Lucio Anneo Séneca - Séneca - Obras Selectas
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Este volumen contiene:
De la brevedad de la vida
De la tranquilidad del ánimo
De la ira
De la constancia del sabio
De la clemencia: Libro primero
De la clemencia: Libro segundo
De la vida bienaventurada
De la Divina Providencia
De la pobreza
Consolación a Marcia
Consolación a Helvia
Consolación a Polibio
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Capítulo III
No hay para qué cargues a los otros estas obligaciones, pues cuando fuiste a buscarlos, no fue tanto para estar con ellos, cuanto porque no podías estar contigo. Aunque concurran en esto todos los ingenios que resplandecieron en todas las edades, no acabarán de ponderar suficientemente esta niebla de los humanos entendimientos. No consienten que nadie les ocupe sus heredades; y por pequeña que sea la diferencia que se ofrece en asentar los linderos, vienen a las piedras y las armas; y tras eso, no sólo consienten que otros se les entren en su vida, sino que ellos mismos introducen a los que han de ser poseedores de ella. Ninguno hay que quiera repartir sus dineros, habiendo muchos que distribuyen su vida: muéstranse miserables en guardar su patrimonio, y cuando se llega a la pérdida de tiempo, son pródigos de aquello en que fuera justificada la avaricia. Deseo llamar alguno de los ancianos, y pues tú lo eres, habiendo llegado a lo último de la edad humana, teniendo cerca de cien años o más, ven acá, llama a cuentas a tu edad. Dime, ¿cuánta parte de ella te consumió el acreedor, cuánta el amigo, cuánta la República y cuánta tus allegados, cuánta los disgustos con tu mujer, cuánta el castigo de los esclavos, cuánta el apresurado paseo por la ciudad? Junta a esto las enfermedades tomadas con tus manos, añade el tiempo que se pasó en ociosidad, y hallarás que tienes muchos menos de los que cuentas. Trae a la memoria si tuviste algún día firme determinación, y si le pasaste en aquello para que le habías destinado. Qué uso tuviste de ti mismo, cuándo estuvo en un ser el rostro, cuándo el ánimo sin temores; qué cosa hayas hecho para ti en tan larga edad; cuántos hayan sido los que te han robado la vida, sin entender tú lo que perdías; cuánto tiempo te han quitado el vano dolor, la ignorante alegría, la hambrienta codicia y la entretenida conversación: y viendo lo poco que a ti te has dejado de ti, juzgarás que mueres malogrado.
Capítulo IV
¿Cuál, pues, es la causa de esto? El vivir como si hubiérades de vivir para siempre, sin que vuestra fragilidad os despierte. No observáis el tiempo que se os ha pasado, y así gastáis de él como de caudal colmado y abundante, siendo contingente que el día que tenéis determinado para alguna acción sea el último de vuestra vida. Teméis como mortales todas las cosas, y como inmortales las deseáis. Oirás decir a muchos que en llegando a cincuenta años se han de retirar a la quietud, y que el de sesenta les jubilará de todos los oficios y cargos. Dime, cuando esto propones, ¿qué seguridad tienes de más larga vida? ¿Quién te consentirá ejecutar lo que dispones? ¿No te avergüenzas de reservarte para las sobras de la vida, destinando a la virtud sólo aquel tiempo que para ninguna cosa es de provecho? ¡Oh cuán tardía acción es comenzar la vida cuando se quiere acabar! ¡Qué necio olvido de la mortalidad es diferir los santos consejos hasta los cincuenta años, comenzando a vivir en edad a que son pocos los que llegan! A muchos de los poderosos que ocupan grandes puestos, oirás decir que codician la quietud, que la alaban y la prefieren a todos los bienes; que desean (si con seguridad lo pudiesen hacer) bajar de aquella altura; porque cuando falten males exteriores que les acometan y combatan, la misma buena fortuna se cae de suyo.
Capítulo V
El divo Augusto, a quien los dioses concedieron más bienes que a otro alguno, andaba siempre deseando la quietud, y pidiendo le descargasen del peso de la república. Todas sus pláticas iban enderezadas a prevenir descanso, y con este dulce aunque fingido consuelo de que algún día había de vivir para sí, entretenía sus trabajos. En una carta que escribió al Senado, en que prometía que su descanso no sería desnudándose de la dignidad, ni desviándose de su antigua gloria, hallé estas palabras: «Aunque estas cosas se pueden hacer con más gloria que prometerse; pero la alegría de haber llegado al deseado tiempo, me ha puesto tan adelante, que aunque hasta ahora me detiene el gusto de los buenos sucesos, me recreo y recibo deleite con la dulzura de estas pláticas.» De tan grande importancia juzgaba ser la quietud, que ya no podía conseguirla se deleitaba en proponerla. Aquel que veía pender todas las cosas de su voluntad, y el que hacía felices a todas las naciones; ese cuidaba gustoso del día en que se había de desnudar de aquella grandeza. Conocía con experiencia cuánto sudor le habían costado aquellos bienes, que en todas partes resplandecen, y cuánta parte de encubiertas congojas encierran, habiéndose hallado forzado a pelear primero con sus ciudadanos, después con sus compañeros, y últimamente con sus deudos, en que derramando sangre en mar y tierra, acosado por Macedonia, Sicilia, Egipto, Siria y Asia, y casi por todas las demás provincias del orbe, pasó a batallas externas los ejércitos cansados de mortandad romana, mientras pacifica los Alpes, y doma los enemigos mezclados en la paz y en el Imperio; y mientras ensancha los términos pasándolos del Reno, Eúfrates y Danubio, se estaban afilando contra él en la misma ciudad de Roma las espadas de Murena, de Scipión, de Lépido y los Egnacios, y apenas había deshecho las asechanzas de éstos, cuando su propia hija y muchos mancebos nobles, atraídos con el adulterio como si fuera con juramento, ponían temor a su quebrantada vejez: después de lo cual le quedaba una mujer a quien temer otra vez con Antonio. Cortaba estas llagas, cortando los miembros, y al punto nacían otras; y como en cuerpo cargado con mucha sangre, se alteraban siempre algunas partes de él. Finalmente deseaba la quietud, y en la esperanza y pensamiento de ella descansaban sus trabajos. Éste era el deseo de quien podía hacer que todos consiguiesen los suyos. Marco Tulio Cicerón, perseguido de los Catilinas, Clodios, Pompeyos y Crasos, los unos enemigos manifiestos, y otros no seguros amigos; mientras arrimando el hombro tuvo a la república que se iba a caer, padeció con ella tormentas; apartado finalmente, y no quieto con los prósperos sucesos, y mal sufrido con los adversos, abominó muchas veces de aquel su consulado tan sinfín, aunque no sin causa alabado. ¡Qué lamentables palabras pone en una carta que escribió a Ático después de vencido Pompeyo, y estando su hijo rehaciendo en España las quebrantadas armas! «¿Pregúntasme (dice) qué hago aquí? Estoyme en mi Tusculano medio libre.» Y añadiendo después otras razones, en que lamenta la edad pasada, se queja de la presente y desconfía de la venidera. Llamóse Cicerón medio libre, y verdaderamente no le convenía tomar tan abatido apellido, pues el varón sabio no es medio libre, siempre goza de entera y sólida libertad: y siendo suelto, y gozando de su derecho, sobrepuja a los demás, no pudiendo haber quien tenga dominio en aquel que tiene imperio sobre la fortuna.
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