—¿Ha estado últimamente en Sussex? —le preguntó Elinor.
—Estuve en Norland hace un mes.
—¿Y cómo está el querido, querido Norland? —exclamó Marianne.
—El querido, querido Norland —dijo Elinor— probablemente esté bastante parecido a como siempre está en esta época del año... los bosques y senderos cubiertos de una gruesa capa de hojas secas.
—¡Ah! —exclamó Marianne—. ¡Cuán transportada de emoción me solía sentir entonces al verlas caer! ¡Cómo me he deleitado en mis caminatas viéndolas caer en torno a mí como una lluvia impelida por el viento! ¡Qué de emociones me han inspirado, y la estación, el aire, todo! Hoy no hay nadie que las contemple. Ven en ellas tan sólo un fastidio, rápidamente las barren, y las hacen desaparecer de la vista como mejor pueden.
—No todos —dijo Elinor— tienen tu pasión por las hojas secas.
—No, mis sentimientos no suelen ser compartidos, ni tampoco comprendidos. Pero a veces lo son —mientras decía esto, se entregó por un instante a un breve ensueño; pero saliendo de él, continuó—: Ahora, Edward —le dijo llamando su atención al paisaje—, éste es el valle de Barton. Contémplalo, Y manténte en calma si es que puedes. ¡Mira esas colinas! ¿Alguna vez viste algo igual? Hacia la izquierda está la finca, Barton Park, entre esos bosques y plantíos. Puedes ver una esquina de la casa. Y allá, bajo esa colina lejana que se eleva con tal grandeza, está nuestra cabaña.
—Es una hermosa región —replicó él—; pero estas hondonadas deben estar llenas de lodo en invierno.
—¿Cómo puedes pensar en el lodo, con tales cosas frente a ti?
—Porque —replicó él, sonriendo— entre todas las cosas frente a mí, veo un sendero muy enfangado.
“¡Qué persona curiosa!”, se dijo Marianne mientras continuaba su camino.
—¿Es agradable el vecindario acá? ¿Son los Middleton gente grata?
—No, en absoluto —respondió Marianne —, no podríamos estar peor ubicadas.
—Marianne —exclamó su hermana—, ¿cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes ser tan injusta? Son una familia muy respetable, señor Ferrars, y con nosotras se han portado de la manera más amistosa posible. ¿Es que has olvidado, Marianne, cuántos días placenteros les debemos?
—No —dijo Marianne en voz baja—, y tampoco cuántos momentos dolorosos.
Elinor no escuchó sus palabras y, dirigiendo la atención a su visitante, se esforzó en mantener con él algo que pudiera parecer una conversación, para lo que recurrió a hablar de su residencia actual, sus ventajas, y cosas así, con lo que logró sacarle a la fuerza alguna ocasional pregunta u observación. Su frialdad y reserva la mortificaban gravemente; se sentía molesta y algo enojada; pero decidida a guiar su conducta más por el pasado que por el presente, evitó toda apariencia de resentimiento o disgusto y lo trató como pensaba que debía ser tratado, dados los vínculos familiares.
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