Arturo Pérez-Reverte - El caballero del jubón amarillo

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Don Francisco de Quevedo me dirigió una mirada que interpreté como era debido, pues fui detrás del capitán Alatriste. Avísame si hay problemas, habían dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen más papel que uno. Y así, consciente de mi responsabilidad, acomodé la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un ratón, confiando en que esta vez pudiéramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habría sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qué punto la bellísima actriz María de Castro iba a complicar mi vida y la del capitán, poniéndonos a ambos en gravísimo peligro, por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos días anduvo literalmente al filo de una espada.

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Al cesar el sonido del cuerno, el bravo se frotó el cogote y miró al prisionero. Después vino hasta él, lo contempló un instante con ojos inexpresivos y extrajo el cuchillo de la funda. Con las manos atadas en el regazo, Alatriste apoyó 1a la cabeza en el tronco del árbol sin apartar la vista de la afilada hoja. Sentía un incómodo cosquilleo en las ingles esa vez, se dijo, Malatesta lo había pensado mejor, delegando, la tarea en el subalterno. Una sucia forma de acabar: sentado, en el barro, manos y pies atados, degollado como un cerdo y con un largo futuro en los libros de historia como regicida, ejemplar. Mierda de Cristo.

– Si intentáis escapar -advirtió el bravo, desapasionadamente- os clavo al árbol.

Alatriste parpadeó a causa de la lluvia que le caía en cara. Por lo visto los planes eran otros. En vez de aplicarle el cuchillo a la garganta, el bravo cortaba las ligaduras de sus pies.

– Arriba -dijo animándolo con un empujón.

Se incorporó el capitán sin que el otro lo perdiera de vista un momento, con la hoja de acero a una pulgada de su garganta. El sicario lo empujó de nuevo.

– Vámonos.

Alatriste comprendió. No iban a matarlo allí para luego verse obligados a arrastrar su cuerpo hasta donde estaba el rey, dejando rastros en el barro y la maleza. Acudiría lindamente, por su pie, al lugar de la doble ejecución. Paso a paso se agotaban el tiempo y la vida. Aunque eso, pensó de pronto, ofrecía una oportunidad. La última de todas. A fin de cuentas, morir por morir, podía considerarse muerto y enterrado. Lo demás era ganancia.

– ¡Compasión! -gritó, dejándose caer. Una rodilla en tierra, la otra a medias.

El bravo, que iba detrás, se detuvo cogido de improviso.

– ¡Compasión!

Volviéndose, el capitán tuvo tiempo, fugacísimo, de leer el desprecio en los ojos del otro. Te creía de más cuajo, proclamaba esa mirada.

– Mierda… -empezó a decir el bravo.

En ese instante entendió la treta. Pero el cuchillo se había apartado una cuarta, y ya Alatriste, ballesteando sobre la pierna que tenía flexionada, se arrojaba contra su barriga con el hombro por delante. El golpe casi le dislocó el brazo, pero logró levantar al otro sobre los pies, haciéndole perder el equilibrio. La palabra inacabada se trocó en rugido, y hubo un chapoteo en el barro cuando el capitán, cerrando en un puño doble las manos atadas, reunió toda su fuerza para asestarle al caído un golpe demoledor en la cara, mientras aquél intentaba acuchillarlo. Por suerte para Alatriste, el machete era grande; de haber sido puñal o daga corta, allí mismo se habría visto con las costillas atravesadas. Pero de cerca, cuerpo a cuerpo, el golpe no tenía fuerza para traspasar el coleto mojado, y resbaló de filos. El capitán aprisionó con una rodilla el brazo armado. Pese a la atadura, sus manos tenían holgura suficiente para aferrar las quijadas del enemigo, clavándole un pulgar en cada ojo. La cosa no estaba para compases circunflejos, ángulos obtusos ni protocolos de esgrima, así que apretó con todas sus fuerzas, contando mentalmente cinco, diez, quince; hasta que, llegando a dieciocho, el otra soltó un alarido y aflojó. La lluvia diluía la sangre en la cara del caído y en las manos de Alatriste cuando, ya sin oposición, arrebató el cuchillo de monte, lo apuntó bajo la barba del bravo y empujó de golpe, clavándole el cuello al barro. Lo mantuvo así, firme, apretando con todo el peso del cuerpo y conteniendo el pataleo del otro, hasta que éste, con un suspiro de fatiga que no salió de su boca sino de la hoja de acero clavada en su garganta, dejó de moverse. Entonces Alatriste giró sobre sí mismo, espalda en el barro y cara a la lluvia, y recobró el aliento. Después le arrancó al otro el cuchillo del gaznate, y sosteniendo el mango entre las rodillas y un árbol liberó sus manos procurando no cortarse una vena. Mientras lo hacía observó que un pie del bravo empezaba a temblar. Era curioso, pensó, aunque conocía el efecto. A veces, aunque un hombre estuviera muerto, sus tuétanos se negaban a morir.

Despojó el cadáver de lo necesario. Espada, cuchillo, pistola. La espada era buena, de Sahagún, algo más corta que las que él usaba. Se ciñó el arnés sin perder tiempo. El cuchillo de montero tenía el mango de asta de ciervo y dos cuartas de largo; habría preferido una daga, pero tampoco estaba mal. La pistola no debía de valer gran cosa después de la pelea en el barro, pero se la metió en el cinto, las manos tiritándole a medida que se enfriaba tras la acción. Le dio un último vistazo al cadáver: el pie había dejado de moverse y la sangre se extendía como vino aguado entre el repiqueteo de la lluvia. Las ropas del muerto estaban empapadas y sucias; poco iban a protegerlo del frío, así que cogió sólo el capotillo encerado y se lo puso. Oyó un ruido a un lado, entre los arbustos, y sacó la espada. Su peso en la mano era familiar, tranquilizador. Ahora, dijo en sus adentros, os va a costar haceros con mi pellejo.

Me quedé hecho mármol. El capitán Alatriste estaba ante mí espada en mano, un cadáver a los pies y el barro corriéndole por la cara como una máscara. Parecía salido de un pantano de Flandes, o un fantasma vuelto del más allá. Cortó en seco mis exclamaciones de alegría, mirando a Rafael de Cózar, que acababa de aparecer a mi espalda pisoteando charcos y quebrando ramas que sonaban como pistoletazos.

– Por Cristo -dijo, envainando-… ¿Qué hace ése aquí?

Lo expliqué en pocas palabras; pero antes de que yo hubiese acabado, el capitán dio media vuelta y se puso a caminar, cual si de pronto hubiera dejado de interesarle la presencia del comediante.

– ¿Has dado aviso?

– Creo que sí -respondí, recordando inquieto la cara abotargada del cochero.

– ¿Crees?

Caminaba a grandes zancadas entre los arbustos, y yo le iba detrás. A mi espalda oía a Cózar murmurando cosas ininteligibles, que a veces parecían versos y a veces maldiciones. Sus y a ellos, repetía de vez en cuando, hecho un racimo de uvas. Sus y a ellos, juro a dix y vive Dux. Santiago y cierra España. A veces, cuando nos deteníamos un momento para que el capitán se orientara, mi amo volvía el rostro, echándole al representante un vistazo malhumorado antes de seguir camino.

Sonó cerca un cuerno de caza -me había parecido oí de lejos antes del encuentro- y nos quedamos quietos b la lluvia. El capitán se llevó un dedo al mostacho, miran a Cózar y luego a mí. Después me mostró una mano con la palma vuelta hacia abajo -el gesto silencioso que usábamos en Flandes para esperar mientras alguien hacía la descubierta- y se alejó cauteloso, desapareciendo entre los arbustos Hice que Cózar se arrimara conmigo al tronco de un árbol y nos quedamos allí, esperando. El actor, visiblemente mirado de todos aquellos gestos y del entendimiento militar que se daba entre mi amo y yo, iba a decir algo; p le tapé la boca. Asintió, comprensivo, mirándome con respeto que, antes, y tuve la certeza de que ya nunca me moría chico. Sonreí, y me devolvió la sonrisa. Sus ojos re cían de excitación. Lo contemplé: menudo, sucio, chorro de agua, con sus patillas mostacho tudescas y la mano en espada. Tenía un chocante aire bravo, como el de esos individuos de poca estatura y talante pacífico que, de pronto, pegando un salto y te arrancan a mordiscos una oreja. Desde luego fuese por el vino o por lo que fuera, Cózar no parecía ten ni pizca de miedo. Aquélla, confirmé, era su gran representación. La aventura de su vida.

El capitán apareció al fin, silencioso como se había ido. Me miró y alzó la mano, esta vez con la palma vuelta hacia mí y extendidos los cinco dedos. Cinco hombres, traduje mentalmente. Luego giró el pulgar hacia abajo: enemigos. A continuación movió la mano de un hombro a la cadera opuesta, como indicando una banda, y acto seguido alzó el índice. Oficial, traduje. Uno. Pulgar hacia arriba. Amigo. Entonces comprendí a qué se refería. La banda roja era señal de jerarquía en los tercios. En aquel bosque, el oficial de alta jerarquía sólo podía ser uno.

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