Margery Sharp - El árbol de la nuez moscada

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El árbol de la nuez moscada: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras la muerte de su joven marido en la Gran Guerra, Julia Packett decidió dejar a su hija Susan con su aristocrática suegra e irse a Londres a perseguir su sueño de ser actriz. Ahora, a sus 37 años y sin blanca, recibe una carta en la que Susan le anuncia sus planes de boda. Con un renovado espíritu maternal, Julia agarra sus escasos bártulos y viaja a Les Sapins, la preciosa villa alpina donde veranean la abuela Packett, Susan y Bryan Relton, el prometido. Una vez allí, comienza un impredecible festival familiar: la abuela persigue a Julia por toda la villa con sus recetas de repostería; Bryan parece más interesado en gastar las libras de su asignación que en generarlas y Julia se agota representando el papel de dama recatada para agradar a su perfecta y estirada hija. La llegada a Les Sapins de sir William Waring, tutor legal de Susan, será la deliciosa guinda que le faltaba a este disparatado pastel.

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«Será el desayuno», pensó y, ansiosa por estar donde tocaba cuando tocaba —otra forma de humildad—, se cubrió a toda prisa y volvió corriendo a la habitación. No había nadie, pero sobre la mesa del desayuno habían aparecido panecillos y miel. Preocupada por si la sorprendían con un aspecto inapropiado, Julia se cambió la bata por un vestido de piqué blanco y se empolvó rápidamente la nariz. Y menos mal que lo hizo, pues segundos después llamaron a la puerta y, detrás de esa puerta, había una cafetera y, llevando la cafetera, estaba su hija Susan.

3

En cuanto la vio, a Julia le dio un vuelco el corazón. Susan era hermosa, de una belleza muy femenina. Tenía la estatura y la figura esbelta de los Packett, el cabello rubio de los Packett y los ojos de ese gris claro tan poco común sin una sola mota ni sombra de matices azules. No había nada de Julia en ese rostro ni en su dulce y virginal tono de voz.

—Buenos días —dijo la joven.

Aún sostenía la cafetera en las manos (¿tal vez a modo de protección?), de forma que Julia, preparada para un abrazo, tuvo que replegarse antes de contestar.

—Buenos días. —Intentaba que no le temblara la voz—. Buenos días, Susan.

La muchacha dejó la jarra sobre la mesa (¿sentiría que el peligro había pasado?) y esbozó una sobria sonrisa.

—Sí —le confirmó—. Soy Susan. Espero que no te moleste que no haya ido a la estación, pero…

—Esto es mucho más agradable —se apresuró a concluir Julia.

—La abuela estaba escandalizada, pero creí que tú lo entenderías. —(¡Eso, por lo menos, era alentador!)—. También le resulta chocante —siguió Susan, sonriendo de nuevo— que no la haya dejado levantarse para recibirte. Ahora mismo está sentada en la cama, esperando a que termines de desayunar. Quería tenerte un rato para mí sola, antes de nada.

Aquellas palabras tan gratas, dichas con una voz tan seria y encantadora, colmaron a Julia de regocijo maternal. Era, no obstante, un regocijo aún un poco constreñido: mientras se sentaba a la mesa y dejaba que Susan le sirviera el café, la extraña sensación que había tenido en el cuarto de baño volvió a apoderarse de ella. ¿De verdad era su hija esa jovencita que se afanaba con diligencia sobre la bandeja del desayuno? ¿Era esa casa extraña y desangelada un hogar en el que ella misma tenía de verdad los derechos de una hija? No parecía real. Nada parecía real, ni siquiera el pan que se había llevado a la boca y que tuvo que hacer un esfuerzo por tragar…

—¿Estás nerviosa? —le preguntó Susan de improviso—. Yo sí.

A Julia se le iluminó el rostro.

—Solo hasta que lo has dicho.

Entonces se levantó, llevada por un impulso, pero aún se sentía demasiado cohibida para darle un beso. Susan, a pesar de su gran encanto, no parecía de las besuconas. Cuando aquello se le pasó por la cabeza, le picó la curiosidad de saber algo sobre su joven pretendiente.

—¡Háblame de él! —exclamó con ímpetu al tiempo que iba a sentarse en el banco de la ventana con los oídos y el corazón abiertos.

Susan, sin embargo, tenía sus propios planes. Sonrió cordial, pero negó con la cabeza.

—Se llama Bryan Relton, tiene veintiséis años y es abogado. Se labrará una buena posición. Lo conocerás en el almuerzo, pero no vale la pena hablar de eso ahora, ¿no crees? En fin, hasta que nos conozcas a los dos, no es justo pedirte tu opinión.

Muy correcta, pensó Julia, pero aun así sabía lo que significaba. «No es justo» significaba «es inútil» y, aunque la apreciación era de lo más sensato, tanta racionalidad, en una chiquilla enamorada, se le antojó excesiva. ¿O era más bien prudencia? ¿Era Bryan Relton uno de esos jóvenes de los que no se puede decir mucho, pero que solo tienen que dejarse ver para arrasar con todo? Julia no pensó demasiado en ello; estaba muy ocupada contemplando a su hija. Cuanto más la mirabas —y Susan estaba ahora sentada muy cerca, en el banco de la ventana—, más perfecta la veías. Sus preciosas orejitas apenas se despegaban de la cabeza; sus bellas manos, morenas pero bien cuidadas, nacían delicadas de las muñecas como brotan las hojas de un esbelto tallo. ¡Y era tan limpia! Julia también era limpia, se bañaba todos los días siempre que hubiera gas, pero la de Susan era la limpieza de un manantial, algo tan intrínseco a su naturaleza como su estatura o sus ojos grises.

«No me extraña que esté loco por ella —pensó, volviendo, aunque en silencio, al tema prohibido—. Seguro que es muy poético». Se lo imaginaba alto y delgado y muy serio, de los que aman una vez y para siempre, y también mayor de lo que era en realidad, puesto que en general son los hombres por encima de los treinta los que más atraídos se sienten por la inocencia virginal.

—Apuesto a que la considera una especie de ángel —musitó con aprobación…

—¿Cómo prefieres que te llame? —le preguntó Susan de pronto—. Pareces muy joven para llamarte «madre».

Julia sintió una punzada de desilusión. Claro que quería que la llamase «madre», ¿acaso no había ido hasta allí desde Inglaterra con ese propósito? Quería que la llamase «madre», «mamá», «mami», pero por el tono de Susan supo de inmediato que ninguno de esos términos le parecería aceptable. Igual que antes, había sido muy correcta, pero detrás del tributo a su aspecto, Julia adivinó un encogimiento, una vergüenza, que a su carácter cariñoso le costaba entender.

En lugar de contestar directamente, le dijo con cierta melancolía:

—No te imaginas cuánto me alegró recibir tu carta. Sé que nunca he sido para ti lo que debía… Y fue por mi culpa. Me hace muy feliz que aun así acudieras a mí. Entiendo que no soy como…

En ese momento se interrumpió: el bochorno de su hija era ahora evidente. Susan se había levantado y miraba por la ventana sin pestañear.

—Creo que hiciste muy bien —repuso esta apresurada—. Querías vivir tu propia vida y lo hiciste. No soporto a la gente que se sacrifica a las ideas de los demás. Si quieres saberlo, siempre te he admirado.

—¿Has…? ¿Has sido feliz con ellos? —le preguntó Julia angustiada.

—Muy feliz. La abuela es un encanto, como lo era el abuelo. Y estoy segura de que yo los he hecho felices a ellos. De algún modo, he sido un consuelo por la pérdida de mi padre. —Entonces se dio la vuelta y la miró expectante—. Me gustaría que me hablases de él.

El momento había llegado, ese momento de intimidad, de la larga charla madre-hija que Julia tanto anhelaba. Y sin embargo, en lugar de sentir el corazón dando saltos de alegría, se le cayó el alma a los pies. A la hora de la verdad —cuando la imagen de Sylvester Packett debería haber vuelto íntegra y nítida a su pensamiento—, descubrió que apenas recordaba nada de él.

4

—Era teniente primero de Artillería… —empezó Julia con cautela, pero enseguida se paró. Hubo muchos tenientes primeros, muchos de ellos de Artillería, y todos se parecían. Jóvenes, cansados, de una alegría temeraria, pero nunca… nunca presentes del todo. Nunca del todo contigo, como si se hubieran olvidado una parte de sí mismos en otro sitio. Podías salir a cenar con uno de ellos y estar pasándotelo de maravilla y, de repente, su mirada se cruzaba con la de otro hombre en la otra punta del salón, o de uno que se paraba junto a vuestra mesa, y en ese instante se habían ido y te habían dejado atrás. Parecía como si la guerra fuese una especie de cuarta dimensión en la que desaparecían sin darse cuenta, incluso estando entre tus brazos… Así que nunca llegabas a conocerlos de verdad —al menos no las Julias— y ¿cómo podías recordar a alguien a quien no habías conocido bien?

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