Liz Fielding - Una Familia Prestada

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Cuando Patrick Dalton regresó del extranjero, se encontró su casa ocupada por dos inesperados e inoportunos inquilinos: una hermosa mujer y un bebé adorable, los cuales despertaron en su memoria recuerdos agridulces.
A Jessie la habían obligado a ocuparse de su sobrino durante una temporada y, como consecuencia, había sido desalojada de su exclusivo apartamento. ¡No le quedaba más remedio que dejar que Patrick pensara que era madre soltera para que no la hiciera marcharse! Luego descubrió por qué él se mostraba tan cauteloso respecto al amor y los bebés; y para entonces, ¿cómo iba a confesarle la verdad?

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Al verle cerrar los ojos, Jessie se aventuró a acercarse. Estaba muy pálido y la herida de la frente tenía muy mala pinta. De repente imaginó que moría, y tras culparla a ella de su muerte acababa en la cárcel. Había leído muchas veces en el periódico que un ladrón entraba en una vivienda, moría y una inocente ama de casa acababa en la cárcel.

Kevin y Faye iban a lamentar entonces lo que le habían hecho.

Jessie dio un respingo. ¿En qué demonios estaba pensando? Podía haber entrado a robar, pero estaba claro que en ese momento necesitaba ayuda. Dejó a un lado el bate, y cruzó descalza el charco de leche hasta llegar a él.

Tumbado todo lo largo que era en el suelo se le veía muy grande y amenazador. Hasta inconsciente parecía peligroso, pero no podía dejarlo allí. Tomó un babero limpio del mostrador de la cocina, se arrodilló a su lado y empezó a limpiarle la sangre que le salía de la herida, de la frente, demasiado preocupada por su estado como para sentir miedo.

El desconocido abrió los ojos con tanta rapidez que Jessie pensó que no había estado tan inconsciente como había pensado, y la agarró con fuerza de la muñeca.

– ¿Quién demonios es usted? -le preguntó.

– Jessie -se apresuró a responderle para no irritarlo más-. Me llamo Jessie. ¿Cómo se encuentra? -le dijo lo más dulcemente que pudo, para que se diera cuenta de que no quería hacerle nada malo…

– ¿Qué aspecto tengo? -preguntó él.

Jessie pensó que no demasiado bueno: estaba pálido, tenía barba de tres días y además no dejaba de salirle sangre de la herida. Le puso los dedos contra la garganta para comprobar su pulso, aunque sin saber muy bien por qué, ya que podía ver con sus propios ojos que no estaba muerto.

Notó la calidez de su piel bajo los dedos, y un pulso fuerte, para su tranquilidad.

– ¿Y bien? -le preguntó él, después de un rato-. ¿Voy a sobrevivir?

– Cre… creo que sí.

– Me gustaría que se la notara más convencida de lo que dice.

Jessie pensó que no hablaba como un ladrón, pero enseguida se dijo que no podía fiarse.

– Bueno… -empezó a decir, pero la media sonrisa que observó en su boca le hizo sospechar que no estaba hablando completamente en serio.

– No me voy a rebelar si cree que necesito que me haga la respiración artificial -le dijo, confirmando así las peores sospechas de Jessie.

Por un momento se sintió tentada a besarlo. ¡Era tan atractivo! Pero enseguida recuperó el sentido común, y se reprochó a sí misma aquel momento de debilidad, después de lo que le había hecho sufrir su última experiencia amorosa.

De repente pensó que si se sentía lo bastante bien como para bromear, seguramente en cualquier momento se levantaría y… y tal vez fuera mejor no pensar en lo que podría llegar a hacerle. Sería mejor que dejara de perder el tiempo y llamara a la policía y a una ambulancia enseguida.

– Lo que usted necesita es que lo lleven a urgencias lo antes posible -le dijo, tratando de soltarse. Tal vez estuviera de buen humor, pero no podía arriesgarse a enfadarlo. La siguió sujetando por la muñeca mientras se incorporaba, pero resultó ser demasiado esfuerzo para él, porque enseguida renunció a su intento, y le soltó la muñeca para llevarse la mano a la cabeza.

Jessie pensó que necesitaba su teléfono móvil, y tenía el bolso sobre el mostrador de la cocina. Se levantó para alcanzarlo, y en ese momento el ladrón la agarró por el tobillo.

Entonces Jessie dejó la prudencia a un lado e hizo lo que había estado deseando hacer desde que se dio cuenta de que había entrado alguien en la casa: gritar como una loca.

Patrick que lo único que pretendía era saber quién era aquella mujer que estaba en su casa, y adonde había ido Carenza se dijo a sí mismo que tampoco importaba mucho, después de todo, ya que lo más importante en aquel momento era, sin duda, hacerla callar. Así que le apretó el tobillo con fuerza. Jessie dejó de gritar al momento, pero se cayó encima de él.

Jessie, a pocos centímetros de su cara lo miraba asustada, pero antes de que pudiera hacer o decir nada más la agarró con fuerza.

– No, por favor, no grite más. No sé quién es usted o qué está haciendo aquí, pero usted gana. Me doy por vencido.

– ¿Que yo gano? -dijo Jessie, notando el histerismo de su propia voz, aunque después de todo tenía todo el derecho a estar histérica, ya que estaba tumbada sobre el pecho musculoso de un posible criminal, de un hombre que había entrado por la fuerza en su casa, y que hasta con una herida en la frente podía aprovecharse de la situación, y la situación era que lo único que llevaba encima era una camiseta hasta las rodillas.

Nada más. Le bastaría mover la mano unos centímetros para comprobarlo.

Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tirar de la camiseta hacia abajo todo lo que pudiera, pero no lo hizo porque sabía que solo conseguiría llamar la atención de aquel hombre sobre lo que quería esconder. Así que lo miró a los ojos y le exigió que la dejara marchar inmediatamente.

Era un rostro interesante. De los que en otras circunstancias le hubiera gustado volver a ver. Fino, pero con rasgos bien definidos y mucho carácter. Tuvo la sensación de que el sufrimiento no le era extraño, y de que aquella boca prometía besos apasionados

– ¿Qué quiere decir con que he ganado? -le preguntó, mientras trataba de recuperar el control de sí misma.

– Que me rindo -le dijo. Jessie no entendió lo que quería decir con que se rendía, y se quedó mirándolo fijamente. Tenía unos ojos preciosos: grises, y con unas pintitas doradas que los dotaban de una calidez especial-. Pero, por favor, no vuelva a gritar.

– ¿Se refiere a eso? -gritó, todo lo amenazadora que pudo porque no se fiaba de él, pero la voz le temblaba tanto que no hubiera asustado a una mosca.

– Oh, olvídelo. Déme un cuchillo y me cortaré el cuello. Sufriré menos que con el castigo que pretende infligirme.

– ¡Yo! -protestó Jessie-. ¡Como si le hubiera pedido que entrara en mi casa y se cayera!

– ¿Qué me cayera? ¿Es esa la historia que piensa contar? -le soltó la mano, y agarró el bate de cricket-. ¿Acaso ha olvidado esto? -le dijo blandiéndolo.

Jessie se apresuró a ponerse de pie, y apartarse de él, antes de que decidiera golpearla hasta hacerla perder el sentido.

– ¡No se mueva de ahí! Voy a llamar una ambulancia -le dijo retrocediendo, sin preocuparse de que la leche que le había empapado la camiseta le corriera por las piernas.

Patrick soltó el bate de cricket.

– Tendrá que sacarme a rastras hasta la calle, si quiere que me pase por encima -la advirtió.

Jessie se reafirmó en la idea de que estaba delirando. Debía llevarlo al hospital lo antes posible. Se apartó lo suficiente como para no estar a su alcance, sacó el móvil del bolso y marcó el número de emergencias para pedir una ambulancia. Querían detalles.

– Lo siento, pero no sé quién es. Entró en mi casa, y está tirado en la cocina…

– ¡No es su casa! -gritó-. ¡Es la mía!

– Sí, se ha hecho una herida en la cabeza -dijo por teléfono al servicio de urgencias. Patrick la estaba escuchando con el ceño fruncido, pero no se movió de su sitio. Desconfiando de su aparente colaboración, Jessie retrocedió aún más, dejando una huella de leche en la moqueta-. Sí, se golpeó la cabeza con el mostrador de la cocina, y se hizo una herida en la frente… Sí, está consciente, pero está diciendo unas cosas muy raras -Patrick gruñó al oírla, pero ella no le hizo caso-. ¿Informará también a la policía? Muchas gracias -colgó, y se quedó en la puerta de la cocina, temerosa de acercarse más a él-. Llegarán enseguida.

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