– ¿Dónde vamos a ir?
– A… la casa de campo de un amigo. Me la presta a veces. Es muy tranquila.
Amanda sonrió. ¿La casa de campo de un amigo? No era mala idea.
– Mañana no iré a trabajar, Sadie.
Sadie ni siquiera se molestó en levantar los ojos de la revista que estaba leyendo.
– ¿Y qué? No tienes que llevarme de la mano – dijo ella-. Tengo muchas ofertas para eso.
– Mientras sean solo para eso – murmuró su padre.
– ¿Qué pasa, papá? ¿Tú puedes pasártelo bien con «la reina de los pendientes» y yo tengo que quedarme en casa estudiando Matemáticas?
– Uno toma decisiones, Sadie, y después tiene que vivir con las consecuencias. Y eso incluye las consecuencias de darle la mano a Ned Gresham.
– Ned es muy agradable – protestó ella, poniéndose colorada.
– Los hombres de treinta años no se interesan por niñas de colegio.
– Ya te he dicho que no pienso volver al colegio.
– Es demasiado mayor para ti, Sadie. Además, liarse con la hija del jefe tiene muchas ventajas – siguió diciendo él. Estaba siendo deliberadamente crudo para robarle romanticismo a la historia que su hija pudiera haber inventado-. No sería el primero en tener esa idea.
– Ni la primera mujer. ¿No es eso lo que hace mi madre? – replicó Sadie-. Te recuerdo que mamá se quedó embarazada para casarse contigo, pero, claro, luego encontró otro con más dinero y…
– Sadie…
– La verdad es que creo que te hizo un favor. Desde que se marchó, las cosas te han ido muy bien. Pero te advierto que esa Mandy Fleming parece una mujer de gustos muy caros.
– No tan caros. Me ha invitado a comer – intentó bromear él.
– ¿A comer? – repitió su hija, sorprendida-. Mal síntoma, papá. Debe de ir en serio. Seguramente también se quedará embarazada para cazarte. ¿O es eso lo que tú quieres? ¿Lo de mi hermanastro te ha animado a tener un hijo que siga tus pasos? – añadió, levantándose del sofá-. Quizá yo debería intentar lo mismo con Ned…
– ¡Sadie!
– Ya sabes lo que dicen. De tal palo, tal astilla…
Daniel seguía intentando entender lo que estaba pasando cuando vio a su hija entrar en su habitación y cerrar de un portazo.
Amanda estaba hablando en el estrado de la Escuela de Secretariado Internacional de la que había sido alumna.
Acudía cada año, esperando inspirar a otras chicas como ella. Estaba diciendo que esperaba volver a verlas al terminar sus tres años de estudios cuando sintió un escalofrío.
Daniel estaba pensando en ella. Lo sabía y, por un momento, perdió el hilo de lo que estaba diciendo.
Media hora más tarde, lo llamaba desde el móvil.
– ¿Daniel?
– ¿Mandy? No me lo puedo creer. Estaba pensando en ti…
– Lo sé.
– ¿Lo sabías?
– Bueno, quiero decir que… quería que pensaras en mí. ¿Ocurre algo?
– He tenido una pelea con Sadie, pero eso no es nada nuevo.
– ¿Quieres que dejemos lo de mañana?
– Mañana, cariño, el sol brillará y nosotros pasaremos el día juntos. Es lo único bueno antes de un fin de semana que se presenta lleno de nubes.
– A las diez entonces.
– Estoy contando las horas – murmuró él. Contando las horas. Era un cliché, pero como todos los clichés, tenía mucho de verdad.
Sadie se había encerrado en su habitación y había puesto la música a todo volumen. Aunque hubiera llamado a su puerta, ella ni siquiera lo habría oído. Pero, media hora después, la música había cesado y Daniel pensó que era el momento de hablar con su hija, de decirle que, aunque su madre la hubiera utilizado para conseguir sus propósitos, él la había querido desde el primer día. Y nada cambiaría eso.
– Sadie, ¿puedo pasar? – preguntó, llamando con los nudillos-. ¿Sadie? – repitió. Pero no hubo respuesta. Con un extraño presentimiento, Daniel abrió la puerta… Sadie no estaba en la habitación. El único signo de vida era el equipo de música, que seguía encendido.
– ¡Amanda! ¿Con vaqueros en la oficina? – exclamó Beth al día siguiente.
– Hoy no voy a trabajar, querida Beth – sonrió Amanda.
– ¿Y eso?
– Voy a pasar el día con Daniel.
– Vaya, veo que vas muy rápido – dijo su amiga-. Por cierto, ha llegado una carta de la señora Warburton, la directora del internado Dower. Quiere que pronuncies el discurso de entrega de diplomas dentro de seis meses. Se ha convertido en una persona muy importante, señorita Garland – bromeó Beth.
– Me parece que la señora Warburton no le haría ninguna gracia presentar a una madre soltera como ejemplo para las niñas.
– No creo que te quedes embarazada inmediatamente. Además, piensa en la cantidad de padres ricos que habrá entre el público. La clase de gente que necesita secretarias, niñeras y todo lo demás. Será estupendo para el negocio.
– Beth, las reglas de comportamiento para las alumnas del internado Dower son muy estrictas.
– De acuerdo, pero a la señora Warburton le encanta invitar a ex alumnas que se han convertido en miembros del Parlamento o empresarias de éxito para dar la impresión de que el internado que diriges es uno de los mejores de Inglaterra – insistió Beth-. Llámala ahora mismo y dile que aceptas.
– ¿Y si entonces estoy embarazada?
– Serás la prueba viviente de que una mujer puede tener todo lo que quiera sin necesitar un nombre. ¿Qué mejor ejemplo que ese? – sonrió su amiga-. ¿Esos son los planos de la nueva oficina?
– Sí. ¿Qué te parecen?
– ¿No vas a pasar el día con Daniel? Pues olvídate – contestó Beth, quitándole los planos.
– Oye, que los estaba mirando…
– Tienes todo el fin de semana para hacerlo. Siéntate y toma una taza de té para calmar los nervios. ¿Dónde vais a ir?
– A una casa de campo que le ha prestado un amigo, creo. No puede estar muy lejos porque tiene que ir a buscar a su hija a las seis.
– ¿Una casa prestada?
– Pues sí. ¿Por qué?
– No, por nada.
– ¿Hay algo que no me has contado? – preguntó. Beth se puso a mirar al techo-. Vamos, dímelo.
– Tú no querías saber nada.
– Pero eso era antes de…
– ¿Antes de enamorarte como una tonta? -terminó Beth la frase por ella-. Era él quien tenía que morder el anzuelo, no tú.
– No sé de qué estás hablando – dijo Amanda-. ¿Qué has hecho?
– Nada… Bueno, alguien tiene que velar por tus intereses. Tengo un amigo detective y le pedí que comprobase ciertos datos, eso es todo.
– ¿Un detective? Estás loca. Es de muy mal gusto… – empezó a decir Amanda, escandalizada. Beth levantó las cejas-. Vale. ¿Qué es? Si es algo malo, prefiero saberlo.
– ¿He dicho yo que fuera malo? Ese hombre está limpio, te lo aseguro. Tiene montones de tarjetas de crédito, paga impuestos, ayuda a las ancianas en los semáforos…
– ¿Pero?
– Pero eso no significa que no tenga secretos.
– ¿Qué secretos? – preguntó Amanda. Su pulso se había acelerado inmediatamente.
Beth sacó un sobre del bolso, pero no se lo dio.
– Estoy segura de que él mismo te lo contará.
– ¿Contarme qué?
– En realidad, no es tan importante.
– Te juro que…
En ese momento empezó a sonar el intercomunicador desde recepción.
– Señorita Garland, alguien pregunta por Mandy Fleming, como me había dicho.
– Enseguida bajo – contestó, mirando a Beth-. Muy bien. Yo también tengo un secreto.
– Eso es.
– Y voy a contárselo.
– Y estoy segura de que él hará lo mismo. Tienes razón. Esto es de muy mal gusto y voy a romperlo ahora… – pero Amanda se lo impidió-. Prométeme que no lo leerás hasta que llegues a tu casa – suplicó, poniéndose seria-. Dale una oportunidad de contártelo. La curiosidad mató al gato, ya sabes.
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