Notó el aleteo de un pájaro pasando sobre su cabeza y la ansiedad que sentía se exacerbó. Tenía que asegurarse de que su potencia sexual había regresado. Tenía que acercarse más a ella. Tenía que volver a olería una vez más y ver qué sucedía.
O qué no sucedía.
Pero trató de no plantearse esta segunda posibilidad. Esta vez, cuando el deseo sexual volviera a hacer su aparición, estaba dispuesto a pegarse a ella. Puede que ella no estuviera muy interesada, pero -por todos los demonios- él estaba dispuesto a seducirla utilizando todos sus encantos si era necesario.
Casi se rio de aquella idea tan poco caballerosa a la vez que se sorprendía de lo fácil que le parecía todo ahora. Solo pensar en aquella mujer le hacía sentirse mucho más relajado.
Echando su silla hacia atrás, Yeager interrumpió el relato de Deke sobre los arreglos que necesitaba su recién heredada casa.
– ¿No había dicho la otra chica, Lyssa, que en la casa sirven algo de comida a última hora de la tarde?
A Yeager le pareció que Deke se movía inquieto en su silla.
– Tengo un paquete de seis cervezas en el frigorífico de mi apartamento. -Había una extraña tensión en la voz de Deke-. Cualquier cosa que nos puedan ofrecer allí abajo… seguro que es demasiado joven y demasiado dulce para mí.
– ¿Joven y dulce? -Yeager se incorporó y agarró a Deke por el brazo. No iba a permitir que Deke le impidiera volver a encontrarse con Zoe-. ¿De qué estás hablando? Puede que se trate de vino de reserva y caviar.
Y también -esperaba Yeager- puede que tuvieran algo más sabroso. Siempre se le habían dado bien las mujeres, de eso no había ninguna duda. Y estaba convencido de que un coqueteo sexual -o incluso un poco de sexo, si era capaz de persuadir a Zoe para que participara- iba a hacer que se sintiera mucho mejor.
A la hora del té, los huéspedes de los apartamentos Rosemary y Wisteria estaban disfrutando del aperitivo y de los canapés en la espaciosa sala de estar de Haven House. Mientras ordenaba la cocina, Zoe empezó a pensar que había endilgado las labores de anfitriona a Lyssa para nada. Lo había hecho con la intención de evitar volver a encontrarse con Yeager, aunque normalmente era ella la que servía la comida y charlaba con los huéspedes, mientras que Lyssa se dedicada a las tareas de la cocina. Aquel hábito había comenzado hacía años, cuando Lyssa empezó a sentirse avergonzada de su calvicie y su cabello apenas había empezado a crecer.
Pero ahora Zoe creía que sus precauciones habían sido innecesarias. No parecía que sus dos nuevos huéspedes fueran a hacer acto de presencia en la casa aquella tarde.
Sin embargo, justo en ese momento oyó unas voces nuevas. Lyssa estaba llevando a cabo las presentaciones con una voz suave y dulce. Otra voz más profunda, seguramente la de Deke, y luego la voz de Yeager llegaron hasta los oídos de Zoe para hacer que sus nervios se pusieran de punta. Apretó la bayeta entre las manos y poco a poco se relajó.
Mientras frotaba una y otra vez el reluciente horno, se recordó a sí misma que tenía muchas cosas que hacer en la cocina. Tenía razones muy importantes para esconderse -«para quedarse»- allí.
El mostrador de la cocina estaba especialmente pringoso. Zoe se volvió a poner el delantal y se dedicó a frotar la blanca superficie del mostrador con diligencia, lanzando una mirada de soslayo a través de la rendija de la puerta entreabierta. Si se agachaba un poco y aguzaba la vista, podía tener una visión bastante completa de toda la mesa de la sala de estar.
En una de las paredes color crema estaba apoyado el aparador de nogal de la abuela. Lyssa había colocado en un extremo del mismo un jarrón de cuello alto con tulipanes blancos y margaritas amarillas, y en el otro extremo había puesto uno de los hermosos tapetes de ganchillo de la abuela. Sobre el mantel de la mesa descansaban las botellas de vino, las copas y una enorme bandeja con ensaladas.
Uno de los invitados -un maestro de Arizona- estaba volviendo a llenar su copa mientras los demás conversaban de pie entre los sillones de cretona azul y blanca y la mesa de té sobre la que reposaban el resto de las verduras.
Yeager, que vestía unos pantalones tejanos de verano, una camiseta de punto y aún llevaba las gafas de sol puestas, se había quedado de pie, un poco alejado del resto de los comensales, al lado de la chimenea. Zoe sintió que se le secaba la garganta como si estuviera en el desierto de Arizona, cuando Yeager sonrió a Lyssa mientras esta lo agarraba del brazo amablemente para dirigirlo hacia una silla. Zoe sintió una ráfaga de calor en su antebrazo. Él volvió a ofrecerle otra sonrisa y Zoe se preguntó cómo podía soportar Lyssa estar tan cerca de aquel hombre. Incluso a aquella distancia, su sonrisa hacía que le ardiera todo el cuerpo, como bajo el primer chorro de una ducha caliente.
Entonces Lyssa se dirigió hacia la cocina. Zoe se apartó de su lugar de observación y volvió al centro de operaciones gastronómicas de su establecimiento isleño. Intentó calmar el estremecimiento que sentía en la nuca alineando como soldados de un buen regimiento un montón de botes de especias que había en un estante.
La puerta de la cocina golpeó contra la pared al abrirse. Lyssa apareció con un rostro sonrosado y casi luminoso, y Zoe imaginó que se debía a la reacción ante el radiante carisma de Yeager. Meneó la cabeza con tristeza: no había duda de que aquel hombre tenía algo especial.
– ¿Va todo bien?
Lyssa abrió la puerta del frigorífico.
– Deke y Yeager quieren tomar cerveza.
Zoe sacó del congelador un par de gruesas jarras de cerveza helada.
– Lo estás haciendo muy bien.
Lyssa se la quedó mirando.
– ¿Cómo lo sabes?
Zoe prefirió no admitir que había estado espiándolos.
– Porque eres hermosa y encantadora, y yo creo…
– No me tomes el pelo -se quejó Lyssa-. Te he visto observándome por la rendija de la puerta.
Esa es la desventaja de tener una relación tan íntima con una hermana: conoce todos tus malos hábitos.
Lyssa se rio burlonamente.
– Ha preguntado por ti, ¿sabes?
A Zoe se le subió el corazón a la garganta y tuvo que tragar saliva para volver a colocarlo en su lugar.
– ¿Ah, sí? -dijo ella como si no le importara-. ¿Y tú qué le has dicho?
– Le he dicho que estabas muy ocupada.
Y esa es una de las ventajas de tener una relación tan íntima con una hermana: te cubre las espaldas siempre que haga falta.
– Eres la mejor.
Con las cervezas y las jarras heladas en una bandeja, Lyssa volvió a empujar la puerta de la cocina.
– Tú te lo mereces todo.
Zoe volvió a ocuparse del mostrador de la cocina. De nuevo medio agachada, y mirando a hurtadillas por la rendija de la puerta, pudo ver que -a excepción de Yeager- la disposición de los huéspedes en la sala de estar había cambiado. Ahora estaban todos sentados y el único que había quedado frente a la puerta de la cocina era Yeager.
El ciego Yeager.
Su feo y poco controlable vicio de fisgonear la dominó de nuevo. Si salía sigilosamente de la cocina, se podría sentar en una silla -en un rincón de la sala de estar- parcialmente oculta por un enorme ficus. El único que podría verla allí era Yeager.
Pero él no podía ver nada.
No se molestó en pensar que aquella no era la manera más correcta de comportarse. Ni se preocupó de explicarse a sí misma por qué deseaba tanto estar más cerca de un hombre que acababa de llegar y que provocaba en ella una atracción inusitada. En lugar de eso, salió de la cocina sin hacer ruido, apretando los dientes cuando la puerta chirrió, y echó a andar lentamente por la alfombra oriental hasta llegar a la silla de observación que tenía a solo un pasos.
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