Guido Pagliarino - El Juez Y Las Brujas
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- Название:El Juez Y Las Brujas
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- ISBN:978-8-88-535675-7
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Todos habÃamos sido escogidos entre los que sabÃamos nadar, ya que tenÃamos órdenes allà indicadas de sumergirnos en el piélago y dirigirnos mar adentro, donde nos esperaba la barca de San Pedro.
Dejamos por tanto las armas sobre la arena, no sumergimos y empezamos a nadar. El sol empezó a ponerse y pronto el agua tomó el color de la naranja y, con gran disgusto, vimos entonces culebras y otros reptiles asquerosos en torno a nosotros sobre el agua y sentimos que tocábamos otros con las piernas y la espalda. Estuvo a punto de entrarme en la boca una pequeñÃsima serpiente con rayas amarillas y verdes no más grande que mi dedo medio. Por si fuera poco, llegaron sobre nosotros nubes de mosquitos, posándose muchos sobre nuestras frentes y sobre nuestras orejas para chuparnos la sangre. Continuamos, rezando y dándonos ánimos unos a otros, y de repente, en vez de la barca de San Pedro, divisamos otra orilla: no era por tanto el Mar de la Pureza que nos habÃa puesto como meta el Papa el que rodeaba nuestros cuerpos, sino que los envolvÃa una gran laguna de agua salada.
Nadamos hasta esa playa, ya casi agotados, mientras nos rozaba un número aún mayor de reptiles y llegamos finalmente a la orilla.
¿Qué hacer ahora? CaÃmos sobre la arena, jadeantes, pero enseguida ordené imperioso:
â¡Sigamos! âPoniéndome en pie en un rápido acceso de orgullo. Ya estaba casi oscuro.
Eso hicimos; sin embargo, tras dar unos pocos pasos, un terremoto extrañamente silencioso sacudió por un momento la tierra a nuestros pies, abriendo un barranco que se tragó a Veniero Salati, que estaba junto a mÃ, y a todos los demás, aparte de mÃ: de hecho, en ese mismo momento, salió un brazo de una niebla lechosa que se habÃa formado misteriosamente a mi lado y su mano, que llevaba en el dedo el anillo episcopal, me agarró.
En ese momento me desperté en mi dormitorio: todavÃa era la noche entre el lunes y el martes.
Solo más adelante entenderÃa el sentido de esa pesadilla. Mostraba tanto los próximos acontecimientos como mi futuro y el de mis colaboradores: un año después, el papa Pablo IV, en competencia con iguales acciones de los protestantes, habrÃa reanudado con la máxima diligencia, más horrenda que nunca, la caza de los errados. El futuro cardenal Micheli se sabe que trabajó en contra de la homicida voluntad papal, logrando al menos hacer condenar a una parte de los investigados a la prisión en lugar de la muerte: para acoger a todos los reclusos habÃa sido necesario ampliar la prisión de la Inquisición. La masacre habÃa sido espantosa de todos modos y también fueron ejecutados el teniente comandante Angelo Rissoni y Veniero Salati, convertido hacÃa tiempo en Juez General en mi lugar. El cardenal Micheli, por orden directa de Su Santidad, habÃa sido encarcelado sin proceso hasta la muerte de aquel excelente Papa. Solo yo, que habÃa entrado en un convento de clausura un año después de ese sueño dantesco, viviendo como un penitente sencillo e ignorado, habÃa superado indemne hasta hoy cualquier persecución.
En ese momento no entendà de inmediato el sentido de la alegorÃa, pero advertà enseguida con seguridad que la exclamación que habÃa oÃdo hacia la mitad del sueño, «Soberbia» era una advertencia y que provenÃa del Bien, no de Satanás.
CapÃtulo IV
Al dÃa siguiente, por la tarde, mientras estaba con el cuerpo de guardia atento a la conversación con el teniente comandante, un policÃa funcionario del ayuntamiento de Grottaferrata acudió a mà en el tribunal. Me comunicó delante de los hombres de armas que el párroco de su pueblo sentÃa que su vida estaba acabándose y que querÃa hablarme de algo muy grave antes de expirar.
En realidad tenÃa previsto visitar a Mora ese dÃa. Por tanto, aunque de mala gana y después de no pocas vacilaciones, dije que sà al funcionario, aunque estando delante de tantos testigos no habrÃa podido hacer otra cosa: como Juez General debÃa dar ejemplo del sentido del deber moral y de la caridad. Le pedà sin embargo que me esperara, porque no pretendÃa cabalgar solo por un camino inseguro, ni tampoco apartar a los guardias del tribunal de su tarea por motivos no oficiales y obtuve también la promesa de que me acompañarÃa de vuelta a Roma.
No pude advertir a mi amada, pero al no ser la primera vez que me entretenÃan mis obligaciones, estaba seguro de que no se preocuparÃa. Por otra parte, ella sabÃa bien que me lo debÃa toda a mà y nunca se habÃa quejado.
No tuvimos ningún percance en el viaje y llegamos al pueblo hacia el anochecer.
El policÃa me condujo directamente a la casa del párroco. Allà me abrió un sacerdote que sufrió un evidente sobresalto cuando me reconoció.
âEl párroco acaba de confesarse y todavÃa esta lúcido âme dijo en voz baja al conducirme por las escaleras en dirección a la habitación de su superiorâ. Ya le he dado la eucaristÃa y la unción y parece que esta le ha fortificado, porque ha recuperado la palabra más fuerte y clara.
La mejora que habitualmente precede a la muerte, pensé espontáneamente y me turbé de inmediato: como buen cristiano, aceptaba con fe la capacidad taumatúrgica del santo óleo; ¿por qué entonces me habÃa venido a la mente ese pensamiento blasfemo? No cabÃa la menor duda, seguro que habÃa sido el diablo. ¿Tal vez no querÃa que hablara con el párroco? Hice la señal de la cruz y empecé a rezar mientras entraba donde estaba el moribundo, imitado por el sacerdote y el guardia, que subÃa detrás de mÃ. Seguro que pensaban que era una oración para aquel moribundo, aunque por el contrario no habÃa tenido esa intención.
La habitación, muy pequeña, estaba miserablemente amueblada, con un banco monacal, unas estanterÃas de madera para libros y, como catre, tres tablas recubiertas de paja colocadas sobre caballetes. El local estaba apenas iluminado por dos cirios.
El párroco parecÃa adormilado, pero con nuestros rezos abrió los ojos y se volvió hacia mà con expresión de alivio y emitiendo un lamento.
âEs el cilicio âsusurró el cura joven en cuanto terminamos la oraciónâ, lo lleva desde hace muchos años y no ha querido quitárselo ni siquiera ahora.
âDéjanos solos y vete âle ordenéâ. También tú âme dirigà al policÃaâ. Por hoy, ni hablar de volver. Dormiré aquÃ. Venid a buscarme al alba y entretanto pedid la debida autorización al burgomaestre en mi nombre.
Una vez a solas, el párroco me hizo señas para acercar el banco a su catre.
En cuanto estuve junto a él, empezó a hablarme y a medida que me iba contando yo iba quedándome cada vez más boquiabierto.
Me habló de Elvira, la bruja contra la que habÃa prestado testimonio años antes.
La mujer habÃa llegado siendo todavÃa joven de Benevento, lugar tristemente famoso de mujeres malignas en sus alrededores en donde, según habÃa contado el teólogo Spina en su tratado, se reunÃan debajo un nogal a realizar cosas horribles y concertar otras nuevas. Su madre habÃa sido una de ellas. Ya conocÃa a esa bruja al haberlo leÃdo en el libro de aquel docto dominico. Apoyada un dÃa, como un buitre, encima de una rama del nogal, habÃa pasado cerca de ella, solo, un joven comerciante, jorobado pero de bellas facciones y noble parla, que, al ver a la bruja, mujer por otro lado bastante bella aunque no muy joven, se habÃa acercado a conversar con ella. Ella le habÃa deseado de inmediato de acuerdo con la voluntad más bestial y le habÃa prometido quitarle la joroba para siempre si aceptaba satisfacerle. Asà habÃa sucedido. Al pasar por Benevento, en la posada, después de muchos brindis, el comerciante, entre risas, habÃa contado el hecho para luego alejarse hacia su destino sin poder ser interrogado antes por las autoridades. Asà que no se habÃan podido conocer las facciones de la bruja para arrestarla. Sin embargo habÃa sucedido que, habiéndose corrido rápidamente la voz, un vecino de los alrededores, también jorobado, habÃa ido al nogal esperando encontrarse con la hechicera y conseguir también ese acuerdo. Estaba allÃ, pero el hombre era tan feo y su aliento olÃa tanto vino que la bruja, molesta, en lugar de quitarle la joroba, le habÃa añadido otra sobre la que ya tenÃa. Al volver desesperado al pueblo, el campesino habÃa contado su desventura. Según algunos de aquellos que le habÃan visto y escuchado, su joroba se habÃa doblado con creces; según otros, habÃa aumentado, pero solo un poco; para otros más, que según Spina trataban de consolar a la vÃctima, el bulto era casi casi casi el mismo. Dos guardias le habÃan escuchado y, de inmediato, para que no huyese como el otro, le habÃan tomado declaración. Obtenida la descripción de la bruja, esta habÃa sido identificada y arrestada inmediatamente en su casa: habÃa explicado a Spina que, habiendo tenido como todas sus iguales la facultad de volar, la bruja habÃa llegado su morada antes incluso de que llegase de Benevento el pobre hechizado. También resultaba del tratado que la hechicera, soltera, tenÃa una hija, fruto indubitable, según la intuición inmediata de la gente, de la cópula entre ella y el demonio, a la cual, sin embargo, no se habÃa podido capturar. Como supe por el párroco, la niña, que estaba fuera de casa en el momento del arresto, al volver habÃa sido vista y arrastrada por la fuerza a la tienda del joven sastre del pueblo, un judÃo mal visto y a menudo insultado por todos, que la habÃa escondido por solidaridad hacia los perseguidos y también por estar cautivado desde hacÃa tiempo por la belleza de la joven. Allà Elvira habÃa tenido que sufrir los gritos horribles de la madre torturada en el vecino tribunal, la cual, solo después de dos dÃas, habÃa sido condenada e inmediatamente quemada para calmar al agitado vulgo. Esa tarde, aprovechando la aglomeración de los alterados campesinos en torno al fuego, la joven habÃa huido, acompañada por el sastre, que, por prudencia y disgustado con aquel pueblo, habÃa preferido también irse de Benevento. Desde lejos, la joven habÃa visto arder a su madre y habÃa oÃdo sus desgarradores gritos. HabÃan vivido como vagabundos, él cosiendo ropas de un pueblo a otro, ella vendiendo un licor de color pajizo de gusto exquisito que el párroco aseguraba haber probado muchas veces, cuya fabricación habÃa aprendido de la madre, herborista y lavandera. Todo esto se lo habÃa contado ella misma al arcipreste tiempo después, al que habÃa llegado finalmente encinta después de muchas peripecias, pidiéndole que le acogiera por un tiempo. Acababa de huir de un grupo de bandoleros donde habÃa permanecido como esclava durante años después de que, por el camino, la hubieran capturado después de haber matado a su compañero. El párroco, conmovido, le habÃa encontrado un trabajo como sirviente en la piadosa familia de un notario, donde habÃa podido dar a luz en paz una niña, consiguiendo permiso para quedarse con ella en el desván y criarla. Desgraciadamente con ellos habitaba un hermano del jefe de familia, también jurisperito pero de un carácter muy distinto: era un vago que, habiendo conseguido a duras penas el doctorado, no habÃa querido ejercerlo y se habÃa gastado todo el patrimonio del padre en vicios. Asà que era mantenido y vestido por su hermano por caridad, mientras se trataba de encontrarle una ocupación decorosa y que no le cansara mucho. En cuanto Elvira recuperó sus formas naturales, ese depravado le habÃa atacado y habÃa tratado de poseerla brutalmente, pero la mujer, de complexión fuerte y aún más fortalecida por su vida vagabunda, le habÃa golpeado y aturdido con un candelabro. La patrona de la casa habÃa asistido a las últimas fases de la pelea, sorprendida por los gritos de su sirvienta. Las ropas de ellas estaban desgarradas, los moratones no dejaban dudas sobre la culpabilidad del hombre, pero era el hermano del notario. ¿Qué hacer? Esos buenos cristianos no querÃan que la mujer sufriera ninguna maldad ajena, pero el otro siempre serÃa un pariente. Tras meditar y vacilar, vacilar y meditar, le habÃan entregado por fin una suma para que se fuera de la casa y, si era posible, del pueblo. Sin embargo, la desventurada, ya cansada de vagar y siendo su hija todavÃa demasiado pequeña, habÃa preferido quedarse en una casita cercana al bosque. Allà habÃa perfeccionado el arte aprendido de su madre, la preparación y venta de su licor y de infusiones medicamentosas y la ayuda en el parto a las mujeres del pueblo. El trabajo elegido fue una de las causas de su mal. También influyó el que se dedicara asimismo a la venta de pájaros migratorios que sabÃa capturar con redes y conservaba vivos, a la espera de compradores, en una gran jaula.
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