Además, Fleur no había pasado seis años en una fría cama. El investigador privado que había contratado le habló de un tal Charlie Fletcher. Le dolía en el alma imaginarla con él, pero después de seis años, ¿qué podía esperar?
– Aún no hemos decidido nada.
– ¿Y qué esperabas? ¿Que te dijera que sí, que puedes quedarte con Tom? -replicó Fleur-. Haz lo que quieras, pero si contratas a un abogado habrá que hacerlo todo de acuerdo con la ley.
¿Estaba intentando asustarlo, amenazarlo?
– Lo sé muy bien.
Si sólo hubiera querido derechos de visita, habría contratado a un abogado desde Hungría para que solucionara el asunto. Pero eso no era suficiente. Quería que Fleur pagara por los cinco años de la vida de Tom que le había robado.
– Ya me lo imagino. Tú nunca has podido esperar por nada, ¿verdad, Matt? Quizá lo mejor sea poner esto en manos de un abogado.
– ¿Incluyendo el análisis de sangre?
Fleur hizo una mueca, como él había esperado que hiciera.
Le daban pánico las agujas. Se puso enferma el día que tuvieron que ponerle la inyección del tétanos. Él, para consolarla, le había comprado una caja de bombones, aconsejándole que se metiera un bombón en la boca mientras le ponían la inyección…
Ahora se preguntó si Tom habría heredado ese miedo. ¿O era que Fleur sentía la angustia, el dolor del niño como si fuera suyo?
– A lo mejor podemos hacer algo mañana por la tarde.
– ¿Mañana?
– En el chalé que he alquilado, en Haughton. Vas a llevar a Tom, ¿recuerdas? Es la casa que hay al final del pueblo, girando a la derecha antes de salir a la carretera.
– Me temo que no va a ser posible. Tom tiene que ensayar una obra mañana, después del colegio -contestó Fleur, aliviada al tener una excusa-. Hace más vida social que yo.
– ¿Ah, sí? Pues entonces tendré que conformarme con tu compañía.
– No, Matt. Es el único momento que tengo para…
No terminó la frase.
¿Para qué? ¿Era el único momento que tenía para darse un revolcón?
Pues no, él no pensaba ponerse a la cola.
– Si no haces vida social, supongo que te apetecerá salir a dar un paseo.
– Pensaba ir a Maybridge, al mercado. Es más fácil ir sola que llevar al niño.
– ¿Cómo puedo competir yo con eso? -preguntó Matt, irónico.
– Tienes razón. Tenemos que hablar de esto como dos adultos, no como dos críos escondidos en un granero. Las compras tendrán que esperar.
– No -dijo él entonces-. Sé lo que cuesta llevar una empresa como Gilbert y supongo que estás muy ocupada -añadió, metiendo la mano en el bolsillo del abrigo para sacar una tarjeta-. Mándame un e-mail con una lista de todo lo que necesitas y lo tendrás mañana por la tarde. Así tendremos una excusa para vernos, además.
– ¿Tú vas a hacer las compras por mí? Debes de estar desesperado.
– No tengo intención de hacerlas personalmente. Te aseguro que tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo que empujar un carrito en un supermercado. Y te espero en Haughton alrededor de las siete.
Desde luego, eran dos personas diferentes, pensó Fleur. Habían empezado en la vida como iguales. Cada uno, heredero de una familia de personas dedicadas a la jardinería, con la misma historia, el mismo número de acres de terreno, la misma información sobre el negocio familiar, el mismo futuro por delante, la misma tragedia familiar, el mismo amor el uno por el otro.
La diferencia era que ella había optado por quedarse para cuidar de su padre mientras que Matt se había marchado, olvidando los deberes que tenía hacia su madre, para forjarse una vida en otra parte.
Aunque Tom era tanto hijo suyo como de Matt, había sido ella quien se había quedado para cuidar del niño, la que había luchado para mantener su casa cuando su padre se había hundido en la desesperación, cuando había dejado de preocuparse por el negocio.
Matt, incluso ahora, ni siquiera tenía que perder el tiempo haciendo compras. Podía contratar a otra persona para que lo hiciera por él mientras ella tenía que pasar horas haciendo cuentas para llegar a fin de mes…
Fleur miró la tarjeta. Había estado a punto de decirle que podía meterse el favor… donde le cupiera, pero tenía razón. Así tenía un día más hasta que tuviera que contarle a su padre la verdad, hasta que tuviera que ver el dolor en sus ojos, cuando entendiera que no sólo su mujer lo había traicionado.
Matt comparó la lista de productos genéricos con las estanterías que tenía delante. Estaba a punto de comprar lo que le apetecía, productos de primera calidad, pero no por Fleur o por su padre, sino por su hijo. Quería que tuviera lo mejor, que comiera los mejores productos, los más frescos. Desgraciadamente, le había dicho que otra persona haría la compra, de modo que no podría justificarlo. Además, Fleur insistiría en pagar la cuenta y su presupuesto era, como mínimo, económico.
Cuando descubrió que tenía un hijo del que no sabía nada se había sentido excluido, engañado. Pero en aquel supermercado, incapaz de tomar una simple decisión sobre qué lata de judías debía comprar, entendió lo que significaba de verdad esa exclusión de la vida de su hijo.
Una exclusión, y Matt lo sabía bien, de la que él era el responsable.
Su administrador estaba organizando un fideicomiso para el niño porque, ocurriera lo que ocurriera, Matt quería que el futuro de Tom estuviera asegurado.
Pero aquello, eso de ir a comprar al supermercado, era el día a día. Fleur no había querido decirle que tenía un hijo, no había querido pedirle una pensión de manutención. Le había negado a Tom una vida mejor…
Pero todo eso iba a cambiar, decidió, mientras ponía las latas más caras en el carrito. Con un poco de suerte, cuando tuviera que firmar el cheque entraría en razón.
Y si no, estaba seguro de que un buen abogado usaría su falta de fondos contra ella.
La casa de Haughton era un escondite perfecto. A cinco kilómetros de Longbourne, pero a miles de kilómetros de distancia en cuanto al estilo de vida. Las casas eran pintorescas, bien conservadas, y los caminos desaparecían entre los altos árboles. Allí nadie podría ver el Land Rover, pensó Fleur.
Old Cottage, la casa que Matt había alquilado, estaba al final de uno de esos caminos, con dos bancos de madera en el porche, un jardín bien cuidado y un balancín colgando entre dos manzanos. Parecía una casita de ensueño.
Cuando Matt le dijo que era rico no había exagerado, desde luego.
Como no tenía dinero para ir a la peluquería, Fleur se había cepillado el pelo hasta sacarle brillo y el jersey y los pantalones que llevaba, aunque comprados en una tienda de segunda mano, estaban en mejores condiciones que la mayoría de su ropa. Parecía una joven madre normal, como cualquiera de las chicas del pueblo. Y lo era. Al fin y al cabo, llevaba puesta su ropa.
– Llegas tarde -dijo Matt, que estaba esperando en el porche-. Empezaba a pensar que tendría que ir a buscarte.
– Me he retrasado porque tenía que atender una llamada.
– Si hubiera sido Tom quien estuviera esperando, ¿habrías atendido esa llamada? -le preguntó Matt con seriedad.
– No.
– ¿Quién era, un acreedor?
Fleur se preguntó si debería decirle la verdad, que era un cliente, pero dudaba que la creyera, así que no se molestó.
– Pensé que entenderías que los negocios van antes que el placer.
– Pero es que estamos hablando de negocios, Fleur.
– Tom no es un negocio -replicó ella-. La felicidad de mi hijo depende de lo que estamos a punto de decidir.
– Te equivocas de pronombre, Fleur.
– Muy bien, de nuestro hijo. Y nosotros somos sus padres.
Matt tuvo que sonreír.
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