas, cuando recién llegaron a Devonshire, que al poco tiempo de ser presentadas tantos compromisos ocuparían su tiempo, o que la frecuencia de las invitaciones y lo continuo de las visitas les dejarían tan pocas horas para dedicarlas a ocupaciones serias. Sin embargo, fue lo que ocurrió. Cuando Marianne se recuperó, los planes de diversiones en casa y fuera de ella que sir John había estado imaginando previamente, comenzaron a hacerse realidad. Se iniciaron los bailes privados en Barton Park e hicieron tantas excursiones a la costa como lo permitía un lluvioso octubre. En todos esos encuentros estaba incluido Willoughby; y la soltura y familiaridad que tanta naturalidad prestaba a estas reuniones estaba calculada exactamente para dar cada vez mayor intimidad a su relación con las Dashwood; para permitirle ser testigo de las excelencias de Marianne, hacer más señalada su viva admiración por ella y recibir, a través del comportamiento de ella hacia él, la más plena seguridad de su afecto.
Читать дальше