– Esa parte no está mal tampoco -contestó ella con seriedad-. Lo que me asusta tanto es amarte yo a ti.
Ella vio el brillo de triunfo en sus ojos. Sin embargo, no bajó la vista para ocultarlo; quiso que pudiera apreciar lo que estaba sintiendo.
– ¿Estás diciendo que tienes miedo de amarme o que tienes miedo porque me amas?
Ella respiró profundamente.
– Creo que debemos ser cuidadosos y no precipitarnos.
Otra sonrisa apareció en los labios de Cam.
– ¿Por qué no me sorprendo de que hayas dicho eso? Y, por cierto, no has contestado a la otra pregunta.
Allí estaba, la determinación fría e implacable que ella había visto cuando estaba obligando al avión a permanecer en el aire durante los preciosos segundos que necesitaban para que el choque se produjera contra la línea de árboles en lugar de en la cumbre de roca desnuda. Pensó que podía sentirse segura con él. Él no se daba por vencido. No terminaba y salía corriendo. No la engañaría, y si tenían hijos no los dejaría en la estacada.
– Sí, te amo -admitió ella. Sus palabras sonaron temblorosas, pero las pronunció, aunque de inmediato empezó a dar rodeos-. O eso creo. Y estoy muy asustada. Esta ha sido una situación extraordinaria y necesitamos asegurarnos de que todavía sentimos lo mismo después de volver al mundo real, así que estoy totalmente de acuerdo en eso.
– Yo no he dicho que necesitáramos estar seguros de que sentimos lo mismo. Yo sé lo que siento. Lo que he dicho es que entendía por qué necesitabas tiempo para acostumbrarte a la idea.
«Definitivamente implacable», pensó ella.
– Entonces, está hecho -continuó él con tranquila satisfacción-. Estamos comprometidos.
* * *
Ahora que ya los habían localizado, dejaron que se apagaran dos de las hogueras y pasaron la noche acostados cerca de la que quedaba, hablando o dormitando. La manta térmica y los trozos de gomaespuma los protegían del frío suelo, y las capas habituales de ropa los mantenían calientes, aunque no del todo; al menos evitaban la congelación. Después de haber descansado algo y dormido un poco, le hizo el amor de nuevo. Esta vez fue lenta, relajadamente; después de entrar en ella casi se quedaron dormidos los dos de nuevo, pero él se despertaba lo suficiente cada pocos minutos para moverse suavemente adelante y atrás. Bailey era consciente de que él no se había puesto un condón, y la desnudez de su pene dentro de ella era una de las sensaciones más exquisitas que había sentido nunca.
Ella llegó dos veces al orgasmo a causa de ese movimiento lento y balanceante y su segundo clímax desencadenó el de él. Le agarró las caderas y unió sus cuerpos tan estrechamente que no podía caber ni un suspiro entre ellos, y de su garganta salió un gemido ahogado mientras se estremecía entre sus piernas. Después de limpiarse y poner su ropa en orden, durmieron un poco más. Cuando llegó la aurora estaban despiertos, esperando al grupo de rescate. Dispusieron su equipo improvisado lo mejor posible, y después se sentaron junto al fuego arropados con la manta térmica. Bailey estaba mareada por el hambre y se sentía extrañamente frágil, como si, ahora que la batalla por la supervivencia estaba ganada, toda su fuerza la hubiera abandonado. Estar sentada al lado de Cam era el máximo esfuerzo que podía realizar.
Oyeron el helicóptero justo después de las siete y lo vieron aterrizar en una pequeña porción de terreno que había aproximadamente a unos cuatrocientos metros debajo de ellos.
– Más vale que traigan comida -murmuró ella cuando el equipo de rescate salió del helicóptero.
– ¿O qué? -se burló él-. ¿Los vas a mandar de vuelta?
Ella inclinó la cabeza hacia atrás y le sonrió. Él parecía tan agotado como ella; el día anterior los había dejado exhaustos, y sin comer, ninguno de los dos se había recuperado.
El calvario casi había terminado. Dentro de unas horas estarían limpios, calientes y alimentados. El mundo real estaba poniéndose a su alcance rápidamente, encarnado en el equipo de cuatro montañeros con casco que escalaban a ritmo constante hacia ellos, moviéndose en una sinfonía bien ensayada de cuerdas, poleas y Dios sabía qué más.
– ¿Se han perdido, muchachos? -preguntó el jefe del equipo cuando llegaron junto a ellos. Parecía tener treinta y pico años y el aspecto curtido de alguien que se pasaba la vida al aire libre. Observó detenidamente sus rostros demacrados y cubiertos de hematomas, y la larga línea de puntos oscuros que cruzaba la frente de Cam; por lo bajo, le dijo a uno de sus hombres que hiciera una evaluación física-. Las pistas de senderismo no se abren hasta el mes que viene. No sabíamos que hubiera nadie perdido, así que fue una gran sorpresa cuando detectaron su hoguera ayer.
– No nos hemos perdido -dijo Cam, poniéndose de pie y arropando a Bailey con la manta-. Nuestro avión se estrelló allí arriba -señaló hacia la cumbre- hace seis días.
– ¡Seis días! -El jefe lanzó un suave silbido-. Sé que hubo una llamada para una misión de búsqueda y rescate de un avión pequeño que se perdió cerca de Walla Walla.
– Con toda probabilidad se referían a nosotros -dijo Cam-. Soy Cameron Justice, el piloto. Ella es Bailey Wingate.
– Sí -dijo otro de los hombres-. Esos son los nombres. ¿Cómo han llegado ustedes tan lejos?
– Con un ala y una oración -dijo Cam-. Literalmente.
Bailey miró al miembro del equipo de rescate que estaba agachado junto a ella tomándole el pulso y examinándole los ojos con una linterna.
– Espero que hayan traído comida con ustedes.
– Con nosotros no, señora, pero les daremos de comer en cuanto lleguemos a la base.
Sin embargo, luego cambiaron de idea. Una vez que los bajaron por la ladera de la montaña y que todos se encontraron en el helicóptero, decidieron que necesitaban atención médica. El piloto llamó por radio y los trasladaron al hospital más cercano, un edificio de dos plantas en un pequeño pueblo de Idaho.
Las enfermeras de urgencias -benditas sean- evaluaron con ojo experto cuál era su necesidad más imperiosa y trajeron comida y café antes incluso de que los viera un médico. Para su sorpresa, Bailey no pudo comer mucho; sólo unas cuantas cucharadas de sopa con un par de galletas saladas que la enfermera le llevó. La sopa era de lata, calentada en un microondas, y le supo a ambrosía; pero ella sencillamente no pudo comer más que un poco. Cam hizo mejor papel que ella, devorando un cuenco entero de sopa y una taza de café.
Tras un rápido examen, el médico dijo:
– Bien, usted se encuentra bastante bien. Necesita comer y dormir, por ese orden. Tiene suerte; su brazo está curándose bien. A propósito, ¿cuándo le pusieron la última inyección contra el tétanos?
Bailey lo miró sin comprender.
– No creo que me la hayan puesto nunca.
Él sonrió.
– Ahora le pondremos una.
Después de la inyección, una enfermera la llevó a la sala de estar de enfermeras y le mostró las instalaciones adyacentes con taquillas y duchas. Bailey estuvo debajo del agua caliente durante tanto tiempo que la piel empezó a arrugársele, pero cuando salió estaba perfectamente limpia de la cabeza a los pies. La enfermera le dio un traje verde limpio de quirófano para que se vistiera y un par de calcetines, sobre los cuales se puso un par de zuecos de enfermera. Así no tuvo que volver a calzarse sus botas de montaña; las había usado durante seis días y sus pies estaban tan cansados como el resto de su cuerpo.
Cam no fue tan afortunado. Le pusieron suero y le hicieron un encefalograma. Bailey lo acompañó mientras esperaban a que se vaciara el gotero, que tardó un par de horas. Sólo entonces pudo ducharse y afeitarse. Después le vendaron de nuevo la cabeza y también le dieron un traje verde limpio.
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