– Es mi prisionero, capitán.
No pareció oírme. Su perfil obstinado era de granito, resuelto y mortal. Los ojos, que la lluvia agrisaba, parecían del mismo acero que la hoja que empuñaba. Vi tensarse los músculos, venas y tendones de su mano, dispuesta a clavar.
– ¡Capitán!
Me interpuse, casi encima de Malatesta. Mi amo me apartó con un movimiento brusco, la mano libre alzada para abofetearme. Sus ojos me traspasaron como si el cuchillo me lo fuese a meter a mí.
– ¡Se me rindió!… ¡Es mi prisionero!
Parecía una pesadilla en el centro de aquella esfera húmeda y sucia, la lluvia cayéndonos encima, el barro donde forcejeábamos, la respiración agitada del capitán, el aliento de Malatesta a un palmo de mi cara. El capitán apretó más. Sólo la fuerza que yo hacía sujetándole el brazo impedía al cuchillo seguir su camino.
– Alguien -insistí- tendrá que explicar a la justicia lo que ha pasado.
Mi amo no apartaba los ojos de Malatesta, que echaba atrás la cabeza cuanto podía, aguardando el golpe final con las mandíbulas apretadas.
– No quiero que a vuestra merced y a mí -dije- nos torturen como a cerdos.
Era cierto. La sola idea me aterrorizaba. Al fin noté que el capitán aflojaba, crispada aún su mano en torno al mango del cuchillo, como si la cordura de mis palabras le calara poco a poco en el juicio. A Malatesta le había calado ya.
– Joder, rapaz -exclamó cayendo en la cuenta-. Déjalo que me mate.
– Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina, le ofreció una jarra de vino al capitán Alatriste.
– Debes de tener una sed de mil demonios.
El capitán aceptó la jarra. Estábamos sentados en los escalones del porche de la casa de La Fresneda, rodeados de guardias reales armados hasta los dientes. Afuera, la lluvia repiqueteaba sobre las mantas que cubrían los cuerpos de los cuatro sicarios muertos en el bosque. Al quinto, maltrecho por los golpes de Rafael de Cózar, con una brecha en, la cabeza y un par de puñaladas de barato, se lo habían llevado en unas angarillas, más muerto que vivo. Para Gualterio Malatesta el trato era especial: el capitán y yo lo vimos alejarse caballero en una triste mula, con grilletes en las manos y en los pies, cercado de guardias. Al cruzarnos por última vez, sucio, derrotado, sus ojos inexpresivos se habían posado en nosotros cual si no nos hubiera visto en la vida. Me vinieron a la cabeza sus postreras palabras en el bosque, con el cuchillo del capitán apoyado en la garganta. Y era cierto: más le habría valido morir, pensé imaginando lo que le aguardaba, el interrogatorio y la tortura para que contase cuanto sabía de la conspiración.
– Y creo -añadió Guadalmedina bajando un poco la voz que te debo una disculpa.
Acababa de salir del pabellón tras larga parla con el rey. Mi amo mojó el mostacho en el vino, sin responder. Parecía muy cansado, el pelo revuelto y el rostro con huellas de barro y de fatiga, la ropa húmeda, destrozada por la pelea entre los arbustos. Me miró con sus ojos glaucos, fríos, y luego se volvió a observar a Cózar, que estaba sentado algo más lejos, en un poyete del porche, con una manta sobre los hombros y una sonrisa beatífica en la cara, persignado de arañazos, una brecha en la frente y un ojo a la funerala. También a él le habían dado bebida que despachaba sin ayuda de nadie -en realidad llevaba tres jarras en el coleto-. Se le veía feliz, el orgullo y el vino desbordándole por los rotos del jubón. De vez en cuando hipaba, vitoreaba al rey, rugía como un león o recitaba, trastocados y por lo bajini, fragmentos de Peribáñez y el comendador de Ocaña. Los arqueros de la guardia real lo miraban pasmados, murmurando sobre si estaba borracho o habría perdido la chaveta:
Soy vasallo, es su querida, corro en su amparo y defensa; él quitarme el honor piensa, y yo le salvo la vida.
El capitán me pasó la jarra y bebí un largo trago antes de devolvérsela. El vino me alivió un poco la tiritona. Luego miré a Guadalmedina, seco, elegante, de pie ante nosotros, la mino apoyada con displicencia en la cadera. Había llegado justo para recoger los laureles tras leer mi billete al levantarse de la cama, galopando con veinte arqueros para encontrárselo todo resuelto: el rey ileso, sentado en una piedra bajo la gran encina del claro del bosque, Malatesta boca abajo en el barro con las manos atadas a la espalda y nosotros intentando reanimar a Cózar, que había perdido el conocimiento aferrado a su bravo, yaciente debajo y más maltrecho que él. Aun así, los arqueros nos acariciaron la gorja con sus espadas antes de hacerse idea cabal de lo ocurrido; y sólo cuando estaban a punto de acogotarnos sin que Guadalmedina opusiera una palabra en nuestro favor, el propio Felipe IV situó las cosas en su sitio. Que esos tres hidalgos -con tales palabras -dijo el rey- habían salvado su vida con mucho valor y riesgo. Con tan regia patente, nadie nos molestó; e incluso a Guadalmedina le cambió el humor. De modo que allí estábamos ahora, rodeados de guardias y con una jarra de vino en la mano, mientras Su Católica Majestad era atendido dentro y las cosas volvían a ser -no sé si mejores o peores- lo que siempre fueron.
– Álvaro de la Marca hizo traer otra jarra, chasqueando los dedos. Cuando un sirviente se la puso en la mano, la levantó en obsequio del capitán.
– Por lo de hoy, Alatriste -dijo sonriente, haciendo la razón-. Por el rey, y por ti.
Bebió, y luego alargó desde arriba una mano enguantada para estrechar la de mi amo, o para ayudarlo a ponerse en pie, esperando que éste se sumara al brindis. Pero el capitán permaneció sentado e inmóvil, su jarra en el regazo, ignorando la mano extendida. Miraba caer la lluvia sobre los cadáveres alineados en el barro.
– Quizás… -empezó a decir Guadalmedina.
De pronto calló, y vi desvanecerse la sonrisa en sus labios. Me miró, y desvié la vista. Estuvo así un momento, observándonos. Luego dejó muy despacio la jarra en el suelo y volvió la espalda, alejándose.
Permanecí callado, sentado junto a mi amo, escuchando el rumor del agua sobre el techo de pizarra.
– Capitán -murmuré al fin.
Sólo eso. Sabía que era suficiente. Sentí su mano áspera apoyarse en mi hombro, y luego darme un golpecito suave en el pescuezo.
– Seguimos vivos -dijo al fin.
Me estremecí de frío y de recuerdos. No pensaba sólo en lo ocurrido esa mañana en el bosque.
– ¿Qué será de ella ahora? -pregunté en voz baja.
No me miró.
– ¿De ella?
– De Angélica.
Estuvo un rato sin despegar los labios. Contemplaba pensativo el camino por el que se habían llevado a Gualterio Malatesta, rumbo a su cita con el verdugo. Después movió la cabeza y dijo:
– No se puede ganar siempre.
Sonaron voces alrededor, ruido de armas, pisadas marciales. Los arqueros formaban a caballo, escarchadas de lluvia sus corazas, mientras un coche de cuatro caballos rucios se acercaba a la puerta. Apareció de nuevo Guadalmedina poniéndose un elegante sombrero enjoyado, entre varios gentilhombres de la casa real. Dejó resbalar la vista sobre nosotros y dio un par de órdenes. Sonaron más voces de mando, relinchos de caballos, y los arqueros se alinearon disciplinados, muy gallardos en sus monturas. Entonces el rey salió de la casa con botas, sombrero y espada. Había cambiado el indumento de cazador por un vestido de brocado azul. Cózar, el capitán y yo nos pusimos en pie. Todos se descubrieron menos Guadalmedina, que como grande de España tenía el privilegio de cubrirse ante el monarca. Felipe IV miró hacia lo alto, impasible, con el mismo gesto distante de cuando la escaramuza en el bosque. Anduvo por el porche hacia los carruajes, la cabeza erguida, pasó ante nosotros sin mirarnos y subió al coche que habían acercado a los escalones mismos. Guadalmedina iba a plegar el estribo y cerrar la portezuela, cuando el rey le dirigió unas palabras en voz baja. Vimos cómo Álvaro de la Marca se inclinaba para escuchar muy atento, pese al aguacero que le caía encima. Luego frunció el ceño, moviendo afirmativamente la cabeza.
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