Juan Pedro Cavero Coll - El pueblo judío en la historia

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El pueblo judío en la historia: política, sociedad, religión y cultura aborda ―centrándose en los judíos― algunos de los principales aspectos que suelen caracterizar la vida de las personas y que, por tanto, contribuyen a identificar a las civilizaciones y a ciertos grupos sociales.
Combinando la exposición objetiva de los hechos con citas de otros autores y a veces opiniones propias, a lo largo del libro Cavero Coll va desgranando y explicando con sencillez cuestiones en ocasiones complejas pero de gran importancia histórica y con frecuencia tratadas ―a veces con superficialidad e incluso equivocadamente― en numerosos medios de comunicación nacionales e internacionales.
Desde el punto de vista político, el lector conocerá con claridad el origen y el desarrollo del conflicto de Oriente Próximo, así como los hitos principales que van llevando a su solución. Asimismo, el libro explica la situación actual ―demográfica y sociológica― de los judíos en Israel y en la diáspora, cómo estos últimos son percibidos por sus compatriotas no judíos y cuáles son los retos fundamentales del pueblo judío en el presente y en el próximo futuro.
Cavero Coll aborda la religión desde varias perspectivas. En un capítulo explica el judaísmo y sus principales corrientes actuales; después expone los fundamentos teológicos del cristianismo y relaciones teológicas y políticas entre la Iglesia y el pueblo judío; y a continuación, el autor muestra cómo los musulmanes consideran el judaísmo y a qué retos se enfrenta la religión de Mahoma.
El último capítulo ofrece una amplia perspectiva sobre la contribución de los judíos ―como pueblo e individualmente― a la cultura universal, dando a conocer numerosos nombres de judíos que han realizado significativas aportaciones en los más variados campos de las ciencias, las técnicas, las artes y el deporte.

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«Foreign Office, 2 de noviembre de 1917:

«Querido Lord Rothschild:

«Tengo el placer de transmitirle, en nombre de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía hacia los ideales sionistas judíos, que ha sido presentada y aprobada por el Gabinete:

«“El Gobierno de Su Majestad considera con benevolencia la creación de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina y hará todo lo posible para facilitar la consecución de este objetivo; naturalmente, no debe emprenderse ninguna acción que pudiera perjudicar los derechos religiosos o civiles de las comunidades no judías que habitan en Palestina ni la situación jurídica civil de los judíos que viven en otros países”.

«Le quedaría agradecido si usted quisiera hacer llegar esta declaración a la asociación sionista.

«Atentamente

«Arthur James Balfour»

Desde que Palestina quedó bajo el mandato de la Sociedad de Naciones (1922) su población judía, que hasta entonces no llegaba al 10% del total, creció extraordinariamente. Las perspectivas que se ofrecían impulsaron a decenas de miles de judíos a abandonar Europa, en particular Rusia, para establecerse en aquellas tierras añoradas. Esta ola migratoria se completó con otras dos que, procedentes de Polonia y Alemania, tuvieron lugar antes de la Segunda Guerra Mundial. Gracias al alto nivel de especialización científica de muchos de los recién llegados, la región comenzó a desarrollarse con rapidez. Como las anteriores, las nuevas aliyás contribuyeron decisivamente a fortalecer la sociedad judía del futuro Israel.

Pero no podía olvidarse la secular presencia árabe en aquellas tierras. Desde el principio, a pesar de los buenos resultados conseguidos en reuniones a alto nivel entre judíos y árabes, la mayoría de estos se negaron a la creación del estado de Israel. El rechazo se expresó tanto en el primer Congreso Nacional Palestino (1919), que se opuso a la «Declaración Balfour», como en ataques contra las colonias judías, que los árabes consideraban ajenas a su entorno social. Pese a no existir «conciencia de nación» en las aldeas árabes, la fuerza del movimiento sionista aunó los intereses de aquel pueblo que, hasta entonces, no había ejercido nunca una soberanía nacional que empezó a echar en falta. Se trataba indudablemente de un interés legítimo, como en el caso judío, aunque con antecedentes históricos distintos.

Consciente de la importancia de gozar del apoyo de un pueblo tan numeroso, el gobierno británico comenzó a mostrar sus preferencias por la causa de los árabes. Gracias a su presión, en 1923 Gran Bretaña aceptó la autonomía del emirato de Transjordania, al oeste del río Jordán. El territorio administrado directamente por los ingleses quedó así reducido en tres cuartas partes. Pero los dirigentes árabes rechazaron también la posibilidad de perder un futuro control de la parte restante y procuraron frenar la inmigración judía.

Para controlar mejor la situación y tranquilizar a los árabes, las autoridades británicas hicieron público en 1922 el Libro Blanco, al que siguió otro Libro Blanco en 1930, y otro en 1939. En estos «Libros Blancos» se fijaban las directrices generales inglesas en la zona, más proclives a los intereses árabes que a los sionistas, y se expresaba la pretensión de establecer límites a la inmigración de judíos procedentes de otros países. También se aprobaron leyes que procuraban frenar la compra-venta de tierras entre judíos y árabes, como el Land Transfer Regulations Act de 1939, que dividió el territorio palestino en tres zonas: en la más extensa (63% del total de la tierra) se prohibió vender tierra a judíos; en otra zona (32% del territorio) la venta quedó condicionada, reduciéndose la libre transferencia de terrenos a una tercera zona que sólo suponía el 5% de la superficie palestina. Pero ni las medidas que limitaron la inmigración ni las relativas al intercambio de terrenos tuvieron efectividad, y la presencia judía siguió aumentando en personas y en propiedades.

Como consecuencia, la corriente árabe más radical ganó adeptos y estalló la violencia. Desde 1936 los extremistas árabes, apoyados por Egipto, Siria, Iraq y varias potencias europeas se unieron contra judíos, ingleses y árabes moderados, que sí deseaban la convivencia de ambos pueblos. La insostenible situación de violencia condujo a las autoridades británicas a proponer un nuevo reparto del territorio que seguían administrando directamente, es decir, el que quedaba tras la primera y más importante división de Palestina. Los extremistas palestinos, al mando de Hadj Amin ―gran mufti o jefe religioso musulmán de Jerusalén― se negaron en rotundo a aceptar el plan: así mostraban su rechazo a cualquier entendimiento, porque conseguir sus propósitos implicaba negar toda concesión a los judíos. Estos, por el contrario, sí habían admitido el plan inglés del segundo reparto.

Lo acontecido en Europa central durante este tiempo no resultó ajeno en Oriente Próximo. El ascenso del nazismo en Alemania desencadenó una huida masiva de judíos germanos, que no pudieron entrar legalmente en Palestina a causa de la prohibición inglesa. La negativa británica continuó, a pesar de conocerse las vejaciones nazis a los judíos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial y difundido el alcance del Holocausto, el asesinato de un tercio de la judería mundial ejerció, como no podía ser menos, una tremenda sacudida en los dos tercios restantes.

Si hasta entonces el apoyo a los ideales sionistas había despertado entre los judíos escaso entusiasmo, millones de muertos fueron argumentos de peso para convencer a muchos miembros de las comunidades hebreas que aún quedaban. Se consideró necesario y urgente poner todos los medios para encontrar un lugar donde ser judío no constituyera un peligro potencial, un factor de aislamiento social o un riesgo de permanecer en la pobreza. ¿Y qué mejor para conseguirlo que respaldando la creación del estado de Israel? Más que argumentos religiosos, fundamentales para tantos, el Holocausto fue el motor inesperado de lo que algunos han llamado «nacionalismo de diáspora».

Las nuevas circunstancias apremiaron a colaborar a las comunidades judías del mundo entero. La Aliyá Bet o inmigración clandestina promovida por el Yishuv (los judíos residentes en el Mandato británico de Palestina) consiguió introducir en Palestina a miles de rescatados de los campos de concentración. Y la Agencia Judía, órgano rector de la población hebrea presidido por David Ben Gurión, comenzó a recibir importantes cantidades de dinero de la diáspora, que respondió generosamente a las peticiones de ayuda de Golda Meir, embajadora de la causa sionista. La defensa de la población judía fue encargada a una organización militar, la Haganah; fundada en 1920, esta institución aumentó su protagonismo desde los años treinta, al multiplicarse los problemas y constatarse la necesidad de proteger más los intereses judíos.

Las dificultades no frenaron el desarrollo de instituciones políticas, económicas y sociales que en el futuro cimentaran con firmeza la construcción de un nuevo país. Muchos eran los inconvenientes, pero también las ventajas: entre ellas, la buena formación académica de numerosos inmigrantes, cuyo trabajo pronto contribuyó a elevar el nivel de vida. La asamblea constituyente, embrión del futuro parlamento israelí, asumió en 1920 la más alta representación política y desde el mismo año la Histadruth o Confederación General de Trabajadores ―de tendencia socialista― emprendió la defensa de los intereses sociales. El esfuerzo de cimentación nacional se benefició desde el exterior gracias al creciente apoyo de judíos de la diáspora, cada vez más convencidos de las ventajas de apoyar la existencia de un estado judío.

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