Arturo Pérez-Reverte - Corsarios De Levante

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Corsarios de levante es el sexto libro de la serie `Las aventuras de El Capitán Alatriste`, que Arturo Pérez Reverte comenzó a escribir allá por el año de nuestro señor de 1996. Pardiez como pasa el tiempo.
Como los anteriores Libros, Corsarios de Levante pretende hacernos vivir uno mas de los aspectos de la vida del siglo XVII. Y en esta ocasión Arturito nos lleva por las aguas del Mediterráneo, Donde Turcos, Españoles, Venecianos, Franceses, Ingleses y demás se pasaban el día comerciándo y degollándose. Para ello nos embarca con Alatriste y el ya crecidito Iñigo en una galera, ` La Mulata `, y nos lleva de paseo en plan barquita de recreo. No cuento más, que no es menester de estas líneas, pero decir que el que no quiera ver tripas, oler mal y pasar miedo entre deguellos y voto a tales, mejor lea otra cosa.

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– Son aguas muy sucias -apuntó Braco-. Hay bajos y piedras.

– Ya. Pero el piloto mayor las conoce bien. Y dice que lo natural, si la mahona lleva gente plática que conozca los secos, es que siga la ruta habitual entre la cadena de islas y tierra firme: más protegida de los vientos y más segura.

– Eso es lógico -admitió Braco.

Diego Alatriste y el caporal Conesa, que era un murciano bajito y gordo, miraban el mapa con mucho interés. Tales documentos no solían estar a su alcance; y como subalternos que eran, conocían lo inusual de ser convocados a consejo. Pero Alatriste era perro viejo, y leía la música. Hablaban de caza mayor, y convenía que todos estuviesen al corriente. Así, por mediación de los cabos, los jefes se aseguraban de que la tropa lo supiese todo de buena tinta, y eso alentara la empresa. Llegar a tiempo y tomar la mahona iba a exigir esfuerzo de todos. Unos soldados y marineros conscientes de lo que se jugaban obedecerían mejor que desinformados o descontentos.

– No sé si llegaremos a tiempo -aventuró el alférez Labajos.

Mostraba su vaso vacío, en la esperanza de que Urdemalas llamara al paje para servir más vino; pero el patrón de la Mulata hizo como que no advertía la cosa.

– El viento meltemi nos favorece -dijo-, y además tenemos los remos. El bajel turco es pesado, va a vela, proejando, y lo más que puede hacer la galera es remolcarlo en las bonanzas… Además, esta tarde refresca el tiempo, aunque nosotros seguiremos con el viento a favor. El piloto mayor cree que podemos darles caza a la altura de Patmos, o de la isla de los Hornos. Y los otros pilotos y capitanes están de acuerdo… ¿Verdad, Braco?

El griego movió la cabeza, afirmativo, mientras enrollaba de nuevo la carta de marear. Quemado quiso saber lo que pensaba del asunto la gente de Malta, y el capitán Urdemalas se lo dijo:

– A esos hideputas les da igual que sean una mahona y una galera, o cincuenta, con la mujer del bajá de Chipre o la de Solimán en persona… Con ellos, todo es oler galima y gotearles el colmillo. A más turcos, más ganancia.

– ¿Qué tal son los capitanes? -inquirió el sargento Quemado.

– Del francés no sé nada. Lleva a bordo caballeros de caravana y soldados de su nación, y también italianos, españoles y algún tudesco. Gente brava, como suelen. Pero al de la Cruz de Rodas sí lo conozco.

– Frey Fulco Muntaner -apuntó el cómitre.

– ¿El que estuvo en el Címbalo y Zaragoza?

– El mismo.

Algunos de los presentes enarcaron las cejas y otros asintieron. Hasta el mismo Alatriste tenía, por Alonso de Contreras, noticia de ese caballero español del hábito de San Juan. En el Címbalo, y tras perderse tres galeras de Malta por un temporal, Muntaner se había atrincherado con los náufragos en una isla, defendiéndose como tigres de los moros de Bizerta que desembarcaban en masa para capturarlos. Nada de qué admirarse, de todas formas; pues ni el más optimista caballero de la Religión esperaba cuartel de los mahometanos. Razón, entre otras, por la que cuando en la naval de Lepanto se represó la capitana de Malta tras verse abordada por un enjambre de galeras turcas, en ella sólo encontraron a tres caballeros vivos, heridos y rodeados por los cadáveres de trescientos enemigos. Eso había estado a pique de repetirse el año veinticinco del siglo nuevo, frente a Zaragoza de Sicilia, cuando el tal Muntaner, ya sexagenario, fue uno de los dieciocho supervivientes de la capitana de Malta, tras el sangriento combate que cuatro galeras de la Religión libraron allí con seis berberiscas. De modo que si los caballeros de la Orden, odiados y temidos por los enemigos, eran durísimos corsarios profesionales, frey Fulco Muntaner se contaba entre los más crudos. Desde que las cinco galeras se unieron en fosa de San Juan, Alatriste había tenido ocasión de verlo a menudo en la popa de la Cruz de Rodas, su capitana, calvo y con luenga barba cana, la cara deformada por cuchilladas y cicatrices, arengando a los hombres con voz de trueno, en su lengua de Mallorca.

El refrán de los arreboles se confirmó: hubo a la tarde agua; y a la noche, intervalos de viento meltemi y más agua, con una mareta revuelta que, pese a los fanales encendidos en cada popa, hizo que las cinco galeras nos perdiéramos de vista unas a otras. Eso permitió recorrer con rapidez las cuarenta millas que nos separaban de la isla Nicalia, aunque nos maltrató mucho y la gente de cabo pasó la noche atenta a las velas, con todos los demás, galeotes incluidos, agazapados en cubierta, ateridos de frío y cubriéndonos como podíamos de los rociones de mar. De ese modo seguimos en la vuelta de jaloque levante, y el siguiente amanecer, que fue tranquilo y con restos de chubascos alejándose sobre las cumbres altas y apeñascadas de la isla, nos alumbró frente a la punta del Papa, donde ya habían llegado dos de nuestra conserva, y durante la mañana se nos unieron las otras dos sin novedad. Nicalia, que otros llaman Nicaria -la isla donde Icaro cayó al mar-, es áspera y por sus rocas baja mucho torrente, aunque no tiene puerto ninguno; pero estando el tiempo de nuevo bonancible y la mar tranquila, pudimos arrimarnos a tierra y llenar a gusto pipas, cuarterolas y barriles. Que es mucha la necesidad continua de agua que, por tanta gente embarcada, tienen siempre las galeras.

Creíamos que a causa de los vientos norteños, contrarios para ella, la mahona de Chipre aún se encontraría en camino desde Rodas; y para confirmarlo estableció don Agustín Pimentel que cuatro galeras cubrieran el canal entre Nicalia y Samos, y la otra se destacase al sur para tomar lengua; pues una sola nave española llamaría menos la atención que cinco galeras juntas como aves de rapiña buscando presa. Además, los griegos que habitaban aquellas islas no parecían mejores que los otomanos; pues por no tener escuelas eran la gente más bárbara del mundo, sometida a la crueldad mahometana y capaz de vendernos a los turcos para congraciarse con ellos. Hacer la descubierta tocó a la Mulata, de modo que arrumbamos esa noche en la misma vuelta de jaloque levante, y al final de la guardia de alba entramos en la honda y protegida escala de Patmos, el mejor de los tres o cuatro buenos puertos que tiene la isla, al pie del monasterio fortificado de monjes cristianos que domina el lugar desde lo alto. Pasamos allí la mañana sin que se permitiera a nadie bajar a tierra, a excepción del capitán Urdemalas y el piloto Braco; que además de tomar lengua negociaron con los monjes el rescate de los judíos que iban al remo -ése fue el pretexto usado para justificar la recalada-, aunque acordaron no liberarlos sino más adelante, desembarcándolos en Nicalia con no sé qué excusas. De ese modo me quedé con las ganas de pisar la isla legendaria donde, desterrado por el emperador Domiciano, San Juan Bautista dictó a su discípulo Procoros el famoso Apocalipsis, último de los libros del Nuevo Testamento. Y hablando de libros, recuerdo que el capitán Alatriste pasó la jornada sentado en una ballestera, leyendo el libro de los Sueños que le había enviado a Nápoles don Francisco de Quevedo; que por ser de tamaño pequeño, en octavo, solía llevar en un bolsillo. Y aquel mismo día, aprovechando que lo dejó sobre su mochila por ir a hacer algo a proa, cogí el libro para darle un vistazo y encontré una página marcada donde podía leerse:

Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra; la una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo ansí, hasta que la Verdad, depuro necesitada, asentó con un mudo. La Justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y viendo que no hacían caso de ella y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al Cielo…

El caso, como decía hablando de Patmos, fue que empleamos parte de aquel día en descansar, despiojarnos unos a otros y dar cuenta de un rancho de garbanzos hervidos con algo de bacalao -pues era viernes- la gente de cabo y guerra, y la chusma su mazamorra, bajo la tienda de lona que protegía la cámara de boga; ya que el sol pegaba fuerte, y el calor era tan bellaco que goteaba alquitrán de la jarcia. Volvieron después de mediodía nuestro capitán y el piloto con alegre semblante -ellos sí habían yantado bien con los monjes, incluido un vino del monasterio hecho con miel y azahar, que mala digestión les diera Dios-, pues no había noticias de que la mahona turca hubiese pasado todavía por allí. Se decía que la habían avistado, siempre en conserva con su galera de escolta, rodeando por levante la isla de Longo, con mucho trabajo en proejar por el viento adverso, pues era nave grande y pesada. Así que, en menos de lo que se tarda en contarlo, abatimos tienda, zarpamos ferro, y a boga arrancada acudimos a reunirnos con las otras galeras.

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