– Quizá deberías haberles dicho que tu marido era un idiota de primera categoría que estaba intentando culparte de todos sus defectos. Si ellos no eran unos idiotas superficiales como él, entonces probablemente habrías tenido muchos temas de conversación con ellos después de decírselo.
Rebeca se rió.
– ¿Cómo lo haces?
– ¿Qué?
– Que me sienta mejor.
Él se sentó a su lado y su cadera quedó junto al muslo de Rebeca. Ella llevaba ropa suelta, así que lo único que Trent podía apreciar era su piel blanca, su boca rosada y los enormes ojos marrones que lo empujaban a hacer promesas para el resto de su vida.
– Eres una dama peligrosa -le dijo, sacudiendo la cabeza.
Ella se rió de nuevo.
– Lo que pasa es que quieres mi tarta.
Trent se dio cuenta de que quería mucho más. Quería que ella estuviera contenta. Quería que sintiera que aquel matrimonio no la iba a hundir, como el primero.
– Hablando de comida -dijo él, en un tono despreocupado-.Tenemos una cena mañana por la noche. ¿Cuenta como mi noche de cocina si pago la cuenta?
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
– ¿Qué tipo de cena?
– Una cena de negocios -respondió Trent.
No tenía planeado llevarla, pero tendría que incluirla en alguno de sus eventos de trabajo. Al menos, el matrimonio iba a afectarlo en aquel aspecto. Y le daría la oportunidad de demostrarle a Rebeca que el doctor idiota no tenía razón en cuanto a ella.
– Pero habrá otras esposas, y bueno, tú eres la mía.
– ¿Lo soy? -susurró Rebecca.
– Sí.
Él se inclinó hacia ella, pese a aquellas agujas que se interponían entre los dos, porque algo le decía que en aquel momento era necesario compartir un beso, que debía demostrarle que podía hacer que se sintiera mejor de muchas maneras. Que no era un error permitir que se acercaran más el uno al otro.
Rebecca se estremeció mientras se ponía el vestido de satén blanco y negro que había comprado aquella misma tarde. La noche de junio era cálida, pero ella tenía las manos heladas y un nudo en el estómago. Quizá debiera decirle a Trent que se encontraba mal y que no podía asistir a la cena… pero sabía que se lo debía a Trent, a sí misma y a su bebé. Sabía que tenía que intentar portarse bien con él aquella noche.
Con el vestido, se puso unas sandalias negras de cuero de tacón alto y un bolso a juego. Después, tomó aire profundamente y se miró al espejo de la puerta del armario. «Está bien, Eisenhower, veamos si tu mamá puede llevar esta ropa».
Al verse reflejada en el espejo, tragó saliva.
– Vaya -susurró-. Vaya, vaya, vaya.
El vestido de satén le cubría el pecho cómodamente, pero dejaba a la vista tanta piel como para que hubiera tenido que comprarse un sujetador bajo. Bajo sus pechos había una banda negra, y después, más tela blanca se le desplegaba por el cuerpo hasta la altura de las rodillas. Si había algún cambio en su vientre debido al embarazo, el vestido no lo mostraba: su vientre seguía plano. Sin embargo, sí realzaba otra parte de su cuerpo que había empezado a cambiar: tenía un escote bastante pronunciado.
Se acercó al espejo, mirándose, y el colgante plateado que había comprado de rebajas le rozó las curvas interiores de los pechos. Comenzó a sentir cosquillas.
La sensación le recordó a Trent, al beso que él le había dado la noche anterior, y se estremeció. Había sido un' beso breve, pero su recuerdo podía deshacerle el nudo del estómago.
¿Qué iba a pensar de ella al verla así?
En aquel preciso instante, Rebecca oyó su voz.
– ¿Rebecca? ¿Estás lista?
Ella apretó los labios para contener una risita nerviosa. Estaba lista. Pero, ¿lo estaría él? Quizá en aquella ocasión las descargas eléctricas no se produjeran sólo por una parte. Quizá ella consiguiera provocarle una o dos descargas a él.
Cuando Rebeca apareció en las escaleras, él miró hacia arriba. Fue uno de aquellos momentos que una mujer esperaba toda su vida.
Trent abrió unos ojos como platos y se agarró a la barandilla.
– Demonios -dijo-. ¿Quién eres?
– Puede que ése sea el cumplido más agradable que haya oído en mi vida -le dijo Rebecca. Y pensó que iba a ser capaz de portarse bien con él.
Él continuó mirándola.
– Tu pelo… tu cara… tu vestido… eh… es…
Preocupada porque él pudiera decir que el vestido era desbordante, Rebeca se apiadó de él y comenzó a bajar los escalones.
– Sí, bueno, a mí también me ha sorprendido. ¿Vamos?
Al final de la escalera, él la tomó de la mano.
– ¿Tenemos que irnos obligatoriamente? -le preguntó con la voz suave, acariciándole los nudillos-. Conozco un lugar que nos puede preparar y traer una cena con velas en menos de veinte minutos.
A ella se le secaron los labios.
– Pensé que la cena a la que íbamos era de negocios. De tus negocios.
Él parpadeó.
– Negocios -repitió. Entonces, dejó caer la mano de Rebeca y se frotó la nuca-. ¿Cómo he podido olvidarme de los negocios?
Rebeca lo rodeó para recoger el bolso de la consola del recibidor, donde él lo había depositado mientras la admiraba.
– Negocios -le pareció oír a Rebeca-. Yo nunca me olvido de los negocios.
Una vez que estuvieron en el coche, él mantuvo la vista en la carretera.
– Bueno, en cuanto a la cena, seremos ocho a la mesa del club.
– ¿El club?
– El Tanglewood Country Club.
– Ah -dijo ella.
Por supuesto, el Tanglewood Country Club. Ella se lo había oído mencionar a su ex marido, que quería que alguien presentara su candidatura a socio. Rebeca sintió frío.
– Hay algunos clientes de fuera de Portland a los que yo mismo sólo he visto en alguna ocasión. También estarán dos personas de la oficina con sus parejas. Y no hablaremos de trabajo ni de negocios esta noche. La reunión es sólo para conocernos un poco mejor.
Estupendo, pensó Rebeca. Ella, que apenas conocía a su marido.
– ¿Vas a menudo a ese club?
– Soy el director del comité de socios, y el presidente electo.
– Bueno -dijo ella, y se dio cuenta de que su nerviosismo se percibía en su tono de voz-. Entonces, supongo que verás muchas caras familiares.
– Probablemente -respondió Trent, y añadió, con tacto-: Para preparar la velada, he hecho unas cuantas llamadas hoy para anunciarles a los amigos y a mi familia nuestro matrimonio.
– ¿De verdad?
– No creí que fuera necesario compartir los detalles de nuestra situación, así que les he dicho que nos presentó un amigo común y que tuvimos un noviazgo relámpago. Si te parece bien, podemos anunciar el embarazo más adelante.
– Oh, odio las mentiras. ¿Quién se supone que es ese amigo común?
Trent apretó los labios.
– Morgan Davis. Así que en realidad, eso no es una mentira.
No, no era una mentira. Pero su matrimonio era una realidad más concreta una vez que la gente lo sabía. Y ella se había prometido a sí misma que haría todo lo que estuviera en su mano para que funcionara, incluso aunque ella fuera de clase trabajadora y él, el presidente de una empresa multinacional y presidente electo de uno de los clubs de campo más prestigiosos de todo el país.
Al entrar en el aparcamiento del club, Rebecca se sintió un poco agobiada. Él la sorprendió pasando de largo al aparcacoches y metiendo el vehículo en una esquina más apartada.
Entonces, apagó el motor y se volvió hacia ella.
– Rebecca, se nota que estás muy tensa. Nos quedaremos aquí unos minutos mientras respiras profundamente unas cuantas veces, ¿quieres?
– Debes de pensar que soy tonta.
– Creo que tienes una aprensión normal, porque te enfrentas a una situación- nueva. Pero estarás bien, te lo prometo -le aseguró él.
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