Liz Fielding - Engaños Inocentes

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El reloj biológico de Amanda Fleming, una rica empresaria a punto de cumplir los treinta años, le decía que había llegado el momento de ser madre. Quería un hijo, no un marido. Cuando conoció a Daniel Bedford, propietario de una sonrisa muy sexy y unos preciosos ojos azules, empezó a fantasear sobre él como el futuro padre de su hijo.
Amanda había puesto en marcha su plan dejando que Daniel creyera que era una secretaria. Pero no había pensado en la posibilidad de enamorarse. Antes de que pudiera confesarle quién era en realidad, y decirle que quería un hijo y una alianza de matrimonio, descubrió que él también la había estado engañando. Para entonces era demasiado tarde: estaba embarazada…

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– No te preocupes. El matrimonio no entra en mis planes. Tienes mi promesa de que, pase lo que pase, no volverás a saber nada de mí.

¿No era así como tenía que ser?, se decía Amanda. ¿No había sido ese el plan? Intentaba meterse la blusa dentro de los vaqueros, pero le temblaban las manos. Esperaba que él reaccionara: que le dijera que tenían que hablar, que se ofreciera a llevarla a casa. Pero, en lugar de hacerlo, Daniel la miraba como si fuera una extraña.

Amanda salió del dormitorio y bajó las escaleras corriendo.

Sadie la estaba esperando en el salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión de triunfo. Amanda sacó el móvil de su bolso y llamó a una empresa de taxis.

– Puedes esperarlo fuera – dijo la joven, con intención de humillarla. Pero Amanda se dio cuenta de que le temblaba la voz. Si ella fuera Sadie, también se sentiría asustada. Su madre nunca la había querido. Ella había sido simplemente un arma para conseguir su objetivo, fácil de abandonar por una cuenta bancaria más abultada. Y, de repente, aparecía una mujer igual que su madre para robarle lo único que le quedaba.

La niña necesitaba el amor de su padre para ella sola y Amanda lo comprendía. Además, ella no había hecho planes de futuro con Daniel. Solo era un interludio romántico. Sin ataduras. ¿O no era así?

En la puerta, se volvió hacia Sadie.

– Vuelve al colegio, Sadie. Le debes eso por lo menos.

– ¿Para que tú puedas clavarle tus garras en cuanto me haya marchado? ¿Estás loca? No pienso apartarme de él.

– Al menos termina el curso – insistió ella-. Después, te llevará a un colegio en Londres.

– Sí, claro.

– Pregúntaselo. Quiere que vivas con él – dijo Amanda. Una sombra de duda cruzó el rostro de Sadie-. No seas tonta. Yo no soy ninguna amenaza. ¿De verdad crees que tu padre querrá volver a verme?

– Júrame que te alejarás de él – dijo Sadie entonces. Decir esas palabras era mucho más difícil de lo que Amanda hubiera creído. En su interior conservaba la fantasía de que Daniel descubriría la verdad e iría a buscarla-. ¡Júralo!

– Si lo hago, ¿volverás al colegio? – preguntó. Sadie asintió con la cabeza-. Entonces, lo juro.

Con esas palabras, le hacía un favor a las dos. Sadie se quedaba tranquila y ella dejaba el mundo de la fantasía y del polvo de hadas atrás. Muy atrás. En el mundo de la imaginación. Para siempre.

Lo único que lo hacía soportable, lo único que la hacía caminar hasta la carretera donde el taxi la recogería, lo único que la mantenía en pie, era saber que él la quería. Lo había dicho y Amanda sabía que era verdad.

Que él no la creyera aunque le jurase mil veces que también lo amaba, solo era culpa suya.

CAPITULO 9

– NO ERA HOY tu cita en la clínica? – preguntó Beth, que había estado toda la mañana encima de ella como si fuera su madre-. ¿Quieres que vaya contigo?

– No hace falta – contestó Amanda. No se le había ocurrido pensar que Beth recordaría la cita, pero conociéndola seguro que lo habría anotado en su agenda para ir con ella. Era esa clase de amiga.

– No creo que debas ir sola.

Había esperado guardar el secreto durante algún tiempo, pero iba a ser imposible.

– No voy a ir.

– ¿Qué? ¿Quieres decir que has cambiado de opinión, ya no quieres tener un hijo?

– No. Solo he dicho que no voy a ir a la clínica. Cancelé la cita hace dos semanas.

– ¿Pero por qué? – preguntó Beth-. Mira, cariño, no sé qué pasó entre Daniel y tú, pero tienes que olvidarlo. Tu reloj biológico no va a esperar a ningún hombre – añadió, convencida-. ¿Qué ha pasado con todas esas vitaminas, el zumo de naranja, el ácido fólico?

– ¿Qué ha pasado?

– Pues… que sería una pena desperdiciar todo eso.

– No he desperdiciado nada. Todas las experiencias son valiosas… – empezó a decir Amanda que, a mitad de frase, tuvo que salir corriendo al cuarto de baño para vomitar. Cuando salió, Beth la estaba esperando con los brazos cruzados sobre el pecho. – Así que todas las experiencias son valiosas – decía Beth, mientras Amanda se echaba agua en la cara-. Supongo que las nauseas también son una experiencia valiosa, ¿no?

Amanda sabía que Beth la tomaría el pelo y seguramente debía dar gracias porque no estaba tirada en el suelo de la risa. En su lugar, ella también pensaría que el asunto era gracioso.

Amanda se miró al espejo. Por primera vez en su vida, no parecía la mujer profesional y segura de sí misma que era. Tenía ojeras y estaba pálida. Su aspecto no tenía nada que ver con estar embarazada y por eso Beth, que normalmente tenía un instinto infalible, no se había dado cuenta de los síntomas.

– Para que luego digas de la vitamina B6. Se supone que evita las nauseas.

– Solo si se toma un mes entero antes de… bueno, ya sabes – sonrió su amiga, traviesa.

– No tiene gracia, Beth. Fue un error.

– ¿No era esto lo que querías?

Amanda nunca habría planeado aquello.

– Fue un error desviarme de mis propósitos…

– Ya, claro, un error genial – bromeó su amiga-. ¿No te alegras, Amanda? ¿No querías tener un hijo?

¿Cómo podía no estar alegre? Ella deseaba un hijo y tenerlo con el hombre al que amaba era más de lo que hubiera esperado nunca.

– Yo no quería tener un niño con Daniel… yo lo quería a él – murmuró. Había ido al garaje a buscarlo sabiendo eso. Debería haberle contado la verdad entonces. O después, en el restaurante italiano. Había tenido una oportunidad y no la había aprovechado. Pero él tampoco lo había hecho.

– Bueno, al menos no tienes que preocuparte por decírselo al padre – dijo Beth. Ella era así, siempre veía el lado positivo de las cosas. Por eso seguramente se enamoraba cada dos por tres.

– No. No tendré que preocuparme – suspiró Amanda. Entonces, ¿por qué le dolía tanto? Porque sabía que, a pesar de lo que le había dicho a Sadie, a pesar de lo que se decía a sí misma, Daniel querría saber que estaba esperando un hijo suyo. Y ella no podía decírselo. Lo había jurado y cumpliría su palabra. Sabía que aquel niño, el hijo de Daniel, sería una puñalada en el corazón de Sadie.

Amanda había llamado a Pamela Warburton para decirle que no podría dar el discurso el día de la entrega de diplomas y, de paso, había preguntado por Sadie.

– ¿Conoces a la familia Redford?

– No mucho – contestó ella-. Pero conocí casualmente a Sadie y me preguntaba si había decidido volver al colegio.

– Sí, afortunadamente. Estaba intentando llamar la atención, ya sabes. La niña tiene problemas familiares.

– Lo sé.

– Va a volver a examinarse de las asignaturas que ha suspendido pero su padre va a llevarla a otro colegio el próximo curso.

– Quizá será más feliz viviendo con su padre – dijo Amanda-. Por favor, no le digas que he preguntado. No quiero que piense que…

– Que te preocupas por ella – terminó la frase la señora Warburton. Era cierto. Quizá estaba esperando que Sadie hubiera roto su palabra y, de ese modo, ella podría romper la suya-. ¿Seguro que no puedo convencerte de que vengas a dar el discurso? – preguntó la directora del internado.

– Pamela, me encantaría, pero debes saber que estoy embarazada. El día del discurso ni siquiera podré acercarme al atril.

– Pues no uses atril.

– ¿Seguro que quieres que una futura madre soltera hable para un montón de niñas impresionables?

– Yo creo que tú eres un ejemplo ideal, Amanda. Te enviaré una carta confirmando la fecha y la hora…

Sí, en realidad ella estaba contenta y orgullosa de sí misma. ¿Por qué iba a sentirse avergonzada?

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