—Señorita Pym, no ha probado usted aún mi pastel —dijo Dakers quien, del modo más desvergonzado, reclamaba constantemente las atenciones de Lucy como si de una vieja amiga se tratara; en ese momento se había recostado sobre su silla, con las piernas colgando hacia delante como las de una muñeca de trapo.
—¿Cuál es el tuyo? —preguntó Lucy mientras paseaba la mirada sobre los variados productos en exposición, muy por encima de la media del habitual pan con mantequilla de la escuela y de los bollos que se pueden ver en el mercado de los domingos.
La contribución de Dakers era un hermoso pastel de chocolate de dos pisos con cobertura de mantequilla escarchada. Lucy decidió entonces que como gesto de amistad (y quizá también de gula) debía olvidarse por el momento de los kilos de más.
—¿Siempre traes tus propias tartas para el té de los domingos?
—¡Ay, no! ¡Esta es en su honor!
Nash, sentada a su lado, se rio.
—Lo que tiene ante usted no es sino una colección de esqueletos ocultos hasta ahora en los armarios de la escuela. No hay ni una sola estudiante de educación física que no sea en secreto una comedora compulsiva.
—No ha habido ni un solo instante en todos mis años de escuela en que no estuviera muerta de hambre. Solamente la vergüenza me impide devorar el desayuno, y media hora más tarde ya estoy tan hambrienta que me comería un caballo en mitad del gimnasio.
—Por eso mismo, nuestro único crimen es... —comenzó a decir Rouse, hasta que Stewart le propinó de repente tal patada en el trasero que por poco se cae hacia delante.
—Hemos puesto nuestros sueños a sus pies —se burló Nash, intentando quitarle importancia a lo que había pasado—. Y también una fina capa de carbohidratos, por supuesto.
—También hemos mantenido un solemne cónclave para ponernos de acuerdo en cómo debíamos vestirnos para usted —dijo Dakers mientras cortaba el resto de su pastel para las demás, al parecer sin darse cuenta de que no había sido muy equitativa—. Pero finalmente decidimos que no parecía ser usted demasiado exigente. —Y viendo que esto despertaba las risas de la concurrencia se apresuró a añadir—: ¡En el mejor de los sentidos, quiero decir! Todas pensamos que usted preferiría vernos tal como somos.
Iban vestidas del modo más variopinto; según el gusto o la necesidad del momento. Algunas vestían pantalones cortos, otras, túnicas holgadas y muchas de ellas, vestidos de seda de adecuados tonos pastel. No había vestidos de flores, pues Desterro estaba tomando el té con las monjas del convento de Larborough.
—Además —dijo Gage, que tenía el aspecto de una muñeca holandesa y que también había resultado ser la cabeza de cabellos oscuros que había aparecido la otra mañana en la ventana al otro lado del patio susurrando exabruptos para que alguien despertase a Thomas con el fin de hacer callar de una vez a Dakers—, por mucho que quisiéramos hacer honor a su presencia en la escuela, señorita Pym, cada momento cuenta para nosotras en esta época de exámenes finales. Incluso una verdadera virtuosa en el arte de vestirse con rapidez y experimentada estudiante de último curso, necesita al menos cinco minutos para dar con el traje idóneo para el domingo. De modo que aceptando de tan buen grado hoy nuestros harapos también ha contribuido usted —Se detuvo un momento para contar a la concurrencia y para hacer algún tipo de cálculo mental—, digo, ha contribuido con una hora y veinte minutos extra a la suma de nuestros conocimientos.
—Puedes restar de ahí mis cinco minutos, querida —dijo Dakers mientras relamía su cucharilla con lengua experta—. Yo me he pasado la tarde entera estudiando el córtex cerebral y he llegado a la conclusión de que debo carecer por completo de él.
—Eso es imposible —dijo la escocesa haciendo gala de una mente bastante literal y con un acento de Glasgow que hacía pensar en un chorro de sirope derramándose por una cucharilla. Nadie pareció tener en cuenta su pequeña precisión de lo que resultaba obvio.
—Personalmente —dijo O’Donnell—, creo que la parte más infame de toda la fisiología son las vellosidades. ¡Imagínese tener que dibujar en secciones algo que consta de siete partes diferentes y mide la veinteava parte de una pulgada!
—¿Tenéis que aprenderos el cuerpo humano con tanto detalle? —preguntó Lucy.
—¡Para el martes por la mañana! —dijo Thomas, la dormilona—. Después podremos permitirnos olvidarlo durante el resto de nuestras vidas.
Lucy recordó entonces que se había prometido a sí misma hacer una visita al gimnasio el lunes por la mañana y se preguntó si las chicas estarían obligadas a seguir su actividad física habitual durante la semana de los exámenes finales. «¡No, no!», le aseguraron. No con la Exhibición a tan solo quince días. La Exhibición, según le explicaron, ocupaba el segundo puesto, por muy poco, en el escalafón de las mayores amenazas, después de los exámenes finales.
—Todos los padres vienen de visita —dijo una de las Discípulas—, y...
—Los padres de todas nosotras, quiere decir —apuntó otra de sus condiscípulas.
—Y visitantes de los colegios rivales, y todos los...
—Los representantes de todas las administraciones de Larborough —añadió una tercera. Al parecer, cuando una discípula comenzaba a hablar las otras se sumaban de manera automática.
—Y todos los peces gordos del condado —dijo para finalizar la cuarta.
—¡Terrible! —sentenció la primera, resumiendo.
—A mí me gusta la Exhibición —dijo entonces Rouse. Y una vez más cayó sobre el grupo un extraño silencio.
No fue un signo de hostilidad sino mero desinterés. Las chicas la miraron un instante y sin expresión alguna volvieron a centrarse en lo que las ocupaba. Nadie hizo ningún comentario sobre lo que había dicho y su indiferencia la convirtió por unos instantes en una especie de exiliada.
—Creo que es divertido mostrarle a la gente lo que mejor sabemos hacer —añadió con una leve nota defensiva en su voz.
También hicieron caso omiso de ese comentario. Nunca había sido testigo la señorita Pym de una muestra tan perfecta del típico silencio inglés en toda su honda crueldad. E inmediatamente volvió a sentir que sus simpatías se decantaban por aquella chica.
Rouse, sin embargo, no pareció acusar el golpe. Contempló los platos que tenía delante y se limitó a coger un trozo de pastel.
—¿Queda algo de té? —preguntó.
Nash se inclinó hacia delante para comprobarlo y Stewart retomó la conversación en el punto en que las Discípulas la habían dejado.
—Lo que sí es terrible es tener que esperar el resultado del sorteo de puestos.
—¿Puestos? ¿Te refieres a empleos? ¿Y por qué una lotería? Supongo que al menos sabréis a qué oficio aspiráis, ¿no es así?
—En realidad, pocas de nosotras tenemos la necesidad de participar en el sorteo —explicó Nash, mientras servía más té—. Por lo general hay puestos suficientes a los que aspirar en colegios de todo el país. Centros que han contratado a alumnas de Leys en años anteriores escriben a la señorita Hodge cuando tienen alguna vacante para que les sugiera nuevas candidatas. Si se trata de puestos serios o de responsabilidad ella suele ofrecerles a alguna estudiante que esté a punto de terminar y que sienta la urgencia de cambiar de centro. Pero normalmente las vacantes son ocupadas por estudiantes cuando ya tienen su diploma.
—¡Menuda ganga! —dijo una discípula.
—¡Nadie trabaja tan duro como ellas! —dijo la segunda.
—¡Ni por menos dinero! —añadió la tercera.
—¡Ni con más gracia! —sentenció la cuarta.
—Así que ya ve —dijo Stewart—, el momento más agónico del curso es cuando la señorita Hodge te llama a su despacho para revelarte cuál va a ser tu destino.
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