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Christie Ridway: El Final del Camino

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Christie Ridway El Final del Camino

El Final del Camino: краткое содержание, описание и аннотация

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Estaba acostumbrado a vivir con el peligro, pero ella ya no quería ese tipo de vida… Después de diez años en coma, Linda Faraday se había aferrado a la vida y había despertado. Lo único que recordaba era que había estado trabajando de incógnito para descubrir los turbios negocios de Cameron Fortune. De repente se encontraba con que había sobrevivido y con que tenía un hijo de diez años. Ahora que Ryan Fortune ya se había ido, el agente federal Emmett Jamison estaba dispuesto a ayudarla, aunque no parecía que la idea lo emocionara demasiado. La atracción que había entre ellos no tardó en hacerse incontrolable. Pero Linda no creía que Emmett encajara en sus nuevos planes de vida: sólo deseaba una existencia sencilla con un hombre sencillo. Emmett, sin embargo, se dedicaba a perseguir a su peligroso hermano. Claro que quizá Linda no estuviera hecha para la tranquilidad…

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– ¿Va todo bien, cariño?-preguntó, al tiempo que posaba la mano en su hombro y le dirigía al tipo una mirada de advertencia.

– ¿Qué?-preguntó Linda sobresaltada.

– ¿Va todo bien?

– Sí, claro… ¿qué ocurre?-un ligero rubor cubrió sus mejillas.

Emmett sonrió al ver que el joven entendía la indirecta y continuaba con su trabajo.

– Nada, salvo que ese tipo te estaba devorando con la mirada hace unos segundos.

Linda desvió la mirada hacia el muchacho y después volvió a mirarlo a él.

– Imposible, tengo edad suficiente para ser su madre.

Emmett soltó una carcajada y no pudo evitar acariciarle el brazo.

– Ni de lejos.

No había nada que no resultara absolutamente juvenil en aquella boca dulce, en su brillante melena o en aquellos senos que escondía bajo la camiseta. Emmett dejó caer la mano y maldijo en silencio. Se suponía que tenía que proteger a Linda, no comportarse como un viejo verde.

– Adelante, continúa con tus compras.

Linda lo miró con los ojos abiertos como platos y reanudó su trabajo. Emmett se mantenía a distancia mientras ella paseaba por la sección de las sopas y el pan.

Y Linda llevaba ya varios minutos frente a los expositores del pan cuando Emmett se dio cuenta de que, en realidad, no había metido nada en el carro. Nada. Ni uno solo de los productos de las estanterías por las que había pasado. En ese mismo instante, Linda comenzó a empujar el carro otra vez y avanzó a grandes zancadas hasta llegar a las puertas del supermercado. En su precipitación, la lista de la compra salió volando en el momento en el que abandonó el supermercado. Emmett la recogió, salió corriendo tras Linda y la alcanzó en el momento en el que estaba dejando el carro junto a los demás.

– ¿Linda?

Linda se volvió y se quedó mirándolo fijamente, como si fuera la primera vez que lo veía. En sus enormes ojos, Emmett distinguió el velo inconfundible de las lágrimas.

– ¿Estás bien?

Qué pregunta tan estúpida. Claro que no estaba bien. Parecía asustada y él no sabía qué hacer para ayudarla. Sin saber qué hacer, le tendió la lista de la compra.

– Se te ha caído esto.

Linda la tomó.

– Hay tantas cosas que decidir…-susurró, con la mirada fija en ella-. Escribo «cereales», pero los hay de tantas marcas y de tantas clases que no soy capaz de decidir la caja que quiero. Y el pan igual: pan blanco, pan con mantequilla, pan con cereales…-se le quebró la voz y una lágrima comenzó a deslizarse por su mejilla.

Lo estaba matando.

– No pasa nada. Lo conseguiremos -debería haberla llevado a una tienda más pequeña, pensó-. Iremos a casa y resolveremos la cuestión de la compra más tarde.

– No -Linda se enderezó y levantó la barbilla-. No, puedo hacerlo.

E, inmediatamente, regresó al interior del supermercado.

En aquella ocasión, Emmett permaneció a su lado, llevando el carrito y limitando sus elecciones a uno o dos productos cuando la veía confundida. Volvieron al coche treinta y cinco minutos después, ambos exhaustos.

Pero aun así, ella lo ayudó a cargar las bolsas en el coche. Después, cuando Emmett se acercó a abrirle la puerta de pasajeros, la oyó suspirar con cansancio, al tiempo que esbozaba una sonrisa.

– ¿Qué? Estás orgullosa de ti misma, ¿eh?

Linda asintió, ensanchando su sonrisa.

– Ya sé que puede parecerte una pequeñez, pero…

Emmett le cubrió la boca con la mano.

– Sé que no es ninguna pequeñez.

Sintió el movimiento de sus labios contra sus dedos e inmediatamente pensó en el pijama. Retrocedió rápidamente.

– ¿Has dicho algo?

– He dicho gracias.

Linda dio un paso hacia él y, como si fuera la cosa más natural del mundo, lo abrazó.

Fue un gesto de inocente gratitud por parte de Linda, pero cuando Emmett respiró la fragancia de su pelo, cuando sintió el latido de su corazón contra su pecho, fue otro sentimiento, y no el instinto de protegerla, lo que despertó en su interior.

Era deseo, lo que iba a complicar todavía más las cosas.

Capítulo 3

El primer día de vida independiente de Linda incluyó muchas mas dependencias de las que imaginaba. Pero Emmett había contribuido a que su primera experiencia en un supermercado se convirtiera en un éxito. Después de descargar la compra, de un almuerzo ligero y una merecida siesta, Linda decidió que el éxito de aquella mañana le daba valor para dar un paso hacia uno de los aspectos más difíciles de su vida.

Ya era hora de que comenzara a comportarse como una madre.

Encontró a Emmett en la habitación de invitados, tensando la cinta de una máquina de ejercicios que había en una esquina. También tenía a su alrededor una pirámide de pesas, tres pelotas de diferente tamaño y una colchoneta.

– ¿Qué es todo esto?-le preguntó.

– Me gusta hacer ejercicio. Y tú también necesitas hacerlo. A Nancy y a Dean les ha parecido bien convertir una de las habitaciones en un gimnasio.

– Yo antes estaba orgullosa de mi buena forma física -recordó Linda, mirándose en las puertas de espejo del armario con el ceño fruncido-, pero me he convertido en una chica de complexión delgada y he dejado de ser una mujer atlética.

– Para tu información, ahora se llevan las mujeres muy delgadas. Pero la cinta mecánica ya está casi lista si quieres hacer un poco de ejercicio.

– No, ahora no. He venido a pedirte otro favor.

– Para eso estoy aquí, Linda.

Pero se lo hubiera prometido a Ryan o no, a ella le resultaba incómoda aquella situación.

– Encontraré la forma de pagarte por lo que estás haciendo.

– Quizá se me ocurra algo.

Linda se quedó helada. Había percibido un matiz en su voz que le hizo pensar… Pero no, no estaba pensando en ella como mujer. ¿Cómo iba a verla como una mujer cuando no era capaz siquiera de elegir unos cereales sin echarse a llorar?

– Bueno, eh… hasta que llegue ese momento…-se había ruborizado por culpa del estúpido rumbo que habían tomado sus pensamientos-, he pensado que podrías llevarnos a Ricky y a mí al colegio. Y que hoy podría ir a buscarlo.

– Claro.

Emmett se enderezó y se quitó la camiseta. Linda retrocedió y se quedó mirando fijamente aquella exhibición de músculos.

– ¿Qué… qué estás haciendo?

– Cambiarme de camiseta. Ésta está llena de grasa.

– Ah, claro.

No tenía nada que decir, pero tampoco era capaz de desviar la mirada. Pensando en ello, era la segunda vez en diez años que veía a un hombre medio desnudo. Sintió que se ruborizaba mientras escapaba un suspiro silencioso de sus labios. Al parecer, al salir del centro de rehabilitación se había liberado también algo en su interior; por lo visto, sus hormonas no habían sufrido ningún daño durante aquellos diez años.

Emmett se detuvo a su lado antes de abandonar la habitación.

– ¿Te encuentras bien?

– Eh, sí, estoy bien.

Emmett alargó la mano y le dio unos golpecitos en la nariz con el dedo.

– Dame dos minutos.

Linda pasó los siguientes dos minutos diciéndose que era perfectamente normal experimentar deseo. Era algo bueno, otra señal de mejora, otro dato que indicaba que, en un futuro, podría ser una mujer completa. Lo cual incluía algo más importante: el ser una madre.

Madre. Le bastó pensar en aquella palabra para que sus hormonas se evaporaran. Aun así, consiguió seguir a Emmett hasta el coche e intentó parecer serena cuando aparcaron cerca del colegio.

Miró el reloj y se humedeció los labios.

– Hemos llegado demasiado pronto.

– No importa, esperaremos.

Pero esperar la ponía nerviosa. Para distraerse, se dedicó a observar a las otras madres que esperaban tras los volantes de sus coches. Todas parecían estar haciendo tres cosas a la vez: hablaban por el móvil, miraban sus agendas, bebían agua y le daban un juguete al bebé que llevaban en el asiento trasero. Casi todas llevaban el pelo corto o recogido.

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