Vicente Aleixandre - Sombra del paraíso
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Ah, sí, yo sé lo que adorasteis.
Vosotros pensativos en la orilla,
con vuestra mejilla en la mano aún mojada,
mirasteis esas ondas, mientras acaso pensabais en un cuerpo:
un solo cuerpo dulce de un animal tranquilo.
Tendisteis vuestra mano y aplicasteis su calor
a la tibia tersura de una piel aplacada.
¡Oh suave tigre a vuestros pies dormido!
Sus dientes blancos visibles en las fauces doradas,
brillaban ahora en paz. Sus ojos amarillos,
minúsculas guijas casi de nácar al poniente,
cerrados, eran todo silencio ya marino.
Y el cuerpo derramado, veteado sabiamente de una onda poderosa,
era bulto entregado, caliente, dulce sólo.
Pero de pronto os levantasteis.
Habíais sentido las alas oscuras,
envío mágico del fondo que llama a los corazones.
Mirasteis fijamente el empezado rumor de los abismos.
¿Qué formas contemplasteis? ¿Qué signos inviolados,
qué precisas palabras que la espuma decía,
dulce saliva de unos labios secretos
que se entreabren, invocan, someten, arrebatan?
El mensaje decía…
Yo os vi agitar los brazos. Un viento huracanado
movió vuestros vestidos iluminados por el poniente trágico.
Vi vuestra cabellera alzarse traspasada de luces,
y desde lo alto de una roca instantánea
presencié vuestro cuerpo hendir los aires
y caer espumante en los senos del agua;
vi dos brazos largos surtir de la negra presencia
y vi vuestra blancura, oí el último grito,
cubierto rápidamente por los trinos alegres de los ruiseñores del fondo.
SIERPE DE AMOR
Pero ¿a quién amas, dime?
Tendida en la espesura,
entre los pájaros silvestres, entre las frondas vivas,
rameado tu cuerpo de luces deslumbrantes,
dime a quién amas, indiferente, hermosa,
bañada en vientos amarillos del día.
Si a tu lado deslizo
mi oscura sombra, larga que te desea;
si sobre las hojas en que reposas yo me arrastro, crujiendo
levemente tentador y te espío,
no amenazan tu oído mis sibilantes voces,
porque perdí el hechizo que mis besos tuvieran.
El lóbulo rosado donde con diente pérfido
mi marfil incrustara tropical en tu siesta,
no mataría nunca, aunque diera mi vida
al morder dulcemente sólo un sueño de carne.
Unas palabras blandas de amor, no mi saliva,
no mi verde veneno de la selva, en tu oído
vertería, desnuda imagen, diosa que regalas cuerpo
a la luz, a la gloria fulgurante del bosque.
Entre tus pechos vivos levemente mi forma
deslizaría su beso sin fin, como una lengua,
cuerpo mío infinito de amor que día a día
mi vida entera en tu piel consumara.
Erguido levemente sobre tu seno mismo,
mecido, ebrio en la música secreta de tu aliento,
yo miraría tu boca luciente en la espesura,
tu mejilla solar que vida ofrece
y el secreto tan leve de tu pupila oculta
en la luz, en la sombra, en tu párpado intacto.
Yo no sé qué amenaza de lumbre hay en la frente,
cruje en tu cabellera rompiente de resoles,
y vibra y aun restalla en los aires, como un eco
de ti toda hermosísima, halo de luz que mata.
Si pico aquí, si hiendo mi deseo, si en tus labios
penetro, una gota caliente
brotará en su tersura, y mi sangre agolpada en mi boca,
querrá beber, brillar de rubí duro,
bañada en ti, sangre hermosísima, sangre de flor turgente,
fuego que me consume centelleante y me aplaca
la dura sed de tus brillos gloriosos.
Boca con boca dudo si la vida es el aire
o es la sangre. Boca con boca muero,
respirando tu llama que me destruye.
Boca con boca siento que hecho luz me desahogo,
hecho lumbre que en el aire fulgura.
EL RIO
Tú eres, ligero río,
el que miro de lejos, en ese continente que rompió
con la tierra.
Desde esta inmensa llanura donde el cielo aboveda
a la frente y cerrado brilla puro, sin amor, yo diviso
aquel cielo ligero, viajador, que bogaba
sobre ti, río tranquilo que arrojabas hermosas
a las nubes en el mar, desde un seno encendido.
Desde esta lisa tierra esteparia veo la curva
de los dulces naranjos. Allí libre la palma,
el albérchigo, allí la vid madura,
allí el limonero que sorbe al sol su jugo agraz en la mañana virgen:
allí el árbol celoso que al humano rehusa su flor, carne sólo,
magnolio dulce, que te delatas siempre
por el sentido que de ti se enajena.
Allí el río corría, no azul, no verde o rosa, no amarillo, río ebrio,
río que matinal atravesaste mi ciudad inocente,
ciñéndola con una guirnalda temprana, para acabar desciñéndola,
dejándola desnuda y tan confusa al borde de la verde montaña,
donde siempre virginal ahora fulge, inmarchita en el eterno día.
Tú, río hermoso que luego, más liviano que nunca,
entre bosques felices
corrías hacia valles no pisados por la planta del hombre.
Río que nunca fuiste suma de tristes lágrimas,
sino acaso rocío milagroso que una mano reúne.
Yo te veo gozoso todavía allá en la tierra que nunca fue del todo separada de estos límites en que habito.
Mira a los hombres, perseguidos no por tus aves,
no por el cántico de que el humano olvidóse por siempre.
Escuchándoos estoy, pájaros imperiosos,
que exigís al desnudo una planta ligera,
desde vuestras reales ramas estremecidas,
mientras el sol melodioso templa dulce las ondas
como rubias espaldas, de ese río extasiado.
Ligeros árboles, maravillosos céspedes silenciosos,
blandos lechos tremendos en el país sin noche,
crespusculares velos que dulcemente afligidos
desde el poniente envían un adiós sin tristeza.
Oyendo estoy a la espuma como garganta quejarse.
Volved, sonad, guijas que al agua en lira convertís.
Cantad eternamente sin nunca hallar el mar.
Y oigan los hombres con menguada tristeza
el son divino. ¡Oh río que como luz hoy veo,
que como brazo hoy veo de amor que a mí me llama!
NACIMIENTO DEL AMOR
¿Cómo nació el amor? Fue ya en otoño.
Maduro el mundo,
no te aguardaba ya. Llegaste alegre,
ligeramente rubia, resbalando en lo blando
del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa
me pareciste aún, sonriente, vívida,
frente a la luna aún niña, prematura en la tarde,
sin luz, graciosa en aires dorados; como tú,
que llegabas sobre el azul, sin beso,
pero con dientes claros, con impaciente amor.
Te miré. La tristeza
se encogía a lo lejos, llena de paños largos,
como un poniente graso que sus ondas retira.
Casi una lluvia fina -¡el cielo, azul!- mojaba
tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino
de la luz! Tan dorada te miré que los soles
apenas se atrevían a insistir, a encenderse
por ti, de ti, a darte siempre
su pasión luminosa, ronda tierna
de soles que giraban en torno a ti, astro dulce,
en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso,
que empapa luces húmedas, finales, de la tarde,
y vierte, todavía matinal, sus auroras.
Eras tú amor, destino, final amor luciente,
nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso.
Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo,
alma sólo? ¡Ah, tu carne traslúcida
besaba como dos alas tibias,
como el aire que mueve un pecho respirando,
y sentí tus palabras, tu perfume,
y en el alma profunda, clarividente
diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz,
sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste.
En mi alma nacía el día. Brillando
estaba de ti; tu alma en mí estaba.
Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora.
Mis sentidos dieron su dorada verdad. Sentí a los pájaros
en mi frente piar, ensordeciendo
mi corazón. Miré por dentro
los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes,
y un vuelo de plumajes de color, de encendidos
presentes me embriagó, mientras todo mi ser a un mediodía,
raudo, loco, creciente se incendiaba
y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos
de amor, de luz, de plenitud, de espuma.
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