Arturo Pérez-Reverte - El caballero del jubón amarillo

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Don Francisco de Quevedo me dirigió una mirada que interpreté como era debido, pues fui detrás del capitán Alatriste. Avísame si hay problemas, habían dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen más papel que uno. Y así, consciente de mi responsabilidad, acomodé la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un ratón, confiando en que esta vez pudiéramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habría sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qué punto la bellísima actriz María de Castro iba a complicar mi vida y la del capitán, poniéndonos a ambos en gravísimo peligro, por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos días anduvo literalmente al filo de una espada.

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Diego Alatriste volvió a asomarse a la linde del claro, resguardado tras un árbol. A veinte pasos había una peña entre retamas, al pie de una encina enorme; y junto a ella, un hombre joven con una escopeta en las manos. Era espigado, rubio, vestido con tabardo y calzones de paño verde, y tocado con sombrero de visera. Llevaba polainas altas, manchadas, de barro; y al cinto, desprovisto de espada, unos guantes doblados y un cuchillo de monte. Estaba inmóvil, erguido, de espaldas a la peña; la cabeza alta y un pie ligeramente adelantado. Como si con esa actitud pretendiera tener a raya a los cinco hombres que lo rodeaban en semicírculo.

Las voces del grupo llegaban hasta Alatriste, apagadas por el rumor de la lluvia. Sólo, a veces, una palabra aislada. El hombre vestido de cazador callaba, y era Gualterio Malatesta, cuya capa y sombrero negros relucían de agua, quien llevaba el gasto de la conversación. El italiano era el único que conservaba la espada en su vaina; a uno y otro lado, estrechando el semicírculo en torno al cazador, los otros sicarios, dos de ellos vestidos de monteros reales, tenían las espadas en las manos.

Alatriste se quitó el capotillo. Luego, olvidándose de pistola que llevaba al cinto, en cuyo cebo no podía confiar apoyó las manos en las empuñaduras del cuchillo y de la espada mientras, estudiando el terreno con ojo plático, calculaba distancia y tiempo para recorrerla. El hombre rubio, pensó con amargura, no parecía de mucha ayuda: seguía inmóvil, hierático, la escopeta en las manos, mirando a los asesinos que lo cercaban, el aire tan indiferente como si nada de aquello lo concerniese. Observó que, por hábito de cazada mantenía un faldón del tabardo sobre la llave de la escopeta para protegerla del agua. De no ser por la lluvia, el barro los cinco hombres amenazantes, se habría dicho que posaba para un retrato cortesano de Diego Velázquez. El capitán compuso una mueca a medio camino entre la admiración; el desprecio. Valor tal vez, se dijo. Pero también, y sobre toda estupidez y absurda compostura a la borgoñona. Al menos quedaba un amargo consuelo: ni siquiera sabiéndose en peligro de muerte, el rey por el que arriesgaba la vida perdía las maneras. Y eso estaba bien. Aunque quizá lo que ocurría era que aquel figurín palaciego no terminaba de creerse lo que estaba pasando, ni lo que iba a pasar.

A fin de cuentas, reflexionó Alatriste, qué infiernos le iba a él mismo en ello. Quién lo obligaba a jugársela por un fulano que no era capaz de mover una mano para defenderse; cual si esperase que bajaran los ángeles del cielo o salieran de la maleza sus arqueros de la guardia o sus tercios, apellidando a Dios y a España. Malas costumbres, las palatinas. Peor crianza. Lo pintoresco era que, en efecto, allí en el bosque estaban los tercios: él, Iñigo, Cózar, con la sombra de María de Castro suspendida en las gotas de lluvia. Siempre había algún imbécil a mano, dispuesto a dejarse matar. El r cuerdo lo estremeció de cólera. Voto a Dios y a quien lo engendró, que seria no poca justicia que aquel boquirrubio, aficionado a gozar de lances sin riesgo y mujeres ajenas, le viera los colmillos al jabalí. Allí no había Guadalmedinas para sacarle las castañas del fuego. Pardiez. Que pagara el precio que, tarde o temprano, pagaban todos. Con Gualterio Malatesta enfrente, aquel precio iba a ser al contado.

– Entregue la escopeta vuestra majestad.

Esta vez las palabras del italiano llegaron claras hasta Alatriste, que se mantuvo oculto tras el árbol, contemplando la escena con malsana curiosidad. Las posibilidades del rey eran mínimas: el cuchillo de montero no contaba, carecía de espada, y en el mejor de los casos todo se reduciría a un tiro de escopeta, si estaba cargada y la pólvora seca.

– Entregadla -repitió uno de los sicarios, impaciente, acercándose al rey con la espada dispuesta.

Entonces Felipe IV hizo algo extraño. Impasible, sin mudar la expresión del rostro, inclinó un poco la cabeza para mirar el arma como si hasta ese momento la hubiera olvidado. Lo hizo con la indiferencia de quien observa algo sin la menor importancia. Tras un instante de inmovilidad, echó atrás el percutor de la llave de chispa y se llevó la escopeta a la cara. Luego, tras apuntar al sicario con una pasmosa frialdad lo derribó de un escopetazo en la frente.

Ahora sí, pensó Alatriste sacando la temeraria. Qué más da el trapo del que esté hecha la bandera. Ahora sí merece 1a pena morir por ese rey.

El estampido fue como una señal. Yo estaba con Cózar al otro lado del claro, obedeciendo las últimas indicaciones del capitán para que flanquease a Malatesta y los suyos, y desde allí vi que mi amo abandonaba su resguardo corriendo al descubierto, espada en una mano y cuchillo en la otra. Saqué la mía y fui adelante también, sin comprobar si Cózar llegaba hasta el final y me seguía.

– ¡Favor al rey! -lo oí gritar de pronto, a mi espalda-… ¡Ténganse, que yo lo digo!

Virgen santa, pensé. Lo que faltaba. El italiano y los bravos oyeron los gritos y el chapoteo de nuestros pasos sobre los charcos y el barro, y se volvieron, sorprendidos. Eso fue lo último que pude apreciar con nitidez: la cara de Malatesta vuelta hacia nosotros, su gesto de furia gritando órdenes a los suyos mientras metía mano con la celeridad de un rayo, los aceros de los sicarios alzándose entre la lluvia. Y detrás, inmóvil, con la escopeta humeante en las manos, el rey que nos miraba.

– ¡Favor al rey! -seguía vociferando Cózar, hecho un tigre.

Éramos dos contra cuatro, pues el representante, supuse, no contaba mucho. Había que andar listo y precaverse. Así que me vi frente a uno de los monteros, le tiré al pasar una cuchillada tan recia que le hizo soltar el arma. Luego, escurriéndome por su lado como urda ardilla, me enfrenté al que estaba detrás. Éste acometió, acero por delante. Me afirmé lo mejor que pude mientras sacaba la daga con la zurda, rogando a Dios no resbalar en el barro. Paré fijando de daga con bastante buena fortuna, gané pies cambiando a la guardia contraria, y agachándome hasta sus rodillas le metí la espada de abajo arriba; lo menos tres palmos por lo blando de vientre. Cuando eché atrás el codo para sacar la hoja, el bravo cayó de bruces mirándome asombrado, con cara de que nada de aquello podía haberle pasado al hijo de su madre. Pero quien me preocupaba ya no era él, sino el que había dejado atrás, sin espada mas con una daga en la otra mano; de manera que me revolví, esperando encontrármelo encima. Entonces vi que estaba trabado con Cózar, reparándose como podía, un brazo estropeado y la daga en la zurda, de los terribles mandobles que el representante le asestaba.

No pintaba mal el lance, después de todo. En lo que a mí se refiere, la herida de Angélica me dolía espantosamente, y confié en que no se abriera con el ejercicio, desangrándome como un puerco. Me volví para socorrer al capitán, y en ese instante, mientras mi amo arrancaba su espada del cuerpo de un bravo que había doblado y echaba sangre por la boca como un jarameño, observé que Gualterio Malatesta, negro y firme bajo la lluvia, se pasaba la espada a la otra mano, sacaba del cinto una pistola, y tras una breve vacilación entre mi amo y el rey apuntaba a este último a cuatro pasos. Yo estaba demasiado lejos para intervenir, y hube de ver, impotente, cómo el capitán, recobrado su acero, intentaba interponerse en la trayectoria del disparo. Pero también él estaba lejos. Alargó Malatesta la mano armada, apuntando con sumo cuidado; y vi que el rey, mirando a la cara a su asesino arrojaba la escopeta, erguía el cuerpo y cruzaba los brazos, resuelto a que el pistoletazo lo hallase con la debida compostura.

– ¡A mí esa bala! -gritó el capitán.

El italiano ni se inmutó. Seguía apuntando al rey. Apreté el gatillo y golpeó el pedernal en la cazoleta.

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