— Vive la France! —contestaba a voz en cuello—. Vive l’amour! Cherchez la femme! ¡Y a muchas!
No era ingenio, por supuesto, en el sentido tradicional, pero pasaba como tal para sus ahora numerosos admiradores y cada vez que salía los cambios se hacían más largos y clamorosos. En cuanto a ella, el tacto de las tablas bajo los pies, el olor del teatro y el sonido de los aplausos, todo se combinaba para embriagarla. Como toda buena actriz, era un poquito vanidosa; su personalidad se había crecido y solo una sana conciencia profesional le impedía acaparar el espectáculo entero. En cuanto veía al grupo en posición, volvía corriendo entre bastidores y no reaparecía hasta que flaqueaba la última salva de aplausos. Aun así, tenía remordimientos.
—No puedo evitarlo —le susurró a Fred en un momento en el que este no estaba actuando—. Sé que no debería haber respondido, pero lo he hecho sin pensar.
A él le faltaba el aliento para contestar —como era evidente por la soberbia expansión y contracción de su pecho—, pero su sonrisa lo decía todo. Estaba bien, no le importaba; y cuando al final salieron a saludar todos juntos, la cogió del brazo y la sujetó con firmeza a su lado.
—¡Has estado magnífica! —musitó mientras el telón subía y bajaba; y al contacto con su mejilla, pues le había hablado al oído, Julia sintió un delicioso escalofrío que le recorría todo el cuerpo como un trago de vino.
¡Eso, eso era vida! El aire viciado era para ella como una cálida brisa, las personas del público —buenas y malas, limpias y mugrientas— eran sus amigos, su familia, los partícipes de su alegría. Si alguna vez se sintió Julia en comunión con la naturaleza, fue en ese momento. Y si la naturaleza con la que así comulgaba era exclusivamente humana, y por tanto (como se suele creer) menos pura, menos elevada que la inanimada, era culpa de las circunstancias. Los árboles y las montañas la esperaban en Saboya.
A unos quinientos kilómetros de allí, la anciana señora Packett se incorporó en la cama y miró la hora. Eran las diez y media; se había acostado demasiado temprano. Susan siempre insistía en que su abuela se fuera pronto a la cama cuando el día siguiente tenía algo de especial y luego, por la mañana, la hacía levantarse tarde.
—¡Pamplinas! —dijo en voz alta.
Se estiró entre las frescas sábanas perfumadas de lavanda: aún sentía aquel viejo cuerpo resistente y vigoroso, con las articulaciones algo agarrotadas, pero muy capaz de permanecer levantado hasta una hora razonable. Esa tarde había estado un poco nerviosa, desde luego, pero quién no lo estaría con una nuera resucitada cerniéndose sobre ti. ¿Acaso no tenía ya a un extraño prácticamente viviendo con ellas? «No he venido aquí para organizar fines de semana campestres —pensó molesta la señora Packett—, sino para descansar y para que Susan perfeccione el francés». Pero Susan, por una vez, estaba siendo poco razonable: en lugar de dedicarse en paz a su Molière, había tenido que enamorarse y adoptar una ridícula actitud de mártir ¡y escribir una absurda carta a una madre a la que apenas conocía! La señora Packett ya no temía la influencia de Julia —Susan (como sabía su abuela mejor que nadie) había pasado la etapa de la juventud maleable—, sino una invitación más de las que cualquier mujer normal podría soportar…
«Dejo que me domine —pensó—. Es una mala costumbre para las dos». Luego, sin querer, sonrió; la tiranía de Susan era muy agradable. Hacía que una se sintiese… preciada. Te mantenía a la altura. Susan era muy exigente, por ejemplo, con los sombreros de su abuela: siempre iba directa a la sección de modelos exclusivos y no miraba nada por debajo de las dos guineas. Una vez, por uno de paja negro con fruncido de terciopelo, le hizo pagar cinco. «Es la forma —le había explicado—. Con él pareces una Romney». La señora Packett siempre cedía. Aún era muy dada a las chaquetas de lana y a las pecheras bordadas, pero sus sombreros eran dignos de admiración…
«Julia nunca se preocupaba», pensó de pronto. Julia nunca se había preocupado de nada. Era buena chica, a su manera, muy dócil y solícita, pero siempre tenía ese aire de estar viva solo a medias… ¡Y luego se fue así sin más, sola, y no volvió nunca! Debía de haber algo en ella, algo que Barton estaba reprimiendo, para lo cual fuese un ambiente hostil. La señora Packett reflexionó sobre aquello. En su juventud, antes de casarse, ella misma había pensado a menudo en vivir a su aire criando spaniels. ¿Acaso Julia tendría ideas similares? No había vuelto a casarse, al parecer, pero ¿qué había hecho con las siete mil libras? ¿Se había limitado a seguir cobrando las rentas? «Yo en su lugar —se dijo decidida—, habría abierto un pequeño negocio». A lo mejor lo había hecho; tal vez en ese momento estaba dejando atrás un salón de té, o una sombrerería, o una floristería de alto copete y, en ese caso, era de esperar que tuviese una encargada en la que podía confiar.
La señora Packett dio una cabezada, se revolvió y se espabiló otra vez. La villa, como el pueblecito que quedaba a sus puertas, estaba muy tranquila y por la ventana abierta entraba una brisa con dulce olor a pino.
«Le vendrán bien unas vacaciones», pensó, pues por algún motivo, en su duermevela, había llegado a la firme convicción de que Julia tenía una pastelería. Disfrutarían hablando largo y tendido sobre ello: seguro que conocía todo tipo de recetas nuevas y, si lograban sacar a Anthelmine de la cocina, incluso podrían probar alguna…
—Tartaletas —murmuró la señora Packett, y con ese grato pensamiento se sumió al fin en un plácido sueño.
Mientras tanto, en el taxi que iba de la sala de variedades a la estación de Lyon, Julia recibía una propuesta de matrimonio. Apasionado pero respetuoso (Julia lo mantenía alejado, en realidad, con un codo apoyado en su pecho), Fred Genocchio le ofrecía su mano, su corazón, su dinero del banco y su casa en Maida Vale.
—¡Quédate! —le suplicaba—. Quédate conmigo, que es tu sitio, Julie, y nos casaremos lo antes posible. En cuanto termine la semana, los demás pueden volver y tendremos una luna de miel normal. Eres la estrella del espectáculo, Julie, ¡estás hecha para esto y te quiero así! Y tú también me quieres, Julie, ¡sabes que es cierto!
Sí que lo quería. Dejó caer el codo y, durante un largo minuto, se abandonó a la sobrecogedora sensación del abrazo de un trapecista. El movimiento del taxi los lanzaba de un lado a otro: primero la espalda de Julia, luego la de Fred, golpeaban bruscamente la tapicería, pero ninguno se daba cuenta.
—Te quedarás —dijo Fred.
Su voz rompió el hechizo. Julia abrió los ojos, miró distraída más allá de sus hombros y al fin se fijó en dos manchas blancas que destacaban en la oscuridad. Eran las etiquetas de su equipaje, con una dirección que había escrito en Londres tan solo veinticuatro horas antes: «Les Sapins, Muzin, près de Belley, Ain».
—¡No puedo! —exclamó—. ¡Tengo que ir con mi hija!
Se apartó de él y notó que Fred se agarrotaba a su lado.
—¡Tu hija no te necesita tanto como yo!
—¡Sí, Fred! Es infeliz, y tiene problemas, ¡y me está esperando! No me ha necesitado durante muchos años…
—Entonces podrá arreglárselas sin ti ahora. Julie, querida…
—No —zanjó Julia.
Su congoja no era menos profunda. Saber que sufría, desesperado, cuando con una sola palabra ella podía arreglarlo todo, era una angustia tan opresiva que apenas podía respirar. No estaba en su naturaleza negarse: si tenía amantes con más liberalidad que la mayoría de las mujeres era en gran parte porque no soportaba ver tristes a los hombres cuando era tan fácil hacerlos felices. Su sensualidad era a medias compasión; no podía atarlos corto, razón por la que quizá solo uno se había casado con ella, y ahora —¡qué amargura!—, cuando Fred también quería casarse, tenía que rechazarlo…
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