Guido Pagliarino - Vittorio El Barbudo

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Nueva York, atardecer del 30 de marzo de 1972. Durante un banquete político de las elecciones presidenciales estadounidenses, organizado por el candidato aspirante y senador Donald Montgomery, es asesinada con un arma de fuego una de sus seguidoras, una señora joven y rica, esposa del muy rico Peter White, una mujer persistente en el adulterio, que tuvo una relación en los años 50 con el italiano Vittorio D’Aiazzo, subinspector turinés, y en 1969 con su amigo Ranieri Velli: un individuo misterioso aparece de repente en la puerta del comedor, después de matar a un vigilante de seguridad que le obstruía el paso, acaba con la mujer y huye desapareciendo. Del asesino, enmascarado en la parte superior de la cara, los convidados, entre ellos el propio Velli, solo pueden distinguir su aspecto robusto, su baja estatura y su gran barba grisácea, rasgos característicos de Vittorio D’Aiazzo. Y además en ese momento este no está en Italia, sino precisamente en Nueva York.
Publicado por primera vez en 2010 con GDS Edizioni y ya descatalogada, esta novela ha sido revisada y modificada en profundidad por el autor y su nueva redacción la publica Tektime. Se basa en los personajes del subinspector Vittorio D’Aiazzo y su amigo Ranieri Velli, que ya aparecen en otras obras del autor. Se desarrolla en el año 1972, después de la novela Il metro dell’amore tossico, ambientada en 1969 y la historia tiene en parte lugar en Nueva York y en parte en Turín, como en los acontecimientos de la citada obra. En esta novela encontramos, además de los dos personajes principales, diversos secundarios, entre ellos el interesado editor Mark Lines y el gélido multimillonario Donald Montgomery, antes director del FBI y ahora miembro del Senado y candidato a la presidencia de Estados Unidos contra el presidente saliente M. N. Richard: La tarde del 30 de marzo de 1972, durante una cena electoral organizada por Montgomery, es asesinada con un arma de fuego una de sus seguidoras, una señora joven y rica, esposa del muy rico Peter White, una mujer persistente en el adulterio, que tuvo una relación en los años 50 con Vittorio y en 1969 con Ranieri: un individuo misterioso aparece de repente en la puerta del comedor, después de matar a un vigilante de seguridad que le obstruía el paso, acaba con la mujer y huye desapareciendo. Del asesino, enmascarado en la parte superior de la cara, los convidados, entre ellos Ranieri Velli, solo pueden distinguir su aspecto robusto, su baja estatura y su gran barba grisácea, rasgos característicos del subinspector Vittorio D’Aiazzo. Y además en ese momento no está en Italia, sino precisamente en Nueva York, junto con su novia, Marina Ferdi, viuda del difunto comisario Verdoni anterior segundo de Vittorio. Hay que añadir que el nombre de D’Aiazzo está incluido en la lista de los invitados a la muy exclusiva cena. Salvo Ranieri Velli, que oculta su amistad, los testigos reconocen y señalan como asesino al subcomisario, que es acusado de homicidio, junto a su acompañante, por el fiscal neoyorquino, amigo y partidario de Montgomery. Este último desea demostrar que no se trata de un falso atentado contra su persona ideado por él mismo, como insinúa por el contrario con insistencia el presidente saliente Richard, en busca de publicidad electoral y que lamentable había terminado mal por un error de puntería de quien disparó. El fiscal del distrito está completamente decidido a conseguir la condena de Vittorio por presuntas razones pasionales, por odio a la mujer que le había abandonado en su momento. El subcomisario y su novia son extraditados a Nueva York para la instrucción del juicio, que, como es sabido, en Estados Unidos se realiza en audiencia pública, con jurado y juez. Todavía estamos en los primeros compases de la novela. Varias de las páginas siguientes presentan diversas fases de la vista. La joven abogada defensora de D’Aiazzo, Sarah Ford, defiende al principio un delito pasional por parte del marido, varias veces traicionado por la víctima, Mr. White. En cuanto a Ranieri Velli, deseoso de ayudar a su amigo, pero incapaz de actuar en persona fuera de Italia, investiga por medio de la agencia de detectives privados Taylor & Taylor. También investigan informalmente dos colaboradores de Vittorio, los comisarios Aldo Moreno y Mauro Sermoni, tratando de demostrar la inocencia de su superior y encontrando en cierto momento en Turín importantes indicios que, junto con los datos recogidos por Ranieri y la abogada, conducirán a la solución.

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–Hola, acabo de volver de un viaje: ¿quieres quedar para vernos?

–Sí —me respondió D’Aiazzo con su fuerte acento napolitano y, como hacía a menudo, intercalando algunas palabras de su dialecto—, me gustaría mucho, hace toda una vida que no nos vemos. ¿Dónde has estado?

–En Nueva York.

–En Nueva… ¡pero qué casualidad! ¡También nosotros estábamos en Nueva York! ¿Cuándo has vuelto?

–Ayer por la mañana, en el vuelo de Alitalia que salía a las diez.

–… y nosotros en el vuelo nocturno anterior: por poco no coincidimos en el mismo avión, Ran. Escucha: ¿por qué no vienes a cenar a nuestra casa esta tarde? ¿Puedes? —Estaba muy contento. Luego, como se dirigiera a otros—: Um… Está bien— y luego a mí—: Escucha, Ran, hagamos otra cosa, te invitamos a nuestro restaurante habitual en Corso Palestro a las ocho y así te presento también a la persona que te ha contestado antes. ¿De acuerdo?

Evidentemente, su amor no quería cocinar para mí.

–De acuerdo, nos vemos esta tarde a las ocho —le confirmé.

CAPITOLO IV

Se presentó en el restaurante completamente solo.

Yo ya estaba sentado en la mesa. En cuando se sentó, le pregunte:

–… ¿y la persona que tenías que presentarme? Mira: hoy es primero de abril: ¿no será que…?

–¡No! ¡No es ninguna broma! Y menos de alguien como yo que ya tiene cincuenta y cinco años… No, a Marina la has escuchado al teléfono esta mañana. Lo que pasa es que… tenía migraña. Pero te conocerá encantada en nuestra casa, alguna otra tarde y entonces… bueno, vale, te digo la verdad, es que siempre quiere que todo esté dispuesto con mucha anticipación. También me gusta por esto: Marina es una mujer exactamente como yo, bueno… es decir, ella es femenina, pero… bueno, me has entendido, ¿no?

–… ¿y cohabitáis more uxorio ? —pregunté maliciosamente con una sonrisita que recalcaba bien el more uxorio , al saber bien sus ideas sobre el matrimonio y el pecado de mi muy católico amigo, pero ya había llegado el camarero para tomar nota de lo que pedíamos y Vittorio me hizo un gesto con la mano para que lo dejara para luego.

Cuando este se alejó, me respondió:

–Sí, señor, vivimos juntos, pero solo desde hace un par de días. Antes quisimos hacer un viaje de un par de semanas para conocernos mejor. Me tomé unas vacaciones y fuimos a Nueva York y sus alrededores, incluidas las cataratas del Niágara, que son algo —pronunció sílaba a sílaba— ¡im-pre-sio-nan-te! Las has visto, ¿no?

–En realidad, no.

Tampoco me escuchó y continuó entusiasta:

–A Marina la conocí en el funeral de su marido, pero luego la encontré en una circunstancia más feliz, hace unos dos meses… ¿sabes dónde?

–En una fiesta de disfraces —le respondí sonriendo.

–¿Cómo lo has sabido?

–Bueno, en realidad… era una ocurrencia.

–¡Ah! Pues fue precisamente en una fiesta de disfraces, la del carnaval de nuestro círculo… Caramba, ¿qué querías insinuar con lo de «disfraz»? ¿Qué había conocido a una fea? ¿O que el feo era yo?

–Pero hombre, era una ocurrencia tonta, sin mala intención.

Me tranquilizó rápidamente apretándome la muñeca izquierda:

–Lo mío también era una broma, Ran, ¿qué te creías? ¿No habrás pensado que me iba a molestar por algo así?

–N… no. ¡Qué va!

En realidad, sí: me vino a la cabeza una escena tremenda que Vittorio me había hecho tres años antes, aunque fue por razones bastante más serias.

Le pregunté:

–¿Cómo es Marina?

Abrió de par en par la boca y los ojos y miró a lo alto durante un par de segundos, como extasiado por una visión celestial y luego, tras recuperar una expresión normal de contento, dijo:

–Mira, solo te digo que es exactamente mi tipo. Es un tesoro y me quiero casar con ella. Tiene poco más de cuarenta años y es la viuda del comisario jefe Verdoni, que el año pasado fue nombrado subinspector en Novara y, de tanta alegría, murió de un infarto.

No pude contener una carcajada.

Por el contrario, él se entristeció:

–A propósito de los muertos… me entristece por mi mujer, pero sería un embustero si dijera… En resumen, la decisión de convivir con Marina podría convertirse en matrimonio, porque tú sabes de la muerte de…

Me puse serio, incluso compungido:

–Sí, incluso fui testigo del homicidio.

–¡¿Qué me dices?!

–Estaba invitado al banquete de Montgomery.

–¡Ah!

–He incluso he visto al asesino por un momento.

–¡Ah! ¿Entonces tendrás que hacer de testigo?

–No lo sé, tal vez no, pues todos los presentes en la sala pudieron entrever al asesino, no me han dicho que también me vayan a citar.

–Entiendo. Aparte de esto, por una parte, me entristece realmente que esté muerta, aunque confieso que, por otra… bueno, ahora me puedo volver a casar por la iglesia, así que su muerte me entristece y… al tiempo no me entristece. ¿Será pecado? —Se apretaba nerviosamente la punta de su barba gris con el pulgar y el índice de la mano izquierda.

–No me lo preguntes a mí, pregúntaselo a tu confesor —le dije maliciosamente, como ese laico inoxidable que soy.

–Tienes razón —me respondió con toda seriedad.

–… y deberías también confesar la cohabitación antes del matrimonio —le sugerí todavía con más malicia.

–Sí, sí… ¡vale! —Y empezó a atacar una humeante pasta con judías, que llevaba unos pocos segundos en la mesa.

CAPÍTULO V

—Ran. ¡me ha pasado algo de locos! —casi me gritó al otro lado de la línea Vittorio sin saludarme—. Necesito tu declaración —Era el tercer día después de la cena.

–¿Qué ha pasado? —me preocupé.

–¡No te lo vas a creer! ¡A ese pedazo de idiota de Montgomery se le ha metido en la cabeza que fui yo quien asesinó a Bimba! Todavía se cree que dirige el FBI, ese sabihondo. ¿Has visto la televisión? Lo has oído, ¿no?, que sus adversarios han hecho correr la voz de que había organizado un falso atentado para hacerse publicidad, un atentado que habría acabado involuntariamente en tragedia.

–… ¿y para exculparse te ha acusado?

–Sí, debido a la barba y a una carta anónima contra mí que le han debido mandar, con la acusación de que yo odiaba a mi mujer y de que quería matarla, además del hecho, ¡figúrate! de que yo estaría en la lista de invitados al banquete. En resumen, ven conmigo a ver al juez instructor. Está a un paso de tu casa, en la calle Corte d’Appello: es el doctor Rossi, que te está esperando. Tu viste al verdadero asesino ¿verdad?

–Más o menos.

Estaba en medio de la redacción de un artículo para la tercera página de mi periódico, la Gazzetta del Popolo , pero no podía negarme:

–De acuerdo, me visto y estoy allí enseguida.

Donald Montgomery, que había conocido a Vittorio durante nuestra aventura americana, había reconocido precisamente a mi amigo como el barbudo asesino, aunque, como todos y como yo, como máximo podía haberlo atisbado. Sin duda habían influido de manera importante la carta anónima y el nombre de D’Aiazzo entre los invitados al banquete. El gobernador se había dirigido a la fiscalía del distrito de Nueva York, que a su vez había pedido la extradición de Vittorio. La culpa de esa acusación podía haber sido también un poco mía, como entendí enseguida: en el libro sobre las vicisitudes vividas en Estados Unidos con mi amigo había hablado, aunque fura usando nombres falsos, de su mujer divorciada y del hecho de que estaba todavía enamorado y celoso y esa afirmación se reflejaba también en la película que se había rodado.

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