Emmanuel Bodin - Lo Que Nos Falta Por Hacer
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Franck tiene unos diez años más que yo. Su edad no había sido un problema. Al contrario, me gustó de inmediato. Físicamente era bastante normal: moreno, con perilla y esbelto. Su sencillez, su amabilidad, sus modales y su carácter afable que tanto necesitaba para sentirme segura me conquistaron. Me dejé seducir y llevar por la corriente de esta historia. Al cabo de unas cuantas semanas, todavía no sabía qué anhelaba a mi lado, si quería comprometerse de verdad o no, algo que sin duda había provocado que fuera más reservada con mis propios sentimientos. Me parecía que seguía enamorado de su ex. Sin embargo, su historia no había resultado ser más que una corta aventura, en comparación con nuestra floreciente relación. Franck salió devastado de este pasado, el habernos conocido fue lo que le devolvió los ánimos. Me encontró resplandeciente, como un rayo de sol que acababa de iluminar su monótona vida. Me encantaban las cosas bonitas que me susurraba, aun cuando el miedo me paralizaba por la misma razón.
Al cabo de unas cuantas semanas, tras regresar a Rusia, a Irkutsk, empecé a extrañar su presencia. ¿Acaso el hecho de vivir lejos de Francia era el motivo? ¿O quizás renacían en mí aquellos sentimientos que había despreciado? Quería protegerme, no sufrir, y ambos sabíamos a la perfección que nuestra historia tendría un final, una fecha de caducidad inevitable e infranqueable. Nuestra unión no podía prolongarse bajo ningún concepto. Habíamos jugado a los enamorados a través de una relación cuyo resultado ambos conocíamos. Cada uno debía poner punto final para construir un nuevo presente sin la presencia del otro. Como Franck me había hecho entender tan bien, vivíamos un amor imposible, y, aun así, fue efectivamente él quien más había deseado creer en él. No quiso dejar atrás nuestra historia. No quiso que nuestra unión se sumiera en la desgracia del pasado. Soñaba con vivir nuestro amor en el presente, pese a que ese presente no tenía nada que ofrecer. Durante meses, mantuvimos el contacto para no destruir los lazos. Me llamaba con frecuencia y me recomendaba estudios que podría continuar en Francia. Le habría encantado verme empezar un máster en lengua o literatura francesa. Poco le importaba en realidad. Deseaba que regresara lo antes posible. Desconozco si la soledad sentimental había influenciado su comportamiento o si de verdad me echaba de menos. No obstante, a mí me afectó notarle tan ansioso por mi presencia.
Nuestra correspondencia se mantuvo hasta que conocí al chico que vivía en la ciudad donde me encontraba. El presente acabó con un compromiso que se ahogaba en lo virtual. Soñar es algo maravilloso, pero la vida no puede construirse en base a un futuro incierto. Era tan joven, mi cuerpo deseaba vivir. No es humano permanecer solo durante mucho tiempo. Franck, analítico, me pidió que no pasara demasiado tiempo con esta persona. Le expliqué que la distancia entre nosotros había matado mis sentimientos en cierto modo: ya no sabía qué quería en realidad. Poco después de haberlo desplazado por completo, solo recibí reproches, hasta que su dolor desapareció con un nuevo idilio, salvo que la tristeza que se siente tras un fracaso amoroso, porque, reconozcámoslo, la decepción está ahí, no desaparece totalmente. Tiempo después, incluso en correos más calmados, siempre había cierto rencor y desprecio como telón de fondo.
Nuestra última conversación tuvo lugar a principios de año, cuando le llamé por su cumpleaños. Yo también cumpliría un año más en unas semanas y Franck me llamaría para felicitarme por mis veinticinco años… Por mí, todo debería de haber empezado de cero desde aquí; yo ya imaginaba cómo pasaría el día a su lado. En ese momento, me encontraba en la misma ciudad que una persona a la que aprecio y, sin embargo, me sentía tan distante, más lejos todavía que cuando vivía a siete mil kilómetros de París.
Considero mi historia como una forma de aprendizaje, compuesta de experiencias y de numerosos replanteamientos. He aquí la aventura.
2.
¡Qué tiempo tan magnífico! El verano parecía no querer llegar a su fin. La estación se prolongaba agradablemente, ideal para dar un paseo, pero, salir sola… ¡uf! Siempre he preferido la compañía, ya fuera para hablar o simplemente para pasar el rato.
Aquel mediodía decidí visitar los Jardines de Luxemburgo. Pronto volvería a estar en Montparnasse. Preferí dar un rodeo por Denfert-Rochereau, lo que alargaría considerablemente el recorrido, con el único objetivo de causar una casualidad. Sin embargo, aunque el destino haya previsto un plan distinto y el momento el lugar propicien una buena oportunidad, cualquier intento acaba en fracaso. Me demoré en el barrio, echando un ojo a los comercios, a las tiendas, esperando, como tonta, ver a Franck a lo lejos. Cualquiera me habría tomado por una turista desorientada que no sabe muy bien lo que busca, pero que se maravilla con todo tipo de cosas. Miraba en todas direcciones. No quería ni el jabón con olor a jazmín de la tienda de aromaterapia ni el cálido y apetecible cruasán de la panadería de al lado. Solo esperaba esa coincidencia. El corazón se me salía del pecho al pensar que su casa se encontraba tan cerca, apenas a unas calles. Solo tendría que tocar a su puerta para sorprenderle, pararme en frente de él, como cuando salíamos juntos. Esta vez, nada justificaba dicha acción.
Pasaba por delante de las innumerables cafeterías de la plaza Denfert-Rochereau, ralentizaba el paso, echaba vistazos al interior, me asomaba para intentar ver quién se encontraba al fondo. No había ni rastro de su sombra. De repente, escuché como alguien me llamaba. En repetidas ocasiones, han querido invitarme para tomar algo. Tipos ligones y fanfarrones. Ni más ni menos que el tipo de personas con las que he tenido la ocasión de codearme trabajando en bares. Caminé recto hacia adelante. Tenía la mirada fija en los pies, pensativa, decepcionada, cándida. Atravesé la plaza, recorrí la avenida Denfert-Rochereau, después, el bulevar Saint-Michel. Observaba a los transeúntes; los hombres me miraban, me sonreían alegremente, otros parecían intimidados y bajaban la mirada. Yo también bajaba la mirada, deprimida. Continué con mi camino. Cuando llegué al lado del parque, me senté en la terraza de una cafetería. Desde allí disfrutaba de las vistas de una de las entradas. Divisaba a parejas que se cogían de la mano, se besaban, se reían… La felicidad rodeaba a esas personas. La mía parecía perdida, extraviada, incluso, desaparecida.
Para no dejarme abatir por la melancolía pedí un helado de frutas del bosque y una limonada. Desde que era una niña, la boca se me hacía agua delante de estas exquisiteces.
Un peatón se paró para pedirme fuego. Le sonreí mirando de reojo y sacudí la cabeza. Este acercamiento, de lamentable banalidad, no dejaba lugar a dudas. Le respondí amablemente que no fumaba. Tras ello, empieza con el palabrerío.
–Señorita, es usted encantadora. ¿Puedo invitarla a tomar algo?
–Gracias, señor, pero me gustaría estar a solas en la mesa. Estoy esperando a mi prometido.
–Ah… Lo lamento, señorita. Su prometido tiene mucha suerte. Qué pase un buen día.
Inmediatamente el tipo se marchó. No siempre es tan fácil deshacerse de un individuo que quiere conocerte. A veces son muy insistentes. No dudo de la seriedad de algunos, pero la mayoría no quieren otra cosa que llevarte a la cama. Ya no me apetece. Solo me ha apetecido en contadas ocasiones… Puede ser que, en una ciudad diferente, con un estado de ánimo distinto, me dejase seducir… En ese instante, mis pensamientos se centraron en otra persona. El pobre, al que vi salivar al echarle el ojo a mis muslos, los cuales sobrepasaban la minifalda de temporada y resplandecían bajo el tórrido calor de esta prolongación del verano. Al hablarme, me di cuenta de que posó la mirada en mi escote. Es halagador, aunque descortés.
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