Jane Austen - Sentido y sensibilidad (Clásicos de Jane Austen)

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Sentido y sensibilidad (Clásicos de Jane Austen): краткое содержание, описание и аннотация

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"La familia Dashwood llevaba largo tiempo afincada en Sussex. Su propiedad era de buen tamaño, y en el centro de ella se encontraba la residencia, Norland Park, donde la manera tan digna en que habían vivido por muchas generaciones llegó a granjearles el respeto de todos los conocidos del lugar. El último dueño de esta propiedad había sido un hombre soltero, que alcanzó una muy avanzada edad, y que durante gran parte de su existencia tuvo en su hermana una fiel compañera y ama de casa."
"Sentido y sensibilidad" es una novela de la escritora británica Jane Austen publicada en 1811. Fue la primera de las novelas de Austen en ser publicadas, bajo el seudónimo de «A Lady» (una dama).

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—Pero, ¿quién es él? —preguntó Elinor—. ¿De dónde viene? ¿Posee una casa en Allenham?

Sobre este punto podía informarlas más sir John, y les dijo que el señor Willoughby no tenía propiedades personales en la región; que residía allí sólo mientras visitaba a la anciana de Allenham Court, de quien era pariente y cuyos bienes heredaría. Y agregó:

—Sí, sí, vale la pena atraparlo, le aseguro, señorita Dashwood; es dueño, además, de una linda propiedad en Somersetshire; y si yo fuera usted, no se lo cedería a mi hermana menor a pesar de todo su dar tumbos cerro abajo. La señorita Marianne no puede pretender quedarse con todos los hombres. Brandon se pondrá celoso si ella no tiene más cuidado.

—No creo —dijo la señora Dashwood, con una sonrisa divertida—, que ninguna de mis hijas vaya a incomodar al señor Willoughby con intentos de atraparlo. No es una ocupación para la que hayan sido criadas. Los hombres están muy a salvo con nosotras, sin importar cuán ricos sean. Me alegra saber, sin embargo, por lo que usted dice, que es un joven respetable y alguien cuyo trato no será de despreciar.

—Creo que es una persona tan buena como el que más —repitió sir John —. Recuerdo la última Navidad, en una pequeña reunión en Barton Park, en que él bailó desde las ocho hasta la cuatro sin sentarse ni una vez.

¿En verdad? —exclamó Marianne brillándole los ojos—. ¿Y con elegancia, con espíritu?

—Sí; y estaba otra vez en pie a las ocho, listo para salir a cabalgar.

—Eso es lo que me gusta; así es como debiera ser un joven. Sin importar a qué esté dedicado, su entrega a lo que hace no debe saber de moderaciones ni dejarle ninguna sensación de fatiga.

—Ya, ya, estoy viendo cómo va a ser —dijo sir John —, ya veo cómo será. Usted se propondrá echarle el lazo ahora, sin pensar en el pobre Brandon.

—Esa es una expresión, sir John —dijo Marianne acaloradamente— que me disgusta en especial.

Aborrezco todas las frases trilladas con las que se intenta demostrar agudeza; y “echarle el lazo a un hombre”, o “hacer una conquista”, son las más odiosas de todas. Se inclinan a la vulgaridad y mezquindad; y si alguna vez pudieron ser consideradas bien construidas, hace mucho que el tiempo ha destruido toda su ingeniosidad.

Sir John no entendió mucho este reproche, pero rió con tantas ganas como si lo hubiera hecho, y luego replicó:

—Sí, sí, me atrevo a decir que usted, de una manera u otra, va a hacer suficientes conquistas. ¡Pobre Brandon! Ya está bastante prendado de usted, y le aseguro que bien vale la pena echarle el lazo, a pesar de todo este andar rodando por el suelo y torciéndose los tobillos.

CAPÍTULO X

El protector de Marianne, según los términos en que con más elegancia que precisión ensalzara Margaret a Willoughby, llegó a la casa muy temprano la mañana siguiente para preguntar personalmente por ella. Fue recibido por la señora Dashwood con algo más que cortesía: con una amabilidad que las palabras de sir John y su propia gratitud inspiraban; y todo lo que tuvo lugar durante la visita llevó a darle al joven plena seguridad sobre el buen sentido, elegancia, trato afectuoso y comodidad hogareña de la familia con la cual se había relacionado por un accidente. Para convencerse de los encantos personales de que todas hacían gala, no había necesitado una segunda entrevista.

La señorita Dashwood era de tez delicada, rasgos regulares y una figura notablemente bonita. Marianne era más hermosa aún. Su silueta, aunque no tan, correcta como la de su hermana, al tener la ventaja de la altura era más llamativa; y su rostro era tan encantador, que cuando en los tradicionales panegíricos se la llamaba una niña hermosa, se faltaba menos a la verdad de lo que suele ocurrir. Su cutis era muy moreno, pero su transparencia le daba un extraordinario brillo; todas sus facciones eran correctas; su sonrisa, dulce y atractiva; y en sus ojos, que eran muy oscuros, había una vida, un espíritu, un afán que difícilmente podían ser contemplados sin placer. Al comienzo contuvo ante Willoughby la expresividad de su mirada, por la turbación que le producía el recuerdo de su ayuda. Pero cuando esto pasó; cuando recuperó el control de su espíritu; cuando vio que a su perfecta educación de caballero él unía la franqueza y vivacidad; y, sobre todo, cuando le escuchó afirmar que era apasionadamente aficionado a la música y al baile, le dio tal mirada de aprobación que con ella aseguró que gran parte de sus palabras estuvieran dirigidas a ella— durante el resto de su estadía.

Lo único que se requería para inducirla a hablar era mencionar cualquiera de sus diversiones favoritas. No podía mantenerse en silencio cuando se tocaban esos temas, y no era ni tímida ni reservada para discutirlos. Rápidamente descubrieron que compartían el gusto por el baile y la música, y que ello nacía de una general similitud de juicio en todo lo que concernía a ambas actividades. Animada por esto a examinar con mayor detenimiento las opiniones del joven, Marianne Procedió a interrogarlo en tomo al tema de los libros; trajo a colación sus autores favoritos hablando de ellos con tal arrobamiento, que cualquier joven de veinticinco años tendría que haber sido en verdad insensible para no transformarse en un inmediato converso a la excelencia de tales obras, sin importar cuán poco las hubiera tenido en consideración antes. Sus gustos eran extraordinariamente semejantes. Ambos idolatraban los mismos libros, los mismos pasajes; o, si aparecía cualquier diferencia o surgía cualquier objeción de parte de él, no duraba sino hasta el momento en que la fuerza de los argumentos de la joven o el brillo de sus ojos podían desplegarse. Él asentía a todas sus decisiones, se contagiaba de su entusiasmo y mucho antes del fin de su visita, conversaban con la familiaridad de conocidos de larga data.

—Bien, Marianne —dijo Elinor inmediatamente tras su partida—, creo que para una mañana lo has hecho bastante bien. Ya has averiguado la opinión del señor Willoughby en casi todas las materias de importancia. Estás al tanto de lo que piensa de Cowper y Scott; tienes total certidumbre de que aprecia sus encantos tal como debe hacerse, y has recibido todas las seguridades necesarias —respecto de que no admira a Pope más allá de lo adecuado. Pero, ¡cómo podrás continuar tu relación con él tras despachar de manera tan extraordinaria todos los posibles temas de conversación! Pronto habrán agotado todos los tópicos preferidos. Otro encuentro bastará para que él explique sus sentimientos sobre la belleza pintoresca y los segundos matrimonios, y entonces ya no tendrás nada más que preguntar...

—¡Elinor! —exclamó Marianne—. ¿Estás siendo justa? ¿Estás siendo equitativa? ¿Es que mis ideas son tan escasas? Pero entiendo lo que dices. Me he sentido demasiado cómoda, demasiado feliz, he estado demasiado franca. He faltado a todos los lugares comunes relativos al decoro. He sido abierta y sincera allí donde debí ser reservada, opaca, desganada y falsa. Si sólo hubiera conversado del clima y de los caminos, y si sólo hubiera hablado una vez en diez minutos, me habría salvado de este reproche.

—Querida mía —dijo su madre—, no debes sentirte ofendida por Elinor; ella sólo bromeaba. Yo misma la regañaría si la creyera capaz de desear poner freno al placer de tu conversación con nuestro nuevo amigo.

Marianne se apaciguó en un instante.

Willoughby, por su parte, dio tantas pruebas del placer que le producía la relación con ellas como su evidente deseo de profundizarla podía ofrecer. Las visitaba diariamente. Al comienzo su excusa fue preguntar por Marianne; pero la alentadora forma en que era recibido, que día a día crecía en gentileza, hizo innecesaria tal excusa antes de que la perfecta recuperación de Marianne dejara de hacerla posible. Debió quedarse confinada a la casa durante algunos días, pero nunca encierro alguno había sido menos molesto. Willoughby era un joven de grandes habilidades, imaginación rápida, espíritu vivaz y modales francos y afectuosos. Estaba hecho exactamente para conquistar el corazón de Marianne, porque a todo esto unía no sólo una apariencia cautivadora, sino una mente llena de un natural apasionamiento, que ahora despertaba y crecía con el ejemplo del de ella y que lo encomendaba a su afecto más que ninguna otra cosa.

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