Liz Fielding - Ganar el Amor

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Jacqui Moore estaba huyendo… ¡de su trabajo de niñera! No podía volver a encariñarse con un niño y tener que enfrentarse a perderlo después…hasta que conoció a la pequeña huérfana Maisie y se comprometió a cuidarla durante las noches.
Pero las noches se convirtieron en semanas y las emociones de Jacqui amenazaron con desbordarse, porque además de Maisie, le había robado el corazón el dueño de la casa, el atractivo y asustado Harry Talbot.
No había lugar donde pudiera esconderse de sus sentimientos…

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– Pero…

– No obstante, en esta ocasión va a tener que olvidarse de su vida social y jugar a ser madre por una vez en su vida.

– Pero…

La puerta se le cerró en las narices a Jacqui. Harry Talbot cerró la puerta y se apoyó de espaldas contra ella. El sudor le empapaba la nuca, y no tenía nada que ver con una caldera. Maldita Sally. Maldita Jacqui Moore. Malditos fueran todos…

Se irguió, respiró hondo y se giró hacia la puerta, justo antes de que volviera a sonar la campana. Pero, cualquiera que fuese el juego al que su familia estaba jugando, él no iba a participar. Cuidar de los animales de Sally era un precio muy bajo por su soledad. Los animales no hablaban, no hacían preguntas, no lo miraban como si hubiera perdido el juicio.

Maisie era otra cosa. Aquella mujer era otra cosa.

De repente la campana dejó de sonar, pero Harry no cayó en la trampa de creer que se habían marchado. La señorita Jacqui Moore, quien con sus vaqueros ceñidos y top amoldado a sus curvas no se parecía en nada a las niñeras que habían bendecido la infancia de Harry, no había arrancado el coche, y una vez que llamara a la oficina y pidiera instrucciones, volvería a exigir refugio para la niña y un poco de cortesía para ella misma. Mientras tanto, él no iba a quedarse de brazos cruzados. Tenía una caldera que arreglar. Jacqui oyó abrirse la puerta del coche. Se volvió y vio a Maisie evitando un charco mientras se bajaba del asiento.

– Maisie, quédate en el coche… -le gritó. Necesitaba pensar. No, necesitaba llamar a Vickie. Alguien tenía que presentarse allí para hacerse cargo de la situación.

– Tengo que ir al baño -dijo la niña-. Ahora.

¿Sería una emergencia de verdad o sólo una advertencia temprana? En la mayoría de los niños era difícil saberlo, pero Jacqui sospechaba que Maisie no se arriesgaría a estropear su aspecto inmaculado esperando hasta el último momento para ir al baño. Contempló con recelo la campana. Si hubiera tenido la oportunidad de elegir entre llamar otra vez y ordenarle a Maisie que cruzara las piernas, habría elegido lo segundo. Por desgracia, no se trataba de ella. Tendría que ser valiente. Y pronto.

– Espera un momento. Maisie -le ordenó, consciente de que cualquier signo de debilidad sería aprovechado por la niña. Se apartó un mechón empapado de la mejilla y sacó su móvil del bolso. Estremeciéndose de frío, marcó el número de la oficina. Antes de enfrentarse otra vez al gigante, tenía que hablar con Vickie y averiguar qué demonios estaba pasando.

– Y quiero beber algo -añadió Maisie, sin hacer caso de la orden.

– Por favor -corrigió Jacqui automaticamente.

Maisie suspiró.

– Por favor.

– Hay zumo en mi bolsa. Está en el asiento delantero…

– Una bebida caliente.

Princesita, 2. Adulta estúpida, 0.

Pero la niña tenía razón. La propia Jacqui empezaba a sentir la necesidad de tomar algo caliente y descansar un poco.

– Oye, dame un minuto, ¿quieres? Tengo que hacer una llamada y luego pensaremos en lo que podemos hacer.

Maisie se encogió de hombros y Jacqui devolvió la atención al teléfono.

– Vamos, vamos… -murmuró, impaciente-. Tienes que esperar en el coche, Maisie. Hace frío y tu vestido se estropeará con este tiempo -dijo apelando a las prioridades de la niña.

Al no recibir respuesta, giró la cabeza a tiempo para ver un vestido blanco desapareciendo por un lateral de la casa.

Capítulo 2

OH, DEMONIOS! Jacqui no tuvo más remedio que olvidarse de la llamada y seguir a Maisie. Al rodear la casa vio un inmenso patio pavimentado con un establo. Atrapó a Maisie justo cuando la niña iba a entrar por la puerta trasera, que, a pesar del tiempo, estaba abierta.

– ¿Qué estás haciendo?

– Nadie entra por la puerta principal -respondió Maisie.

– ¿No?

– Pues claro que no. Te lo habría dicho si me hubieras preguntado.

Completamente ajena al barro que le manchaba los zapatos, entró en la casa como si fuera la dueña. Sin poder hacer otra cosa, Jacqui la siguió por una habitación llena de botas, paraguas y chubasqueros, y entraron en una inmensa cocina caldeada por una vieja estufa de combustible sólido. Junto a la estufa había una gran cesta para perros, ocupada por una gallina y dos o tres gatos atigrados. Estaban tan unidos que era casi imposible distinguirlos. Un perro grande y peludo, de aspecto deprimido, yacía al lado, secándose las garras llenas de barro. De no ser por la gallina, Jacqui se habría sentido tentada de unirse a ellos.

– A veces es mejor no esperar a que te lo pregunten-dijo volviéndose hacia Maisie-. Por si acaso la persona que debería preguntártelo no se acuerda de hacerlo…

Se calló. Aquélla no era la clase de conversación que una niñera mantenía con una niña de seis años. Pero ella ya no era una niñera. Y Maisie que no era precisamente la típica niña de seis años se encogió de hombros.

– No me escuchaste cuando te dije que conocía el camino -dijo-. No creí que me escucharas si te decía lo de la puerta.

Jacqui rezó en silencio pidiendo paciencia a la deidad responsable del bienestar de las niñeras no practicantes, fuera cual fuera.

– Vamos -dijo Maisie, y sin esperar respuesta, abrió otra puerta.

Jacqui siguió a la niña por un pasillo con corrientes de aire que conducía a una escalera ascendente. El tipo de escalera usada por el servicio.

– Por aquí.

– ¿Qué? -espetó Jacqui, estremeciéndose por el frío que acentuaba la humedad de su ropa. Enseguida recordó que Maisie sólo tenía seis años y que ella era la adulta responsable-. Lo siento. No era mi intención hablarte de mala manera.

– Está bien.

No, no estaba bien, pensó Jacqui cerrando los ojos. Sólo era el último de la larga serie de errores que había cometido aquel día el mayor de los cuales había sido responder a la llamada de Vickie. Lo había hecho creyendo que podría convencerla de que ya no se dedicaba a hacer de niñera. Había roto todas las reglas y había sido castigada por ello, pero no tan duramente como se estaba castigando a sí misma. Y luego Vickie le había dicho que tenía un paquete para ella y Jacqui había descubierto que no era tan objetiva ni tan fuerte como pensaba. Respiró hondo, abrió los ojos y descubrió que había cometido otro error. Maisie había desaparecido.

– ¡Oh, genial!

Seis meses trabajando en una oficina habían atontado su instinto. Los ordenadores no hacían travesuras, ni desaparecían en cuanto se apartaba la vista de ellos. Había perdido su preciado autocontrol. Miró alrededor. Había media docena de puertas para elegir. Abrió la más cercana y se encontró con una enorme despensa repleta de estanterías y conservas suficientes para alimentar a una familia numerosa durante meses. Pero ni rastro de Maisie.

Mientras se movía hacia la puerta siguiente, su móvil empezó a sonar. Miró la pantalla y se dio cuenta de que, en su loca carrera tras la princesita, no se había detenido para cortar la llamada a la oficina.

– Vickie, tienes un verdadero problema… -empezó a decir, sin ningún preámbulo, tras llevarse el móvil a la oreja.

– ¿Jacqui? ¿Eres tú?

– Sí, Vickie, soy yo -confirmó, abriendo la segunda puerta. Otra despensa-. Jacqui, a quien has enviado a hacer el tonto.

La tercera puerta, ligeramente entreabierta, reveló una pequeña sala de estar. Dos viejos perros labradores ocupaban el sofá, y a juzgar por la cantidad de pelo desperdigado por los cojines, lo consideraban de su exclusiva propiedad.

– Calma, chicos -dijo Jacqui cuando los perros menearon el rabo-. Jacqui -volvió a repetirle a Vickie, quien había caído en la cuenta de que estaba irritada y no había querido interrumpirla-. La que va a mandarte una factura por un tubo de escape nuevo.

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