Ya tenía otra cosa de la que me preocuparme ahora: que alguien como yo me atropellara dando marcha atrás.
¿Por qué no había ningún tipo de registro del tiempo que alguien puede estar tirado en medio de un aparcamiento sin que nadie se dé cuenta? ¿Y si tenía -¡puaj!- hormigas y cosas raras andando sobre mí? Estaba sangrando. Seguro que toda clase de bichitos acudían en estos momentos arrastrándose a toda velocidad hacia mí, ansiosos por darse un festín.
Esta idea era tan desagradable que, si no me hubiera dolido tanto la cabeza, me habría levantado disparada. No, no me gustan los insectos. No es que me den miedo, pero me parecen desagradables y repugnantes, y no los quiero cerca de mí, para nada.
Pensándolo bien, el aparcamiento ya era bastante desagradable y asqueroso de por sí. La gente hortera, sin clase, escupe sobre el pavimento, y a veces escupe algo más que simples escupitajos. Todo tipo de porquería aterriza ahí, incluida, bien, la mierda.
Oh, Dios, tenía que levantarme antes de morir de una sobredosis de sorpresas desagradables. Nadie acudiría en mi ayuda, o al menos no a tiempo, AHORA, para entendernos. Tendría que hacerlo por mí misma. Tendría que encontrar mi bolso, rebuscar hasta encontrar el móvil -confié en que esa maldita cosa siguiera funcionando, que la batería no hubiera saltado por los aires a causa del golpe o algo así, porque encontrar una batería y volver a ponerla era algo que me superaba en ese momento- y llamar al 911. Además, tenía que sentarme, para apartar de ese desagradable pavimento buena parte de mi cuerpo, o pronto mi estado mental estaría tan fatal como el físico.
Contaré hasta tres, pensé, y me sentaré. Uno. Dos. Tres. No pasó nada. Mi mente sabía lo que yo quería hacer, pero mi cuerpo decía, ah, no. Ya había intentado antes lo de incorporarse.
Eso acabó de cabrearme, casi tanto como lo de estar tirada sin que nadie se enterara. Vale, no exactamente. Estar ahí tirada sin que nadie se diera cuenta estaba casi en el primer puesto de mi lista. Si tuviera que clasificar las cosas que en aquel momento me cabreaban, que alguien intentara matarme -¡otra vez!- obtendría diez puntos.
Que nadie me prestara atención se llevaba nueve. Un cuerpo desobediente ocupaba el tercer lugar, a cierta distancia, tal vez con tan sólo cinco puntos.
De todos modos, durante años había sido animadora, desde el instituto a la facultad. Había obligado a mi cuerpo a hacer cosas dolorosas muchas veces, y en la mayoría de ocasiones había obedecido. No me cuadraba que no obedeciera ahora que había mucho más en juego que dar una voltereta o algo parecido. ¡Mi vida podía estar pendiente de un hilo en este caso! No sólo eso, sentía que algo se deslizaba por mi cara. No cabía duda, tenía que levantarme. Necesitaba obtener ayuda.
Tal vez pretendía hacer demasiado, tal vez incorporarme de golpe, sin el acicate del pánico, era más de lo que podía hacer. Tal vez debiera intentar otra vez mover el brazo.
Resultó bastante bien. El brazo derecho me dolía, pero hizo justo lo que mi cerebro le dijo que hiciera, es decir, que levantara la mano laboriosamente (no le di tantos detalles, era sólo la manera en que funcionaba) para poder dar un manotazo a lo que se arrastraba por mi rostro, fuera lo que fuera.
Pensaba que iba a encontrar un bicho, estaba preparada para palpar un bicho gigante. Lo que noté, en vez de eso, era húmedo y pegajoso.
Vale, estaba sangrando. Me sorprendió un poco, aunque no debiera haberlo hecho. No es que me sorprendiera estar sangrando, sino el hecho de que me sangrara la cabeza o la cara, o ambas cosas. Sabía que me había dado un golpe en la cabeza, de ahí el dolor y la náusea que probablemente significaban una conmoción cerebral, pero la situación iba empeorando por minutos, como suele decirse. ¿Y si me había cortado la cara? ¿Significaría eso que tendrían que darme puntos? Tal y como pintaba la cosa, cuando Wyatt y yo nos casáramos finalmente, yo iba a parecer la Novia de Frankenstein.
Al caer en la cuenta, eso ocupó el puesto siete de mi Cabreómetro, tal vez el ocho: mis planes con Wyatt se iban al traste si quedaban cicatrices en mi cara o si me quedaba despellejada tras el rasponazo. Porque, ¿cómo iba a cegarle la lujuria con una pinta así?
Al menos no estaba conmigo esta vez. En las otras dos ocasiones en que intentaron matarme había estado a mi lado, y aquello había hecho estragos en él. Como poli, se había puesto hecho una furia. Como hombre, se había indignado. Como hombre que me amaba, se había aterrorizado. Naturalmente, había expresado todo esto volviéndose más arrogante y autoritario; y considerando su nivel medio en ambas características, podéis imaginar lo inaguantable que se puso. Suerte que para entonces ya le amaba o hubiera tenido que matarle.
Pensar en Wyatt no iba a hacer que la ayuda llegara más deprisa. Se me daba bien de verdad posponer las cosas desagradables, pero esto ya no podía ignorarlo más. Iba a doler, pero tendría que obligarme a moverme.
Estaba tumbada sobre mi costado izquierdo y tenía el brazo atrapado debajo. Planté la mano derecha a la altura del hombro e hice fuerza como pude para incorporarme y conseguir apoyarme en el codo izquierdo. Luego hice un descanso, conteniendo la náusea y el horrible dolor de cabeza, y esperando a que pasara lo peor antes de hacer el esfuerzo final de ponerme en pie.
Vale. No había nada roto. Como ya había pasado por la experiencia de tener un hueso roto, al menos eso lo tenía claro. Rasguños, magulladuras, desquicie, conmoción, pero nada roto. Si hubiera temido por mi vida, probablemente en este momento habría sido capaz de levantarme de un brinco y salir corriendo, pero era evidente que la zorra que casi me atropella no iba a provocar más accidentes, al menos por aquí. Al no sentir esa necesidad acuciante, me quedé allí sentada y utilicé el dobladillo de la blusa para limpiarme la sangre de los ojos y así poder ver. También aproveché ese rato para asegurarme de que mi cabeza no iba a explotar o saltar por los aires, aunque bien podría suceder, cualquiera de las dos cosas, por como me dolía.
Con la vista menos borrosa, encontré mi bolso. Colgaba del ángulo que formaba mi brazo doblado y estaba enredado con algunas de las bolsas de plástico que tampoco había dejado caer. Las tiras enredadas habían dificultado mis esfuerzos de mover el brazo, las propias bolsas estaban liadas debajo de mis piernas. ¿Qué os parece? Tal vez mis compras habían aportado a mi piel un poco de protección adicional. Lo tomé como una señal de que Dios quería que yo comprara.
Animada por este apoyo espiritual, rebusqué con torpeza el móvil en mi bolsito y lo abrí. La bendita pantallita se iluminó, de modo que marqué el número de emergencias. Había llamado con anterioridad al 911, cuando Nicole Goodwin fue asesinada y pensé que los disparos se efectuaban contra mí, de modo que ya sabía de qué iba. Cuando la voz desapasionada preguntó la naturaleza de la emergencia, yo ya estaba preparada.
– He resultado herida. Estoy en el aparcamiento del centro comercial… -Le dije qué centro, qué tienda y fuera de qué entrada me encontraba tirada, aunque técnicamente ahora ya estaba sentada.
– ¿De qué naturaleza son sus heridas? -preguntó la voz sin el menor indicio de urgencia o incluso de preocupación. Supongo que el operador del 911 se imaginaba que si estaba llamando, no podía estar tan mal herida, y supongo que tenía razón.
– Una herida en la cabeza, creo que tengo una conmoción cerebral. Magulladuras, arañazos, un palizón general. Alguien ha intentado atropellarme, pero la muy zorra ya se ha ido.
– ¿Se trata de una pelea doméstica?
– No, soy heterosexual.
– ¿Disculpe? -Por primera vez, la voz del operador mostraba cierta expresión. Por desgracia, esa expresión significaba confusión.
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