Liz Fielding - El Amor Secreto

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Daisy y Robert eran amigos desde la infancia, aunque en realidad ella siempre había estado enamorada de él. A Daisy no le preocupaba demasiado su aspecto personal y Robert era un conquistador nato que sólo veía en ella a una chica poco agraciada. Hasta que, con ocasión de una boda en la que era dama de honor, se vio obligada a maquillarse y ponerse un vestido precioso.
Robert descubrió que su amiga era una mujer atractiva que, además de esconder su belleza, tenía un amor secreto. Y él tenía que averiguar quién era ese hombre.

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– ¿Cómoda? -terminó Daisy la frase, cuando Robert pareció quedarse sin palabras.

– Iba a decir para comerte, pero he pensado que no te gustaría el cumplido.

– ¿Quieres decir que parezco un osito de peluche? La verdad es que el jersey es una delicia.

– ¿Puedo tocarlo? -preguntó Robert. Antes de que Daisy pudiera contestar, él le dio un abrazo de oso que la dejó mareada. El roce de su barbilla en la frente, el olor a colonia y a jabón que sugerían que poco antes había estado en la ducha… Durante un segundo, los latidos del corazón masculino se mezclaban con los suyos-. Tienes razón, es una delicia. Pero me gustaría más hacerlo… sin el jersey -murmuró, soltándola con desgana-. ¿Estás lista?

– ¿Para otro achuchón?

– Lista para marcharnos -sonrió él. Daisy tuvo que ahogar un gemido, enfadada consigo mismo por haber caído en una trampa tan simple y porque había estado deseando caer en ella. Así era como lo hacía Robert. Así era como volvía locas a las mujeres. Pero Daisy se negaba a caer en sus trampas-. Podemos abrazarnos después, si quieres.

– No, gracias -dijo ella, dándole la caja que contenía el vestido de dama de honor-. Toma, mete esto en el coche. Yo llevaré el regalo de tu madre.

– ¿Qué tal anoche? -preguntó él cuando estaban en la carretera.

– De maravilla. Y el Zorro fue un gran éxito. ¿Qué tal la despedida de Michael?

– No tengo queja. ¿Sarah comentó algo sobre Warbury?

– El miércoles me dejó un mensaje de advertencia en el contestador. Pero desde entonces no ha vuelto a decir nada. Creo que la combinación de jalapeños y margaritas la dejó sin habla.

– ¿Qué clase de advertencia? ¿O no debería preguntar?

– Será mejor que olvidemos el incidente -dijo Daisy, bostezando-. Lo siento, Robert, pero se me cierran los ojos.

– Echa el asiento hacia atrás y duerme un poco -sugirió él-. No querrás quedarte dormida sobre el pastel de cumpleaños de mi madre.

Alegrándose de tener una excusa para no seguir hablando sobre la noche que habían pasado juntos en el hotel, Daisy cerró los ojos. Había intentado no volver a pensar en ello, sin éxito, y tenía la sensación de que todo el mundo lo sabía.

Daisy suspiró, pensando en cómo lo había besado la mañana de la subasta y en las lágrimas que no había entendido en aquel momento. Quizá, en el fondo, ya entonces sabía que las palabras eran más que una sencilla despedida. Lo había dicho en serio. Después de la boda, dejaría la galería Latimer y se marcharía de Londres.

Se alejaría de Robert para siempre.

Era el momento de vivir sus fantasías. Al menos, aquellas que podía hacer realidad: China, Japón…

Robert aparcó el coche frente a la casa de su madre y observó a Daisy, dormida a su lado.

Bajo los suaves párpados maquillados de un color tan tenue que apenas era color, podía ver que sus pupilas se estaban moviendo. Estaba soñando. Robert se preguntaba qué soñaría Daisy Galbraith. ¿Serían sueños felices?

Como respuesta, una lágrima empezó a deslizarse por la mejilla de su mejor amiga y Robert sintió que se le partía el corazón.

– Cariño -murmuró, acariciando su cara suavemente, como para consolarla. Una segunda lágrima siguió a la primera y, Robert, incapaz de soportarlo, murmuró su nombre. Los párpados femeninos se movieron un poco y, unos segundos después, Daisy despertó, confusa.

– Arriba; bella durmiente -sonrió Robert-. Ya estamos en casa.

– ¿Qué?

– Hemos llegado.

– ¿Ah, sí? Me he quedado dormida. He soñado que estaba en Japón -murmuró, incorporándose-. Perdona, no pensaba dormir todo el camino.

– No te preocupes -dijo él, intentando ver en su cara qué había causado las lágrimas. Pero, despierta, Daisy parecía tan invulnerable como siempre-. Si no puedes dormir con un amigo, ¿con quién vas a dormir?

– Muy gracioso. Deberías ser actor -replicó ella, saliendo del coche cuando vio a Jennifer en la puerta de la casa-. ¡Feliz cumpleaños, Jennifer! -sonrió, abrazando a la madre de Robert.

Antes, ella también solía abrazarlo así, pensaba él. Mucho tiempo atrás. Cuando era una niña, solía lanzarse a sus brazos cada vez que se veían después de algún tiempo. ¿Cuándo se habían convertido los abrazos en amables besitos en la mejilla?

– Tengo que irme, le he prometido a mi madre que iría a enseñarla el vestido -sonrió Daisy-. Está deseando verlo.

– ¿Quieres que te ayude a llevar la caja?

– No, gracias. Pero si no he vuelto en media hora, por favor ve a rescatarme. Llévate a Major y sugiere que vayamos a dar un paseo. Flossie hará el resto.

– Es una chica encantadora, Robert -dijo su madre, mientras los dos la observaban alejarse por la ventana-. Y muy inteligente. No es fácil descubrir un auténtico plato Kakiemon de un vistazo.

Robert miró a su madre, pensativo.

– Mamá, háblame de Daisy.

– Pero si tú la conoces mejor que yo.

– Creía conocerla. Pero desde la semana pasada… no sé, es como si fuera una extraña.

– Ya veo -sonrió Jennifer Furneval.

– ¿Qué es lo que ves? -preguntó Robert.

– Daisy no ha cambiado, hijo. Eres tú quien ha cambiado.

– Eso no es verdad. Mira a esa chica -dijo, señalando hacia la ventana-. Siempre lleva vaqueros y jerseys anchos y…

– Estaba muy guapa con el jersey de angora.

– Está preciosa con ese jersey -murmuró él. Preciosa y muy sexy, aunque en lo único que Robert podía pensar era en quitárselo-. Pero deberías verla cuando está trabajando. Se pinta los labios de rojo y lleva faldas cortísimas…

– ¿Ah, sí? -rió su madre-. Bueno, no esperarás que vaya a trabajar a una galería de arte en vaqueros, ¿no?

– Pero es que nunca se pone esa ropa cuando nos vemos, esté trabajando o no -se quejó Robert.

– ¿Y te gustaría que la llevara?

– ¿Eh? No… sí. Bueno, no lo sé.

– Yo creo que sí te gustaría. Pero no quieres admitirlo.

– Daría igual, ¿no crees? Estamos hablando de Daisy. Ella siempre hace lo que quiere.

– Lo sé.

– Y yo solo podría hacerle daño -murmuró Robert, apartando la mirada.

– ¿Por qué? ¿Porque crees que eres incapaz de amar a alguien para siempre, como tu padre? -preguntó. Él se encogió de hombros-. Robert, yo he amado al mismo hombre durante toda mi vida, aunque sé que no se lo merece. Eres hijo suyo, pero también eres mi hijo y te he criado sola desde que tenías siete años.

– ¿Naturaleza frente a educación? Mamá, tengo treinta años y aún no he conocido a una mujer que me interese durante más de un par de meses.

– Excepto Daisy.

– Excepto Daisy -asintió él-. ¿Por qué no me he dado cuenta antes de que fuera demasiado tarde?

– Nunca es demasiado tarde. A veces, sin embargo, es demasiado pronto -dijo su madre-. ¿Recuerdas aquella Navidad, cuando le diste un beso debajo de la rama de muérdago?

– ¿Navidad?

Robert recordó entonces, sintiendo que su corazón se aceleraba. Esa fue la primera vez que vio aquel brillo en sus ojos, el dulce anhelo por algo que no podía poner en palabras, el mismo brillo que le había derretido el corazón cuando la había besado fugazmente en los labios.

– Yo diría que tú estabas en otro mundo… -sonrió Jennifer Furneval-. ¿Estaba equivocada?

– No -contestó él-. No estabas equivocada.

– Entonces era demasiado pronto y temí que hicierais alguna tontería. Así que llamé a tu padre y le pedí que te llevara a esquiar. Y después, como Daisy estaba tan triste, me la llevé a Londres y estuvimos visitando museos -siguió diciendo ella-. ¿Recuerdas que solía entrar en la casa como un vendaval cuando volvías de la universidad? -preguntó. Robert asintió, confuso-. El año que te graduaste, Daisy te estuvo esperando durante días ansiosamente, pero cuando vino a darte un abrazo, Lorraine Summers se le había adelantado.

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