Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin a poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por una eternidad.
-¡Adelante! -murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
¡Adelante! -volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella, subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor; un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no puedo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:
-¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.
El caudillo de las manos rojas
Tradición india
I
Ha desaparecido el sol tras las cimas del Jabwi, y la sombra de esta montaña envuelve con un velo de crespón a la perla de las ciudades de Orsira, a la gentil Kattak, que duerme a sus pies, entre los bosques de canela y sicomoros, semejante a una paloma que descansa sobre un nido de flores.
II
El día que muere y la noche que nace luchan un momento, mientras la azulada niebla del crepúsculo tiende sus alas diáfanas sobre los valles, robando el color y las formas a los objetos, que parecen vacilar agitados por el soplo de un espíritu.
III
Los confusos rumores de la ciudad, que se evaporan temblando; los melancólicos suspiros de la noche, que se dilatan de eco en eco repetidos por las aves; los mil ruidos misteriosos, que como un himno a la Divinidad levanta la Creación, al nacer y al morir el astro que la vivifica, se unen al murmullo del Jawkior, cuyas ondas besa la brisa de la tarde, produciendo un canto dulce, vago y perdido como las últimas notas de la improvisación de una bayadera.
IV
La noche vence; el cielo se corona de estrellas, y las torres de Kattak, para rivalizar con él, se ciñen una diadema de antorchas. ¿Quién es ese caudillo que aparece al pie de sus muros, al mismo tiempo que la luna se levanta entre ligeras nubes más allá de los montes, a cuyos pies corre el Ganges como una inmensa serpiente azul con escamas de plata?
V
Él es. ¿Qué otro guerrero de cuantos vuelan como la saeta a los combates y a la muerte, tras el estandarte de Schiuen, meteoro de la gloria, puede adornar sus cabellos con la roja cola del ave de los dioses indios, colgar a su cuello la tortuga de oro o suspender su puñal de mango de ágata del amarillo chal de cachemira, sino Pulo-Dheli, rajá de Dakka, rayo de las batallas y hermano de Tippot-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de los señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos?
VI
Él es: ningún otro sabe prestar a sus ojos ya el melancólico fulgor del lucero del alba, ya el siniestro brillo de la pupila del tigre, comunicando a sus oscuras facciones el resplandor de una noche serena, o el aspecto terrible de una tempestad en las aéreas cumbres del Davalaguiri. Es él; pero ¿qué aguarda?
VII
¿Oís las hojas suspirar bajo la leve planta de una virgen? ¿Veis flotar entre las sombras los extremos de su diáfano chal y las orlas de su blanca túnica? ¿Percibís la fragancia que la precede como la mensajera de un genio? Esperad y la contemplaréis al primer rayo de la solitaria viajera de la noche; esperad y conoceréis a Siannah, la prometida del poderoso Tippot-Dheli, la amante de su hermano, la virgen a quien los poetas de su nación comparan a la sonrisa de Bermach, que lució sobre el mundo cuando éste salió de sus manos; sonrisa celeste, primera aurora de los orbes.
VIII
Pulo percibe el rumor de sus pasos; su rostro resplandece como la cumbre que toca el primer rayo del sol y sale a su encuentro. Su corazón, que no ha palpitado en el fuego de la pelea, ni en la presencia del tigre, late violentamente bajo la mano que se llega a él, temiendo se desborde la felicidad que ya no basta a contener. -¡Pulo! ¡Siannah! -exclaman al verse, y caen el uno en los brazos del otro. En tanto el Jawkior, salpicando con sus ondas las alas del céfiro, huye a morir al Ganges, y el Ganges al golfo de Bengala, y el Golfo al Océano. Todo huye: con las aguas, las horas; con las horas, la felicidad; con la felicidad, la vida. Todo huye a fundirse en la cabeza de Schiven, cuyo cerebro es el caos, cuyo ojos son la destrucción y cuya esencia es la nada.
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