Liz Fielding - Corazón de Fiesta

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Max Fleming necesitaba una nueva secretaria y la señorita Jilly Prescott parecía adecuada para el puesto porque, además de que tenía los conocimientos y experiencia necesarios, no era probable que se fijara en él, ya que seguía enamorada de Richie Blake. De hecho, Max incluso se ofreció a ayudarla a recuperarlo.
El plan parecía sencillo: un corte de pelo, un nuevo vestuario y el atractivo Max acompañándola a una fiesta sensacional. Con eso, estaban seguros de que Jilly atraería la atención de su antiguo amor. Pero, cuando Max la llevó a aquella fiesta, empezaron a ocurrírsele ideas extrañas respecto a Jilly, y ninguna de ellas tenía nada que ver con arrojarla a los brazos de otro hombre.

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– No sigas, me lo imagino -Max le agarró una muñeca mientras Jilly gesticulaba dramáticamente.

Jilly paró, lo miró y, de repente, le sobrevino un sollozo.

– ¡Oh, maldita sea! ¡Maldita sea! Me he prometido a mí misma no llorar…

Max no sabía cómo había llegado a abrazarla, pero se encontró con los brazos alrededor del cuerpo de Jilly mientras las lágrimas de ella le empapaban la camisa. Los sollozos sacudían el cuerpo de Jilly mientras él murmuraba palabras para tranquilizarla, aunque no sirvieron de nada.

– ¡Oh, Dios mío! -Jilly se apartó de él bruscamente, sorprendiéndolo-. ¡Cómo es posible que esté llorando!

Con enfado, Jilly se secó las lágrimas y continuó.

– La verdad es que no me importa…

– Eh, cálmate -dijo Max ofreciéndole un pañuelo, con el que Jilly se corrió el rímel por los ojos-. Lo que necesitas es…

– Si me dices que lo que necesito es una taza de té, Max, te prometo que te doy un puñetazo -le advirtió ella.

Lo que necesitaba era justo una taza de té, pero como Max no podía ofrecérsela, se inclinó hacia delante y abrió el pequeño mueble de las bebidas que tenía instalado en el coche.

– Coñac -dijo Max levantando una botella de muestra de coñac que sirvió en dos copas-. Toma, te calentará un poco. Nos vendrá bien a los dos.

Luego, se miró el reloj. Las diez y media. La noche apenas había empezado.

– ¿Sabes en qué club es la fiesta?

– Spangles -respondió Jilly antes de beber un sorbo de coñac.

Jilly tosió cuando el licor le pasó por la garganta.

– Claro -Max consideró las posibilidades-. No es muy tarde. Te da tiempo a que lleguemos a casa, cambiarte y reunirte con ellos en el club.

– ¿E ir a un club por la noche yo sola? -Jilly bebió otro sorbo de coñac-. No, ni hablar.

Jilly esperó. Se encogió de hombros y añadió:

– Además, he dicho que tenía planes para esta noche.

Y había salido de allí con la cabeza bien alta. Vio a Max llevarse la copa de coñac a los labios.

– ¿Y les has dicho cuáles eran esos planes?

– No.

– Hace mucho que no voy a Spangles. Me pregunto si habrá cambiado -Jilly no dijo nada; en realidad, no había esperado que dijese nada-. Esta misma tarde estaba pensando que hace mucho que no salgo, y debería hacerlo.

Max abrió otra botella de coñac y la repartió en las dos copas.

– Y bailar es un buen ejercicio para mí. El médico me lo ha dicho -tragó más coñac-. ¿Cuánto tardarías en cambiarte, Jilly?

– ¿En cambiarme?

– Sí, en ponerte algo más apropiado para ir a un club por la noche.

– Oh, no, Max. No puedo… -Max no respondió se limitó a observarla pensativamente, preguntándose cómo se vería con un escote hasta la cintura. Pronto descubrió que la imaginación la tenía intacta y que la libido empezaba a funcionarle de nuevo y a toda rapidez-. Además, no tengo un vestido que se aproxime en lo más mínimo a lo que esas mujeres llevaban esta noche, Max.

– Yo tengo una habitación llena de vestidos -al momento, Max se dio cuenta de lo que acababa de decir.

Nadie había tocado la ropa de Charlotte desde su fallecimiento. Pero Charlotte habría sido la primera en ofrecérselo a Jilly…

El coche se detuvo delante de la puerta de la verja.

– Espere aquí -le dijo Max al conductor-. Le necesitaré el resto de la noche. Vamos, Jilly, esta noche vas a poner a Petra en su sitio.

– No puedo. No puedes…

– Puedo y quiero. Y tú también.

Agarrándola de la muñeca, la condujo hasta la casa y la llevó al primer piso.

– ¡Max! -pero las protestas no le sirvieron de nada, Max no la soltó hasta entrar en una de las habitaciones.

No era la habitación de Max, como Jilly había temido, sino un enorme cuarto de vestir.

La cómoda estaba repleta de caros artículos de maquillaje, cepillos de plata y peines. Max cruzó la habitación, abrió una puerta y, durante un momento, contempló el cuarto de baño dorado.

Max volvió la cabeza y la sorprendió mirándolo todo con asombro.

– Todo está en orden, incluso hay toallas en el baño.

Sin perder tiempo, Max se acercó a los armarios empotrados y abrió varias puertas, revelando una maravillosa colección de preciosos vestidos, todos de diseño exclusivo de diferentes partes del mundo.

– Ésta era la habitación de mi esposa -dijo ella, no era una pregunta-. Éstas eran sus ropas.

– Sí. ¿Te hace sentirte incómoda?

– ¿Y a ti? -preguntó ella a modo de respuesta mientras examinaba las prendas que colgaban de las perchas.

– A mí lo que me parece es un desperdicio tener esto aquí sin que nadie lo use. Creo que Charlotte nunca salió una noche con el mismo vestido.

Eso explicaba por qué había tantos.

– Ésa no es la cuestión, Max. No puedes ponerme la ropa de tu mujer y pasearme como si…

Max encontró lo que estaba buscando. Un vestido de noche de exquisita sencillez, de satín, y del mismo color melocotón que el jersey que había llevado puesto Jilly. Max se lo puso por delante y la contempló.

– ¿Qué te parece? -le preguntó él.

Jilly tragó saliva.

– No puedo. No puedo.

– A Charlotte no le importaría, Jilly.

– ¿De verdad? -Jilly acarició la suavidad de la tela y se preguntó qué sentiría si le rozara la piel.

Como si le hubiera leído la expresión, Max levantó la falda del vestido y se lo puso en la cara. Fue algo sensual y tentador.

– Dime, Jilly, has llevado puesto alguna vez un vestido así -murmuró él con voz provocativa-. ¿Cómo crees que se sentiría esa tal Petra a tu lado con este vestido?

– Vulgar -respondió Jilly sin vacilación.

– ¿Y?

– ¿Celosa?

– Es posible -contestó Max mirándola a los ojos-. ¿Te gustaría averiguarlo?

Jilly era lo suficientemente humana para querer eso, pero era capaz de darse cuenta de un imposible. Iba a decirle eso, a darle las gracias y a decirle que lo mejor que podía hacer era las maletas y volver a su casa; pero fue entonces cuando, al devolverle la mirada, vio en la de Max que ya lo sabía, y también vio un dolor muy profundo debajo de esa corteza de cinismo y malhumor. Y en un momento, Jilly se dio cuenta de que Max necesitaba que aceptase el vestido y que aceptase su ayuda mucho más de lo que ella lo necesitaba.

Jilly intentó hablar, pero se le había secado la garganta de repente. Tragó saliva.

– Yo… puede que no sea de mi tamaño -dijo ella. A Max le costó sonreír, pero valió la pena esperar a ver esa sonrisa.

– ¿Te parece que lo averigüemos?

Mientras Jilly intentaba dilucidar lo que había querido decir, Max le puso las manos en la cintura y tiró de ella hacia sí. Durante unos momentos, la mantuvo muy cerca, tan cerca que Jilly pudo verle el pulso latiéndole en la garganta, pudo olerle la piel y el débil aroma a coñac de su boca. Luego, Max la miró con unos ojos del color de la pizarra mojada.

– Fíate de mí, el vestido es de tu tamaño.

El corazón de Jilly latía con fuerza por el inesperado contacto, por la forma como la mano de Max había tomado la suya, por el roce del otro brazo de Max en la cintura. ¡Y cómo la miraba!

– Oh. Bueno, bien -consiguió decir Jilly.

– ¿Cuánto te va a llevar arreglarte?

– ¿Media hora? -sugirió ella con voz ronca, mirándolo como a un amante, lo suficientemente cerca para besarle, con los labios a la altura de su garganta.

– Veinte minutos.

Recuperando el sentido, Jilly dio un paso atrás.

– Veinte minutos me lleva peinarme.

El pelo de Jilly, si se le dejaba a su aire, era una masa de pequeños rizos y, sin pensar, Max se lo soltó, acariciándolo con los dedos.

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