Janelle Denison - Prisioneros del Amor

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La cazadora de recompensas Joelle Summers era muy buena en su trabajo, hasta que detuvo por error a Dean Colter, un atractivo hombre de negocios. A diferencia de sus prisioneros habituales, Dean parecía dispuesto a cumplir todas las fantasías de Joelle. Y aunque él clamaba su inocencia, ella no tardó en descubrir que no era tan inocente…
Después de años trabajando como un esclavo, Dean Colter quería una aventura, pero que lo secuestrara una hermosa cazadora de recompensas, aficionada a esclavizar a sus prisioneros, no era exactamente lo que había planeado. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que ser su cautivo también tenía sus ventajas. Quizá fuese ella la que pusiera las esposas, pero Dean tenía la llave que abría las pasiones más desatadas de aquella ardiente mujer.

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Unos minutos después estaban dentro de la habitación, con las mochilas de cada uno y las bolsas de la comida. Tras asegurar los cerrojos de la puerta y poner en marcha el aire acondicionado, Jo alzó la mirada hacia su silencioso prisionero, que esperaba de pie pacientemente en el centro de la habitación. Por primera vez se sintió verdaderamente consciente de los anchos hombros, los musculosos brazos, los fuertes muslos… Era realmente impresionante. Con otro tipo de similar constitución física, habría sentido que podía correr peligro, pero con Dean se le antojaba imposible. No parecía dispuesto a saltar sobre ella en cuanto se diera la vuelta, sino que, por el contrario, estaba en una postura relajada y calmada, observándola con una mirada cálida y casi diría que sensual.

También era más alto de lo que le había parecido en un principio, en cualquier caso bastante más alto que ella. De hecho, Jo, con su metro sesenta y ocho de estatura, sería lo que en moda calificaban como «petite». Odiaba aquella palabra, por el significado implícito que parecía tener para los hombres: «pequeña», «delicada»… Un «peso pluma», el apodo con el que a Noah le gustaba mortificarla. En parte era ella quien había propiciado aquel apelativo, con su decisión de entrar en el cuerpo de policía: «Pero si eres un alfeñique», la picaban sus hermanos.

Sin embargo, por desgracia, aunque había logrado demostrar su fuerza física, su agilidad, y su resistencia, había fallado miserablemente a la hora de demostrar la fortaleza mental y emocional que aquel trabajo requería, un fallo que le había costado la vida a Brian.

– Cariño, la comida se enfría -la voz de Dean la sacó de sus pensamientos. Parecía cansado y soñoliento, igual que ella-. Por cierto, ¿vas a quitarme las esposas o tendré el placer de que tú misma me des de comer?

Por como lo había dicho parecía que no le importaría nada que ella se decantase por la segunda opción. Jo controló sus pensamientos para que no siguieran aquella dirección, y miró en derredor, considerando el asunto. Había una mesa pequeña y rectangular entre la segunda cama y el rincón.

– Te liberaré solo una mano para que puedas utilizarla para comer. El otro extremo de las esposas lo ajustaré a la pata de esa mesa. Es más de lo que suelo ofrecer a mis prisioneros, así que no me hagas arrepentirme.

– Sí, señorita -murmuró Dean.

– Un movimiento en falso y no solo te tumbaré con mi pistola de fogueo, sino que durante el resto del viaje estarás todo el tiempo esposado de pies y manos. ¿Entendido?

Dean asintió amigablemente.

– Por supuesto.

Una vez aclarados los términos del juego, Jo lo sentó en una silla junto a la mesa y, rápida y eficazmente, abrió las esposas. Le dejó libre la mano derecha, mientras que unía el otro extremo de las esposas a la pata de la mesa.

Dio un paso atrás y se quitó la camisa que llevaba sobre la camiseta de algodón, dejando al descubierto el revólver que llevaba. Los ojos de Dean fueron del arma a su rostro, y su sorpresa inicial se transformó en una sonrisa juguetona:

– Y yo que creía que era el único con una pistola oculta… -la picó-. ¿Está cargada?

Jo frunció los labios pero no contestó. Dean gimió aliviado mientras giraba los rígidos hombros y estiraba los brazos.

– Gracias por soltarme. Las manos estaban empezando a dormírseme -le dijo. A continuación, sin embargo, le dedicó una sonrisa lobuna-. Aunque he de admitir que me atraía esa idea de que me dieras de comer tú. Le estás quitando toda la diversión a mis fantasías de cautivo, Jo.

La joven puso los ojos en blanco ante su caradura. Sacó la comida y las bebidas de las bolsas y las depositó sobre la mesita, para tomar luego asiento frente a él.

– ¿Qué puedo decir? Me temo que en mi contrato no dice nada de dar vida a las fantasías de mis prisioneros, y cuando estoy trabajando no está entre mis prioridades pasarlo bien.

– Vaya, es una lástima, en los dos casos -dijo Dean con fingida decepción en su voz. Agarró con la mano libre una de las hamburguesas dobles con queso y beicon-. ¿Eres una de esas chicas que trabajan mucho y se divierten poco?

Jo vertió sobre la ensalada el contenido del botecito con el aliño y empezó a moverla.

– Sí, algo así. Demasiado trabajo y muy poco tiempo para divertirme.

Lo cual era culpa suya, añadió para sí. Durante los dos últimos años había hecho del trabajo su refugio, un modo muy conveniente de no pensar en aquel terrible incidente. Los casos que había llevado desde entonces mantenían su mente centrada, en vez de llevarla hacia el abismo de locura y depresión al que había notado que se estaba dirigiendo, pero también la mantenían encerrada en su pequeña oficina durante el día, y en una cama solitaria y fría por las noches. Además, estaban esas horribles pesadillas de las que se despertaba muchas veces de madrugada, para no poder volver a conciliar el sueño hasta casi llegado el amanecer.

Dean se había quedado pensando en sus palabras mientras masticaba.

– Bueno, entonces parece que tenemos algo en común.

Jo pinchó unas cuantas hojas de lechuga y lo miró dudosa. En su opinión, una ex policía convertida en detective privado y un delincuente no podían tener menos en común.

– ¿Cómo es eso?

– No, de verdad. -insistió él. Abrió uno de los paquetitos de ketchup con sus perfectos dientes blancos y vació el contenido en el interior de la caja de la hamburguesa para poder mojar las patatas-. Demasiado trabajo y poco tiempo para divertirme es exactamente la razón por la que iba a irme una semana a las montañas. Y puedo decirte que Brett se partirá de risa cuando le cuente cómo he pasado mis vacaciones y cómo pensé equivocadamente que eras su sorpresa de cumpleaños.

Jo exprimió el limón en su vaso de té helado y revolvió el líquido ámbar con la pajita.

– De veras que siento haberte decepcionado – le reiteró Jo irónicamente.

– Oh, no, no estoy decepcionado -replicó él sacudiendo la cabeza-. Me decepcionó que el show que yo esperaba resultara ser una detención, pero aún faltan seis días para mi cumpleaños, así que no he perdido la esperanza -dijo, burlón, guiñándole un ojo.

Jo sintió que un calor sofocante la invadía al imaginarse desnudándose ante aquel hombre, prenda tras prenda ante la atenta y lujuriosa mirada de esos ojos verdes.

– En tus sueños, Colter.

Dean se inclinó hacia delante en el asiento.

– De acuerdo. Mañana estaré encantado de compartir contigo los detalles de mis sueños si quieres.

A juzgar por el brillo malicioso en sus ojos, no había duda de qué clase de visiones esperaba que acudieran a su mente una vez pusiera la cabeza sobre la almohada: las mismas imágenes provocativas que ella había visualizado hacía un rato en la camioneta.

– No será necesario, gracias -gruñó Jo pinchando un trozo de pollo de su ensalada-. Bien, ¿y quién es ese Brett? -dijo cambiando el tema de conversación.

– Es uno de mis mejores amigos, y además trabaja para mí -le explicó Dean mojando tres patatas en el ketchup.

Jo se quedó mirándolo un buen rato, procesando aquella información y llegando a la conclusión más obvia:

– Así que ¿sois cómplices, no es así? Él te ayuda a robar los coches…

Dean se echó a reír, aunque Jo no podía entender qué le había hecho tanta gracia.

– No, es el director general de mi compañía, Colter Traffic Control.

– ¡Oooh!, ¿de veras? -inquirió Jo con sarcasmo, ¿la había tomado por tonta?-. Es un nombre muy curioso para una compañía… ¿No será más bien una tapadera para vuestra actividad delictiva?

Dean dejó escapar un pesado suspiro.

– No importa lo que puedas creer de mí, no importa lo que digan los informes de la policía, ni cuánto me parezca al tío que sale en esa ficha, no soy un ladrón -una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios-. Es decir, al menos no de coches. Cuando tenía siete años birlé un paquete de chicle del supermercado. Al llegar a casa, mi madre se dio cuenta de lo que había hecho y me hizo volver a la tienda a enfrentarme con el encargado y que devolviera lo que me había llevado. De vuelta en casa, mi padre me echó un sermón acerca de lo mal que estaba robar, y que me llevarían a la cárcel si me pillaban, lo cual créeme me dejó aterrorizado, y juré que nunca más volvería a hacerlo. Y no lo he hecho, ni un caramelo.

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