Vicente Aleixandre - Sombra del paraíso

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En Sombra del paraíso, de 1944, la naturaleza, asunto fundamental en su poesía hasta entonces, se tiñe con tonos elegíacos al cantar el mundo que había perdido el poeta debido a la Guerra Civil española.

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Un soplo de eternidad pudo destruirte,
ciudad prodigiosa, momento que en la mente de un dios emergiste.
Los hombres por un sueño vivieron, no vivieron,
eternamente fúlgidos como un soplo divino.

Jardines, flores. Mar alentando como un brazo que anhela
a la ciudad voladora entre monte y abismo,
blanca en los aires, con calidad de pájaro suspenso
que nunca arriba. ¡Oh ciudad no en la tierra!

Por aquella mano materna fui llevado ligero
por tus calles ingrávidas. Pie desnudo en el día.
Pie desnudo en la noche. Luna grande. Sol puro.
Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas.
Ciudad que en él volabas con tus alas abiertas.

HIJOS DE LOS CAMPOS

Vosotros los que consumís vuestras horas
en el trabajo gozoso y amor tranquilo pedís al mundo,
día a día gastáis vuestras fuerzas, y la noche benévola
os vela nutricia, y en el alba otra vez brotáis enteros.

Verdes fértiles. Hijos vuestros, menudas sombras humanas: cadenas
que desde vuestra limitada existencia arrojáis
– acaso puros y desnudos en el borde de un monte invisible- al mañana.
¡Oh ignorantes, sabios del vivir, que como hijos del sol pobláis el día!

Musculares, vegetales, pesados como el roble,
tenaces como el arado que vuestra mano conduce,
arañáis a la tierra, no cruel, amorosa,
que allí en su delicada piel os sustenta.
Y en vuestra frente tenéis la huella intensa y cruda del beso diario
del sol que día a día os madura, hasta haceros oscuros y dulces
como la tierra misma, en la que, ya colmados,
una noche, uniforme vuestro cuerpo tendéis.

Yo os veo como la verdad más profunda,
modestos y únicos habitantes del mundo,
última expresión de la noble corteza,
por la que todavía la tierra puede hablar con palabras.

Contra el monte que un lujo primaveral hoy lanza,
cubriéndose de temporal alegría,
destaca el ocre áspero de vuestro cuerpo cierto,
oh permanentes hijos de la tierra crasa,
donde lentos os movéis, seguros como la roca misma de la gleba.

Dejad que, también, un hijo de la espuma que bate
el tranquilo espesor del mundo firme,
pase por vuestro lado ligero como ese río
que nace de la nieve instantánea y va a morir al mar,
al mar perpetuo, padre de vida, muerte sola
que esta espumeante voz sin figura cierta espera.

¡Oh destino sagrado! Acaso todavía
el río atraviese ciudades solas,
o ciudades pobladas. Aldeas laboriosas,
o vacíos fantasmas de habitaciones muertas:
tierra, tierra por siempre.

Pero vosotros sois, continuos,
esa certeza única de unos ojos fugaces.

ULTIMO AMOR

¿Quién eres, dime? ¿Amarga sombra
o imagen de la luz? ¿Brilla en tus ojos
una espada nocturna,
cuchilla temerosa donde está mi destino,
o miro dulce en tu mirada el claro
azul del agua en las montañas puras,
lago feliz sin nubes en el seno
que un águila solar copia extendida?

¿Quién eres, quién? Te amé, te amé naciendo.
Para tu lumbre estoy, para ti vivo.
Miro tu frente sosegada, excelsa.
Abre tus ojos, dame, dame vida.
Sorba en su llama tenebrosa el sino
que me devora el hambre de tus venas.
Sorba su fuego derretido y sufra,
sufra por ti, por tu carbón prendiéndome.
Sólo soy tuyo si en mis venas corre
tu lumbre sola, si en mis pulsos late
un ascua, otra ascua: sucesión de besos.
Amor, amor, tu ciega pesadumbre,
tu fulgurante gloria me destruye,
lucero solo, cuerpo inscrito arriba,
que ardiendo puro se consume a solas.

Pero besarte, niña mía, ¿es muerte?
¿Es sólo muerte tu mirada? ¿Es ángel,
o es una espada larga que me clava
contra los cielos, mientras fuljo sangres
y acabo en luz, en titilante estrella?

Niña de amor, tus rayos inocentes,
tu pelo terso, tus paganos brillos,
tu carne dulce que a mi lado vive,
no sé, no sé, no sabré nunca, nunca,
si es sólo amor, si es crimen, si es mi muerte.

Golfo sombrío, vórtice, te supe,
te supe siempre. En lágrimas te beso,
paloma niña, candida tibieza,
pluma feliz: tus ojos me aseguran
que el cielo sigue azul, que existe el agua,
y en tus labios la pura luz crepita
toda contra mi boca amaneciendo.

¿Entonces? Hoy, frente a tus ojos miro,
miro mi enigma. Acerco ahora a tus labios
estos labios pasados por el mundo,
y temo, y sufro y beso. Tibios se abren
los tuyos, y su brillo sabe a soles
jóvenes, a reciente luz, a auroras.

¿Entonces? Negro brilla aquí tu pelo,
onda de noche. En él hundo mi boca.
¡Qué sabor a tristeza, qué presagio
infinito de soledad! Lo sé: algún día
estaré solo. Su perfume embriaga
de sombría certeza, lumbre pura,
tenebrosa belleza inmarcesible,
noche cerrada y tensa en que mis labios
fulgen como una luna ensangrentada.

¡Pero no importa! Gire el mundo y dame,
dame tu amor, y muera yo en la ciencia
fútil, mientras besándote rodamos
por el espacio y una estrella se alza.

AL CIELO

El puro azul ennoblece
mi corazón. Sólo tú, ámbito altísimo
inaccesible a mis labios, das paz y calma plenas
al agitado corazón con que estos años vivo.
Reciente la historia de mi juventud, alegre todavía
y dolorosa ya, mi sangre se agita, recorre su cárcel
y, roja de oscura hermosura, asalta el muro
débil del pecho, pidiendo tu vista,
cielo feliz que en la mañana rutilas,
que asciendes entero y majestuoso presides
mi frente clara, donde mis ojos te besan.
Luego declinas, oh sereno, oh puro donde la altura,
cielo intocable que siempre me pides, sin cansancio, mis besos,
como de cada mortal, virginal, solicitas.
Sólo por ti mi frente pervive al sucio embate de la sangre.
Interiormente combatido de la presencia dolorida y feroz,
recuerdo impío de tanto amor y de tanta belleza,
una larga espada tendida como sangre recorre
mis venas, y sólo tú, cielo agreste, intocado,
das calma a este acero sin tregua que me yergue en el mundo.
Baja, baja dulce para mí y da paz a mi vida.
Hazte blando a mi frente como una mano tangible
y oiga yo como un trueno que sea dulce una voz
que, azul, sin celajes, clame largamente en mi cabellera.
Hundido en ti, besado del azul poderoso y materno,
mis labios sumidos en tu celeste luz apurada
sientan tu roce meridiano, y mis ojos
ebrios de tu estelar pensamiento te amen,
mientras así peinado suavemente por el soplo de los astros,
mis oídos escuchan al único amor que no muere.

LA ISLA

Isla gozosa que lentamente posada
sobre la mar instable
navegas silenciosa por un mundo ofrecido.
En tu seno me llevas, ¿rumbo al amor? No hay sombras.
¿En qué entrevista playa un fantasma querido
me espera siempre a solas, tenaz, tenaz, sin dueño?
Olas sin paz que eternamente jóvenes
aquí rodáis hasta mis pies intactos.
Miradme vuestro, mientras gritáis hermosas
con espumosa lengua que eterna resucita.
Yo os amo. Allá una vela no es un suspiro leve.
Oh, no mintáis, dejadme en vuestros gozos.
Alzad un cuerpo ríente, una amenaza
de amor, que se deshaga rompiente entre mis brazos.
Cantad tendidamente sobre la arena vívida
y ofrezca el sol su duro beso ardiente
sobre los cuerpos jóvenes, continuos, derramados.

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