Ana la quería mucho y, sin embargo, pareció apreciar sus defectos por primera vez.
–¿Conque llevó a los Oblonsky el ramo de oliva, querida? –preguntó Lidia Ivanovna.
–Todo está arreglado –repuso Ana–. Las cosas no andaban tan mal como nos figurábamos. Ma belle soeur toma sus decisiones con demasiada precipitación y…
Pero la Condesa, que tenía la costumbre de interesarse por cuanto no le importaba, y solía, en cambio, no poner atención alguna en lo que debía interesarle más, interrumpió a su amiga:
–Estoy abatida. ¡Cuánta maldad y cuánto dolor hay en el mundo!
–¿Pues qué sucede? –interrogó Ana, dejando de sonreír.
–Empiezo a cansarme de luchar en vano por la verdad, y a veces me siento completamente abatida. Ya ve usted: la obra de los hermanitos (se trataba de una institución benéfico–patriótico–religiosa) iba por buen camino. ¡Pero no se puede hacer nada con esos señores! –declaró la Condesa en tono de sarcástica resignación–. Aceptaron la idea para desvirtuarla y ahora la juzgan de un modo bajo a indigno. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, comprendieron el verdadero alcance de esta empresa. Los demás no hacen más que desacreditarla… Ayer recibí carta de Pravdin. (Se refería al célebre paneslavista Pravlin, que vivía en el extranjero.) La Condesa contó lo que decía en su carta y luego habló de los obstáculos que se oponían a la unión de las iglesias cristianas.
Explicado aquello, la Condesa se fue precipitadamente, porque tenía que asistir a dos reuniones, una de ellas la sesión de un Comité eslavista.
«Todo esto no es nuevo para mí. ¿Por qué será que lo veo ahora de otro modo?», pensó Ana. «Hoy Lidia me ha parecido más nerviosa que otras veces. En el fondo, todo eso es un absurdo: dice ser cristiana y no hace más que enfadarse y censurar; todos son enemigos suyos, aunque estos enemigos se digan también cristianos y persigan los mismos fines que ella.»
Después de la Condesa llegó la esposa de un alto funcionario, que refirió a Ana todas las novedades del momento y se fue a las tres, prometiendo volver otro día a comer con ella.
Alexis Alejandrovich estaba en el Ministerio. Ana asistió a la comida de su hijo (que siempre comía solo) y luego arregló sus cosas y despachó su correspondencia atrasada.
Nada quedaba en ella de la vergüenza a inquietud que sintiera durante el viaje. Ya en su ambiente acostumbrado se sintió ajena a todo temor y por encima de todo reproche sin comprender su estado de ánimo del día anterior.
«¿Qué sucedió, a fin de cuentas?», pensaba. «Vronsky me dijo una tontería y yo le contesté como debía. Es inútil hablar de ello a Alexis. Parecería que daba demasiada importancia al asunto.»
Recordó una vez que un subordinado de su marido le hiciera una declaración amorosa. Creyó oportuno contárselo a Karenin y éste le dijo que toda mujer de mundo debía estar preparada a tales eventualidades, y que él confiaba en su tacto, sin dejarse arrastrar por celos que habrían sido humillantes para los dos.
«De modo que vale más callar», decidió ahora Ana como remate de sus reflexiones. «Además, gracias a Dios, nada tengo que decirle.»
Alexis Alejandrovich llegó a su casa a las cuatro, pero como le ocurría a menudo, no tuvo tiempo de ver a su esposa y hubo de pasar al despacho para recibir las visitas y firmar los documentos que le llevó su secretario.
Como de costumbre, había varios invitados a comer: una anciana prima de Karenin, uno de los los directores de su ministerio, con su mujer, y un joven que le habían recomendado.
Ana bajó al salón para recibirles. Apenas el gran reloj de bronce de estilo Pedro I dio las cinco, Alexis Alejandrovich apareció vestido de etiqueta, con corbata blanca y dos condecoraciones en la solapa, pues tenía que salir después de comer. Alexis Alejandrovich tenía los momentos contados y había de observar con estricta puntualidad sus diarias obligaciones.
«Ni descansar, ni precipitarse», era su lema.
Entró en la sala, saludó a todos y dijo a su mujer, sonriendo:
–¡Al fin ha terminado mi soledad! No sabes lo « incómodo» –y subrayó la palabra– que es comer a solas.
Durante la comida, Karenin pidió a su mujer noticias de Moscú, sonriendo burlonamente al mencionar a Esteban Arkadievich, pero la conversación, en todo momento de un carácter general, versó sobre el trabajo en el ministerio y la política.
Concluida la comida, Karenin estuvo media hora con sus invitados y después, tras un nuevo apretón de manos y una sonrisa a su mujer, se fue para asistir a un consejo.
Ana no quiso ir al teatro, donde tenía palco reservado aquella noche, ni a casa de la condesa Betsy Iverskaya, que, al saber su llegada, le había enviado recado de que la esperaba. Antes de ir a Moscú, Ana dio a su modista tres vestidos para que se los arreglase, porque la Karenina sabía vestir bien gastando poco.
Y, al marcharse los invitados, Ana comprobó con irritación que de los tres vestidos que le prometiera la modista tener arreglados para su regreso, dos no estaban terminados aún y el tercero no había quedado a su gusto.
La modista, llamada inmediatamente, pensaba que el vestido le estaba mejor de aquella manera. Ana se enfureció de tal modo contra ella que en seguida se sintió avergonzada de sí misma. Para calmarse, entró en la alcoba de Sergio, le acostó, le arregló las sábanas, le persignó con una amplia señal de la cruz y dejó la habitación.
Ahora se alegraba de no haber salido y sentía una gran calma ínfima. Evocó la escena de la estación y reconoció que aquel incidente, al que diera tanta importancia, no era sino un detalle trivial de la vida mundana del que no tenía por qué ruborizarse.
Se acercó al lado de la chimenea para esperar el regreso de su esposo leyendo su novela inglesa. A las nueve y media en punto sonó en la puerta la autoritaria llamada de Alexis Alejandrovich y éste entró en la habitación un momento después.
–Vaya, ya has vuelto –dijo ella, tendiéndole la mano, que él besó antes de sentarse a su lado.
–¿De modo que todo ha ido bien en tu viaje? –inquirió Karenin.
–Muy bien.
Ana le contó todos los detalles: la agradable compañía de la condesa Vronsky, la llegada, el accidente en la estación, la compasión que sintiera primero hacia su hermano y luego hacia Dolly.
–Aunque Esteban sea hermano tuyo, su falta es imperdonable –dijo enfáticamente Alexis Alejaridrovich.
Ana sonrió. Su esposo trataba de hacer ver que los lazos de parentesco no influían para nada en sus juicios. Ana reconocía muy bien aquel rasgo del carácter de su marido y se lo sabía apreciar.
–Me alegro –continuaba él– de que todo acabara bien y de que hayas regresado. ¿Qué se dice por allá del nuevo proyecto de ley que he hecho ratificar últimamente por el Gobierno?
Ana se sintió turbada al recordar que nadie le había dicho cosa alguna sobre una cuestión que su esposo consideraba tan importante.
–Pues aquí, al contrario, interesa mucho –dijo Karenin con sonrisa de satisfacción.
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