León Tolstoi - Anna Karénina

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"Todas las familias felices se parecen entre sí; pero cada familia desgraciada tiene un motivo especial para sentirse así. En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La esposa acababa de enterarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa y se había apresurado a declararle que no podía seguir viviendo con él."
La novela «Anna Karénina» de León Tolstói está considerada una de las obras cumbres del realismo. Para Tolstói, «Anna Karénina» fue su primera verdadera novela.

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–Es una magnífica actriz. Se ve que ha seguido bien la escuela de Kaulbach –decía el diplomático a los que estaban en el grupo de su mujer–. ¿Han visto ustedes con qué arte se desplomó?

–¡Por favor, no hablemos de la Nilson! ¡Ya no hay nada nuevo que decir de ella! –exclamó una señora gruesa, colorada, sin cejas ni pestañas, vestida con un traje de seda muy usado.

Era la princesa Miágkaya, muy conocida por su trato brusco y natural y a la que llamaban l’enfant terrible.

La Miágkaya se sentaba entre los dos grupos, escuchando y tomando parte en las conversaciones de ambos.

–Hoy me han repetido tres veces la misma frase referente a Kaulbach, como puestos de acuerdo. No sé por qué les gusta tanto esa frase.

Este comentario interrumpió aquella conversación y hubo de buscarse un nuevo tema.

–Cuéntanos algo gracioso… pero no inmoral –dijo la mujer del embajador, muy experta en esa especie de conversación frívola que los ingleses llaman small–talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.

–Eso es muy difícil, porque, según dicen, sólo lo inmoral resulta divertido –empezó él, con una sonrisa–. Pero probaré… Denme un tema. El toque está en el tema. Si se encuentra tema, es fácil glosarlo. Pienso a menudo que los célebres conversadores del siglo pasado se verían embarazados ahora para poder hablar con agudeza. Todo lo agudo resulta en nuestros días aburrido.

–Eso ya se ha dicho hace tiempo –interrumpió la mujer del embajador con una sonrisa.

La conversación empezó con mucha corrección, pero precisamente por exceso de corrección se volvió a encallar.

Hubo, pues, que recurrir al remedio seguro, a lo que nunca falla: la maledicencia.

–¿No encuentran ustedes que Tuchkevich tiene cierto «estilo Luis XV»? –preguntó el embajador, mostrando con los ojos a un guapo joven rubio que estaba próximo a la mesa.

–¡Oh, sí! Es del mismo estilo que este salón. Por eso viene tan a menudo.

Esta conversación se sostuvo, pues, porque no consistía sino en alusiones sobre un tema que no podía tratarse alternativamente: las relaciones entre Tuchkevich y la dueña de la casa.

Entre tanto, en torno al samovar, la conversación, que al principio languidecía y sufría interrupciones mientras se trató de temas de actualidad política, teatral y otros semejantes, ahora se había reanimado también al entrar de lleno en el terreno de la murmuración.

–¿No han oído ustedes decir que la Maltischeva –no la hija, sino la madre– se hace un traje diable rose?

–¿Es posible … ? ¡Sería muy divertido!

–Me extraña que con su inteligencia –porque no tiene nada de tonta– no se dé cuenta del ridículo que hace.

Todos tenían algo que decir y criticar de la pobre Maltischeva, y la conversación chisporroteaba alegremente como una hoguera encendida.

Al enterarse de que su mujer tenía invitados, el marido de la princesa Betsy, hombre grueso y bondadoso, gran coleccionista de grabados, entró en el salón antes de irse al círculo.

Avanzando sin ruido sobre la espesa alfombra, se acercó a la princesa Miágkaya.

–¿Qué? ¿Le gustó la Nilson? –le preguntó.

–¡Qué modo de acercarse a la gente! ¡Vaya un susto que me ha dado! ––contestó ella–. No me hable de la ópera, por favor: no entiende usted nada de música. Será mejor que descienda… yo hasta usted y le hablé de mayólicas y grabados. ¿Qué tesoros ha comprado recientemente en el encante?

–¿Quiere que se los enseñe? ¡Pero usted no entiende nada de esas cosas!

–Enséñemelas, sí. He aprendido con esos… ¿cómo les llaman?… esos banqueros que tienen tan hermosos grabados. Me han enseñado a apreciarlos

–¿Ha estado usted en casa de los Chuzburg? –preguntó Betsy, desde su sitio junto al samovar.

–Estuve, ma chère. Nos invitaron a comer a mi marido y a mí. Según me han contado, sólo la salsa de esa comida les costó mil rublos –comentó en alta voz la Miágkaya–. Y por cierto que la salsa –un líquido verduzco– no valía nada. Yo tuve que invitarles a mi vez, hice una salsa que me costó ochenta y cinco copecks , y todos tan contentos. ¡Yo no puedo aderezar salsas de mil rublos!

–¡Es única en su estilo! –exclamó la dueña, refiriéndose a la Miágkaya.

–Incomparable –convino alguien.

El enorme efecto que producían infaliblemente las palabras de la Miágkaya consistía en que lo que decía, aunque no siempre muy oportuno, como ahora, eran siempre cosas sencillas y llenas de buen sentido.

En el círculo en que se movía, sus palabras producían el efecto del chiste más ingenioso. La princesa Miágkaya no podía comprender la causa de ello, pero conocía el efecto y lo aprovechaba.

Para escucharla, cesó la conversación en el grupo de la mujer del embajador. La dueña de la casa quiso aprovechar la ocasión para unir los dos grupos en uno y se dirigió a la embajadora.

–¿No toma usted el té, por fin? Porque en este caso podría sentarse con nosotros.

–No. Estamos muy bien aquí –repuso, sonriendo, la esposa del diplomático.

Y continuó la conversación iniciada.

Se trataba de una charla muy agradable. Criticaban a los Karenin, mujer y marido.

–Ana ha cambiado mucho desde su viaje a Moscú. Hay algo raro en ella –decía su amiga.

–El cambio esencial consiste en que ha traído a sus talones, como una sombra, a Alexis Vronsky –dijo la esposa del embajador.

No hay nada de malo en eso. Según una narración de Grimm, cuando un hombre carece de sombra es que se la han quitado en castigo de alguna culpa. Nunca he podido comprender en qué consiste ese castigo.

Pero para una mujer debe de ser muy agradable vivir sin sombra.

–Las mujeres con sombra terminan mal generalmente –contestó una amiga de Ana.

–Calle usted la boca –dijo la princesa Miágkaya de repente al oír hablar de Ana–. La Karenina es una excelente mujer y una buena amiga. Su marido no me gusta, pero a ella la quiero mucho.

–¿Y por qué a su marido no? Es un hombre notable –dijo la embajadora– Según mi esposo, en Europa hay pocos estadistas de tanta capacidad como él.

–Lo mismo dice el mío, pero yo no lo creo –repuso la princesa Miágkaya–. De no haber hablado nuestros maridos, nosotros habríamos visto a Alexey Alejandrovich tal como es. Y en mi opinión no es más que un tonto. Lo digo en voz baja, sí; pero, ¿no es verdad que, considerándole de ese modo, ya nos parece todo claro? Antes, cuando me forzaban a considerarle como un hombre inteligente, por más que hacía, no lo encontraba, y, no viendo por ninguna parte su inteligencia, terminaba por aceptar que la tonta debía de ser yo. Pero en cuanto me dije: es un tonto –y lo dijo en voz baja–, todo se hizo claro para mí. ¿No es así?

–¡Qué cruel esta usted hoy!

–Nada de eso. Pero no hay otro remedio. Uno de los dos, o él o yo, somos tontos. Y ya es sabido que eso no puede una decírselo a sí misma.

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