Marian Keyes - Sushi Para Principiantes

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Sushi Para Principiantes: краткое содержание, описание и аннотация

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Lisa, editora de una revista de moda londinense, se cree genial. Lo tiene todo: un novio fotógrafo guapísimo, se viste de Prada, solo va a los sitios fashion… Pero de repente la mandan al fin del mundo, a lanzar una nueva revista en Dublín, donde ni siquiera habrá una tienda de Versace, ni de Moschino, ni de nadie que valga la pena. Primero se pone furiosa y luego se deprime, pero Lisa no es una perdedora.
Su nuevo jefe es bastante atractivo pero al parecer tonto, ya que no le hace caso. Prefiere, aunque parezca inconcebible, a su ayudante Ashling, modesta, trabajadora, buena chica, sufridora de primera categoría, la que siempre quiere ayudar a todos…
Como muchos libros, Sushi para principiantes trata de la búsqueda de la felicidad.

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– Y ¿qué me dices de Marcus?

– Necesitaba desesperadamente un poco de emoción y diversión.

– Podías haberte aficionado al puenting.

Clodagh asintió, acongojada.

– O al rafting. -Pero a Ashling no le hizo ninguna gracia, contra lo que Clodagh esperaba-. Me sentía insatisfecha y frustrada -prosiguió-. A veces tenía la sensación de estar asfixiándome…

– Muchas madres se sienten insatisfechas y frustradas -le espetó Ashling-. Mucha gente se siente así. Pero no le ponen los cuernos a su marido a la primera de cambio. Y menos aún con el novio de su mejor amiga.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! Ahora me doy cuenta, pero entonces no me enteraba de nada. Lo siento. Pensaba que como me sentía tan desgraciada me merecía conseguir algo que deseaba.

– Sí, pero ¿por qué Marcus? ¿Por qué tuviste que elegir a mi novio?

Clodagh se sonrojó y agachó la cabeza. Admitiendo aquello corría un riesgo importante.

– Seguramente habría servido cualquiera -dijo.

– Sí, pero elegiste a mi novio. Porque no me tenías ningún respeto.

– No mucho -reconoció Clodagh, abochornada-. Y me odio por ello. Ahora estoy muy arrepentida de lo que hice. Daría cualquier cosa por que me perdonaras.

Tras una larga y tensa pausa, Ashling suspiró y dijo:

– Te perdono. A ver, ¿quién soy yo para juzgarte? Mi vida tampoco ha sido perfecta. Como tú misma dijiste, soy una víctima.

– Siento mucho haber dicho eso.

– No lo sientas tanto. Tenías razón.

El rostro de Clodagh se iluminó.

– ¿Significa eso que podemos volver a ser amigas?

Hubo otra larga pausa que Ashling utilizó para reflexionar. Ambas eran amigas desde que tenían cinco años. Amigas íntimas. Habían vivido juntas la infancia, la adolescencia y los primeros años de la vida adulta. Tenían una historia común, y Clodagh la conocía mejor que nadie. Aquel tipo de amistad no era muy corriente. Pero…

– No -dijo Ashling rompiendo el silencio-. Te perdono, pero no confío en ti. Que tu mejor amiga te robe un novio es tener mala suerte, pero que te robe dos es ser imbécil.

– Pero he cambiado. Te lo prometo.

– Eso no importa -repuso Ashling con tristeza.

– Pero si…

– ¡No!

Clodagh se dio cuenta de que era inútil insistir.

– De acuerdo -susurró-. Será mejor que me vaya. Lo siento mucho, de verdad; solo quería que lo supieras. Adiós.

Echó a andar y se dio cuenta de que estaba temblando. Las cosas no habían salido como esperaba. Los últimos meses habían sido muy desagradables para Clodagh. Estaba impresionada por lo dolorosa que resultaba su vida. No solo su nueva condición de madre soltera, sino también la oportunidad que había tenido de comprender lo egoísta e interesado que había sido su comportamiento.

El arrepentimiento era una emoción nueva para ella, y Clodagh creía que si explicaba que se había dado cuenta de lo egoísta que había sido, y si remarcaba cuánto lo lamentaba, la perdonarían. Que inmediatamente todo volvería a ser perfecto. Pero había subestimado a Ashling y aprendido otra lección: el que ella lo sintiera no significaba que los demás estuvieran dispuestos a perdonarla, y el que los demás la perdonaran no significaba que ella se sintiera mejor.

Triste y angustiada, y todavía agobiada por el recuerdo del daño que había causado, se preguntó si algún día podría reparar ese daño. ¿Volverían las cosas a la normalidad?

Pasó por delante de Hogan's y un grupo de chicos se fijó en ella y empezó a silbar y a lanzarle piropos. Al principio los ignoró, pero luego tuvo un capricho, se apartó el cabello de la cara y les lanzó una deslumbrante sonrisa que provocó una entusiasta reacción en los chicos. Le subió el ánimo inmediatamente.

Al fin y al cabo, la vida continuaba.

Entretanto, Lisa, después de dejar a Ashling y Clodagh en el vestíbulo, se había ido andando a casa. Había empezado a hacerlo para compensar todas las cenas que Kathy le obligaba a comerse. Mientras caminaba hacía todo lo posible para mantener a raya la tristeza. «Soy estupenda -se recordaba-. Tengo unos padres estupendos. Tengo un estupendo trabajo nuevo de consultora de medios de comunicación. Llevo unos zapatos estupendos.»

Cuando entró en su calle, había un vecino sentado en la puerta de su casa, esperándola. Lo que le sorprendía era que no le hubiera pedido la llave a Kathy.

Los echaría de menos cuando volviera a Londres. Aunque según Francine no tendría ocasión de echarlos de menos, porque tendría tantas visitas que sería como si no se hubiera marchado de Dublín.

Pero ¿quién era el que había en la puerta? ¿Francine? ¿Beck? No, no era una chica, de modo que no podía ser Francine; y era demasiado corpulento para ser Beck, y… Lisa se tambaleó al ver que era negro, de modo que no podía ser ninguno de los dos. Era Oliver.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó, perpleja, desde cierta distancia.

– He venido a verte -contestó él.

Lisa llegó a la puerta de su casa y Oliver se levantó con una amplia y blanca sonrisa.

– He venido a buscarte, nena.

– ¿Por qué?

Abrió la puerta y ambos entraron en el recibidor. Lisa estaba desconcertada, y un tanto resentida. Llevaba todo el día convenciéndose de que debía seguir adelante y ahora él echaba todos sus planes por tierra.

– Porque eres la mejor -se limitó a decir, y volvió a esbozar su deslumbrante sonrisa.

Lisa dejó las llaves sobre la mesa de la cocina.

– Llegas un poco tarde -replicó ella con insolencia-. Acabamos de divorciarnos.

– ¿Sabes qué? -dijo él, con gesto pensativo-. Lo del divorcio me ha sentado fatal. ¡No te imaginas la de vueltas que le he dado! En fin, nada nos impide casarnos otra vez.

»Lo digo en serio -insistió después de que Lisa lo mirara como diciendo "estás como un cencerro".

Ella le lanzó otra de aquellas miradas, pero de pronto sus pensamientos se desbocaron. La idea de volver a casarse con Oliver era ridícula pero tentadora. Sumamente tentadora, aunque solo durante una milésima de segundo; luego Lisa volvió a la realidad.

Con tono cortante, preguntó:

– ¿Es que no te acuerdas de lo desagradable que era? Al final discutíamos continuamente, y era muy duro. Tú me odiabas y odiabas mi trabajo.

– Sí -admitió Oliver-, pero yo también tengo parte de culpa. Era demasiado arrogante. Cuando cambiaste de opinión respecto a tener un hijo, debí escucharte. Sé que intentaste decírmelo, nena, y yo no quería saberlo. Por eso cuando me enteré de que seguías tomando la píldora me puse furioso. Pero si te hubiera escuchado…

»Además, ya no eres tan insensible como antes. Ni mucho menos. Lo siento, nena -añadió al ver que ella se irritaba-, pero no lo eres.

– ¿Y eso es bueno? -preguntó ella con escepticismo.

– Sí, claro que es bueno. Lisa, llevamos más de un año separados -prosiguió Oliver con dulzura-, y yo sigo sin acostumbrarme. No he conocido a ninguna mujer que se pueda comparar a ti.

Oliver la miraba con gesto inquisitivo, esperando algún tipo de aliento o aprobación, pero ella no se los dio. El optimismo de Oliver se transformó en nerviosismo.

– A menos que hayas conocido a otro hombre -dijo-. En ese caso desapareceré del mapa y no volveré a molestarte.

Lisa lo miraba con expresión inescrutable. Quiso lanzarle una sonrisilla como diciendo «puede que sí, puede que no». Con eso zanjaría aquella absurda y peligrosa situación. Pero de pronto decidió no hacerlo. Nunca había jugado con Oliver, así que ¿por qué empezar ahora?

– No, Oliver. No he conocido a nadie.

– De acuerdo -asintió con la cabeza, lenta y concienzudamente-. Bueno, no quiero alargarme demasiado. -Hizo una breve pausa y continuó-: Todavía te quiero. Ahora que somos mayores y más maduros… -risita de duda- creo que lo haríamos mejor.

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