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Liz Fielding: Orgullo y amor

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Liz Fielding Orgullo y amor

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Seis años atrás, Casey había adorado a Gil Blake. Pero él le había hecho saber que ella era una aventura más. Ahora había regresado y la chica aún lo amaba… pero Gil sólo había vuelto para vengarse

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– ¿Engaño? -preguntó él-. ¿Por qué dices eso? -Casey notó las blancas líneas en sus mejillas y comprendió que estaba furioso, pero no le importó. -Entiendes muy bien. Me tomaste a cambio de rescatar de la quiebra a la compañía de mi padre.

– Así es. Construcciones O'Connor está a salvo, pero yo tuve que arriesgar hasta el último centavo que poseo para salvarla -apretó el volante hasta que los nudillos de la mano se pusieron blancos-. Incluyendo la escritura de esta casa. Lo mismo que tu padre, de hecho… -mostró los dientes en un simulacro de sonrisa-… al menos estás al tanto de la situación. Una cortesía que creo que Jim O'Connor nunca mostró a tu madre.

– ¿Cómo averiguaste todo eso? -preguntó ella.

– Me interesa estar informado -se tranquilizó-. La compañía estará tan bien organizada como yo quiera. No habrá sobreabundancia ni quiebra. En doce meses Construcciones O'Connor será el deleite de cualquier contador -ella respiró de alivio sin darse cuenta-. Ese fue el trato, Casey. Yo no prometí una mansión ni una limosina. Si existe engaño, no es por mi culpa. Tú sola lo soñaste.

Tenía razón, comprendió Casey. Había evitado todo contacto con Gil desde el momento en que había hecho sus ultrajantes demandas y el colapso de su padre la forzó a acceder a ellas. Lo hizo por orgullo. Quizá debió de pensarlo mejor y buscar su compañía para averiguar cuál era la verdadera situación. Al menos no se hubiera engañado totalmente.

Satisfecho por haber dejado todo en claro, Gil prosiguió:

– Si te portas bien y no despilfarras el dinero, es probable que adquiera una de las casas en la nueva propiedad, dentro de unos meses -Casey lo contempló con incredulidad-. Una de las más pequeñas -añadió, pensándolo bien.

– No, gracias. Prefiero vivir aquí. Al menos nadie de los que conozco podrá ver lo que ha sido de mí -abrió la puerta y salió del auto; se dio cuenta de que varias personas la estaban observando con mucho interés.

– Hola, Snowy. Te ves muy bonita -alguien gritó del otro lado de la calle-… ¿Vas a vivir allí?

Casey se volvió, asustada y observó una sonrisa en el rostro de Gil, que pronto desapareció. No tardaron mucho en descubrir su secreto.

– Hola, Amy -dijo contenta-. Sí, seremos vecinas -era una de sus Brownies. Recordó ahora que el nombre le era familiar. Varias niñas vivían en Ladysmith Terrace. Bueno, al menos no tendría que ir lejos los sábados en la mañana.

– ¿Snowy? -preguntó Gil mientras introducía la llave en la puerta.

– Buho Snowy -él estaba sumamente intrigado-. Amy es una Brownie -explicó ella.

– ¿Una Brownie? -preguntó con incredulidad-. ¿Tienes una fábrica de Brownies? ¿Usas uno de esos sombreritos cafés?

– No seas ridículo -replicó ella con enfado. El abrió la puerta.

– ¿Estás lista? -y sin esperar respuesta, la levantó en brazos, la cargó y traspasó el umbral, luego cerró la puerta con un pie. Por un momento se recargó en ella, sosteniéndola cerca del pecho, y Casey pudo sentir los latidos de su corazón. Su cuerpo tras la delgada tela de su traje estaba cálido y confortante. Y ella necesitaba que la consolaran; alguien que la abrazara y que le asegurara que todo estaría bien mañana.

– No tenemos que estar en guerra, Casey -murmuró él. De pronto, alguien llamó a la puerta y los asustó. Gil la bajó y abrió.

– ¿Está Snowy? -era Amy.

– Dime, Amy -contestó Casey, luego se asomó un poco mareada a la puerta.

– Mi mamá te manda esto -la niña sostenía una maceta de tulipanes amarillos y tenía la vista fija en Gil.

– Están preciosos. Qué amable. ¿No gustas pasar?

– No. Mi mamá dijo que no debería quedarme. Pero que si necesitabas cualquier cosa que la buscaras en el número seis.

– Bueno, pasaré a visitarla en unos días. Dale las gracias de mi parte.

– Está bien. Adiós -contempló a la niña correr por la calle y luego se volvió a ver a Gil, pero él parecía haber perdido el interés en ella. Colocó la planta dentro de la chimenea, y notó la gruesa capa de polvo que cubría los ladrillos.

– Siento que la pequeña te haya molestado -él se encogió de hombros y sonrió.

– ¿De verdad lo sientes? Llegó en el momento más indicado, ¿no crees? Por allí está la cocina. ¿No quieres poner a hervir el agua en la tetera mientras yo recojo tu maleta?

– ¡Maldición! -Casey se despojó del sombrero, lo aventó en una silla y entró a la cocina donde encontró la tetera. ¿Por qué se había disculpado? Le temblaban las manos al tratar de abrir las anticuadas llaves del agua que estaban duras y chirriaban; los tubos empezaron a sonar. Llenó la tetera hasta la mitad y la colocó en la vieja estufa de gas para buscar cerillos. Rompió tres antes de encender la llama con manos temblorosas. El silbaba fuerte mientras ella buscaba las tazas.

No tuvo que buscar mucho, estaban en anaqueles ocultos con una cortina de cuadros verdes. Pasó el dedo por el anaquel. Al menos allí estaba limpio, y miró con culpa a Gil cuando se apareció en la puerta,

– ¿Encontraste todo?

– ¿Hay té, leche? ¿Hay refrigerador? -preguntó la joven en tono cortante.

– Esta en el anexo de la cocina. Por allí -señaló él, luego abrió lo que parecía ser la puerta trasera, entró a una habitación fresca, larga y estrecha. Un moderno refrigerador ocupaba casi todo el muro de enfrente y ella lo abrió y sacó medio litro de leche.

– No hay casi nada aquí.

– He estado demasiado ocupado para ir de compras. Y pienso que te gustará surtir la despensa.

– Me muero de ansias -replicó con un gesto de fastidio-. No se te olvide dejar algo de dinero para la casa. No mucho, claro -él ignoró su sarcasmo.

– La tetera está hirviendo. El té está en este anaquel -le entregó él una cajita y sus dedos se rozaron sin-querer, ella retiró la mano como si se hubiera quemado y la cajita cayó al suelo derramando el té.

– Estoy…

– Casey…

Ambos empezaron a hablar al mismo tiempo y luego se callaron, cruzaron sus miradas por un instante antes de que Gil se acercara a ella.

– Vi allá un frasco de café -dijo ella y entró con rapidez al anexo de la cocina. Gil se quedó inmóvil y luego se encogió de hombros.

– El recogedor de basura está debajo del fregadero -salió para ir a la sala donde se recostó en un sillón. Casey ignoró el tiradero en el suelo.

– Aquí está tu café-le dijo y azotó la taza al colocarla sobre la mesa a un lado de él-. ¿No quisieras mostrarme el resto de la casa mientras se enfría mi bebida? Estoy segura de que no tomará mucho tiempo.

– Es verdad. Tenemos que pensar en otra cosa para pasar el tiempo -Casey se echó atrás con tal rapidez que lo hizo reír.

Empezaron por la parte superior. La habitación estaba llena de polvo y se notaba que hacía mucho que nadie la usaba. Casey se acercó a la ventana y limpió el vidrio con la mano. Podía ver más allá de los techos un pequeño jardín.

– Esto podría ser bonito -comentó y se alejó de la ventana.

– Me perdonas, pero creo que tienes mucha imaginación. Ven -bajaron un piso y encontraron dos puertas. Gil abrió la primera.

– Este solía ser mi dormitorio -le dijo^. Hay una gran diferencia con la torre de marfil donde te criaste -era una pequeña habitación cuadrada, con un librero y un guardarropa. Nada más. Casey se inclinó para ver los libros, estos eran antiguos y por el lomo descubrió que la mayoría eran premios de la escuela dominical.

– Estos no eran tuyos -declaró Casey.

– De la tía Peggy -le confirmó él-, y de mi padre. Pero los leí todos. Son muy instructivos. La mayoría sobre gente que recibió su merecido -salió de allí y cruzó hasta la otra puerta-. Esta es nuestra habitación -la suite debió ser maravillosa, de nueva. Quizá cuando construyeron la casa. Dos grandes roperos y un amplio vestidor llenaban las paredes. Sus maletas y cajas, que había recogido la mudanza el día anterior, ocupaban casi todo el resto de la sala. La cama, recién arreglada con limpias sábanas blancas y un grueso y anticuado edredón de color de rosa, aparecía en el centro. La cabecera era alta y elaborada y Casey se acercó a examinarla de cerca. La frotó con la mano y sintió el confortante espíritu de todas las mujeres que habían amado, dado a luz y muerto en esa habitación-; Quizá deberíamos comprar una nueva cama… -empezó Gil a decir.

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