Durante dos días con sus noches, fanales apagados y ojo avizor, nos roímos las uñas hasta la raíz. El mar estaba plomizo y abonanzado, sin viento que trajera a la mahona ni a la perra turca que la parió. Por fin, una brisa de lebeche rizó la superficie del mar y nos acomodó la paciencia, pues con ella vino la orden de zafar rancho y ponerse todos a punto de guerra. Las cinco galeras estaban desplegadas con muy buena maña, casi al límite de la vista una de otra, cubriendo más de veinte millas con señales convenidas para cuando se avistara la presa. Teníamos a nuestra espalda la isla de los Hornos, en cuya montaña meridional, que descubría sus buenas leguas de mar, habíamos puesto a cuatro hombres con avío para hacer humo cuando apareciese una vela -isla esa, por cierto, de larga tradición corsaria, pues le venía el nombre de cuando el turco Cigala hacía cocinar allí el bizcocho para sus galeras-. Al sur habíamos destacado además, marinado por gente nuestra, un caique de griegos que apresamos para usar como explorador sin despertar sospechas de que el lobo anduviese en el hato. Pero lo singular de la emboscada era que, a fin de arrimarnos lo más posible al enemigo antes de empezar el combate, y evitar que el bajel jugase de lejos su artillería, habíamos disimulado el aspecto para asemejarnos a galeras turcas, acortando el árbol mayor, dando apariencia más recia y pesada a la entena y haciendo enteriza la gata de vigía. Que tales estratagemas ya las había señalado el propio Miguel de Cervantes, que de corso y galeras sabía algo:
En la guerra hay mil ensayos
de fraude y astucia llenos.
Acullá suenan los truenos
y acá descargan los rayos.
Eso se completaba con banderas y gallardetes turcos, de los que íbamos provistos -como otros los llevaban nuestros- para tales ocasiones, y con vestidos otomanos para mostrar en los sitios más visibles de las naves. Lances eran ésos propios del peligroso juego que todas las naciones llevábamos en aquellas antiguas orillas, teatro del vasto ajedrez y suertes corsarias. Pues cuando hay ocho o diez cañones apuntándote, ganar tiempo no es precisamente menudillo de conejo; y más cuando te asestan la artillería de lejos y sólo cabe bogar fuerte, apretar los dientes y llegar vivo al abordaje para cobrártelo en carne. Que si cuando la Gran Armada en el canal de la Mancha se hubiera dado combate franco de infantería como en Lepanto, de bueno a bueno, muy distinta recordaríamos hoy la jornada de Inglaterra.
El caso es que, con la guasa imaginable, acogió quien le tocó en suerte su hábito turquesco. Líbreme yo, gracias al Cielo; pero otros -el moro Gurriato fue uno, pues su aspecto lo sentenciaba- tuvieron que vestir zaragüelles, jubones largos o sayos que los turcos llaman dolimanes, todo muy aforrado, como suelen, y también bonetes, tafetanes y turbantes; con lo que la gente disfrazada era un arco iris de azul, blanco y colorado, que sólo faltaba hacer la zalá a las horas debidas para que, tostados de sol como estábamos todos, muchos pareciesen turcos de veras. Hasta hubo uno que hizo mofa del ropaje, arrodillado e invocando a Alá con mucha desvergüenza; pero como algunos galeotes mahometanos dieron voces en sus bancos, airados por la blasfemia, el capitán Urdemalas reprendió al menguado con mucha dureza, amenazándolo con pasar crujía a vergajazos si soliviantaba a la chusma. Que una cosa, dijo, era tener a esa gente al remo, y otra andar sin necesidad tocándoles los aparejos.
– ¡Boga larga, hijos!… ¡Apretad, que no se nos vayan!
Cuando el capitán Urdemalas llamaba hijos a los forzados de su nave, era señal de que más de uno iba a dejar la piel en el remo a golpes de corbacho. Y así era. Siguiendo el ritmo endiablado que les imponían el silbato del cómitre, el mosqueo de anguilazos en sus espaldas desnudas y el tintineo de las cadenas, los forzados se ponían en pie y se dejaban caer sentados en los bancos, una y otra vez, entre resuellos con los que parecían a punto de echar las asaduras, mientras el cómitre y su ayudante los reventaban a palos.
– ¡Ya son nuestros esos perros!… ¡Juro a mí! ¡Tened duro, que ya los tenemos!
El casco fino y largo de la Mulata parecía volar sobre el mar rizado. Estábamos al mediodía de la isla de Samos, cuya costa desnuda y peñascosa iba quedando atrás por nuestra banda siniestra. Era una mañana azul y luminosa, sólo desmentida por un rastro de bruma en la tierra firme que se adivinaba hacia levante. Las cinco galeras estaban en plena caza a vela y remo, dos adelantadas cerca de Samos y otras dos a nuestra zaga, formando una línea que encogía poco a poco mientras convergíamos sobre la galera y el bajel turco que intentaban, desesperadamente, escapar por el estrecho entre la isla y tierra firme, o varar en alguna playa para ponerse a salvo. Pero la jornada era nuestra, y hasta el más bisoño soldado a bordo advertía la situación. El viento maestral no soplaba lo bastante fuerte para que el bajel turco, pesado y zorrero, navegase con la rapidez necesaria, y la galera de escolta no podía sino mantenerse a su lado; mientras que nuestras galeras, espaciadas por casi una milla de extensión y aún lejos unas de otras, ganaban trecho a ojos vistas. Habíamos iniciado la aproximación cuando, casi al mismo tiempo, el caique y una pequeña humareda en la isla de los Hornos avisaron de las velas enemigas. Las ropas a la turquesca y el aspecto de las naves confundieron al principio a los recién llegados -luego supimos que nos tomaron por galeras de Metelín enviadas para su escolta-, que mantuvieron el rumbo sin recelar nada. Pero nuestra forma de boga y la maniobra para ganar el viento terminaron por hacerles catar el almagre; de modo que los turcos pusieron proa al griego en demanda del canal o de la tierra firme, con el bajel a sotavento de la galera, queriendo ésta interponerse para cubrir su fuga. Mas la caza era cosa hecha: la capitana de Malta les había tomado ya la tierra junto a la costa de Samos y llegaría antes al canal, la Caridad Negra apuntaba su espolón a la galera turca, y la Mulata, con la Virgen del Rosario y la San Juan Bautista un poco alargadas por nuestra aleta diestra, navegaba derecha hacia la mahona; que era grande y de popa muy alta, como los galeones, con tres árboles -trinquete y mayor de cruz, y mesana latino- que nuestra aparición había hecho cubrirse de lona en todas sus gavias.
– ¡Armados y a sus puestos! -gritó el alférez Labajos-… ¡Vamos a entrarle!
A popa, el tambor redobló el toque de ordenanza y la corneta previno para el Santiago. Los corredores hervían de gente a punto de guerra. El jefe artillero y sus ayudantes alistaban las piezas de crujía y los pedreros montados en las bandas. Los demás habíamos colocado ya las empavesadas con rodelas, jergones, mantas y mochilas que nos protegieran de los tiros turcos, y ahora acudimos en buen orden a los cofres y cestones que acababan de abrirse para que cada cual tomara sus armas fuertes. De proa a popa, al cascabeleo de la chusma que seguía bogando, empapada en sudor y con los ojos desorbitados, sumóse el resonar del hierro con el que los soldados de la galera y los marineros destinados a defensa y abordaje nos equipábamos para reñir en corto: petos, morriones, rodelas, espadas, arcabuces, mosquetes, chuzos y medias picas con el extremo del asta ensebado para que el enemigo no las agarrase por allí. Humeaban las mechas escopeteras en torno a las muñecas de los tiradores, y los botafuegos de las piezas en sus tinas de arena. El esquife y la chalupa estaban en el agua, remolcados por la popa; el cocinero había apagado el fogón y todos los fuegos con llama a bordo, y los pajes y grumetes baldeaban la cubierta con agua de mar para que ni pies descalzos ni alpargatas resbalaran en las tablas. Y a popa, en la carroza junto al piloto y el timonero, cada orden a gritos del capitán Urdemalas, bogad, hijos, bogad, cuarta a babor, me cago en Satán, ahora un poco a estribor, bogad, malditos, bogad, amolla ese cabo, tensa aquella driza, bogad que los perros ya son nuestros, bogad u os arranco la piel, bellacos, voto a Dios y a la hostia que vi alzar -que no dijera más Lutero, pues nadie blasfema como un español en temporal o combate-, nos hacía ganarle otra pulgada de ventaja al enemigo. Y así nos fuimos llegando a las manos.
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