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Liz Fielding: Una Familia Prestada

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Liz Fielding Una Familia Prestada

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Cuando Patrick Dalton regresó del extranjero, se encontró su casa ocupada por dos inesperados e inoportunos inquilinos: una hermosa mujer y un bebé adorable, los cuales despertaron en su memoria recuerdos agridulces. A Jessie la habían obligado a ocuparse de su sobrino durante una temporada y, como consecuencia, había sido desalojada de su exclusivo apartamento. ¡No le quedaba más remedio que dejar que Patrick pensara que era madre soltera para que no la hiciera marcharse! Luego descubrió por qué él se mostraba tan cauteloso respecto al amor y los bebés; y para entonces, ¿cómo iba a confesarle la verdad?

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Abrió la puerta unos centímetros, con la cadena aún echada y no vio a nadie. Pero, de repente miró hacia abajo, y se encontró con la mirada de Bertie. Una mirada que hubiera derretido un témpano de hielo.

Era obvio que su sobrino, por muy inteligente que fuera no podía tocar el timbre, así que abrió la puerta del todo y buscó a su hermano y cuñada.

– ¡Faye, Kevin! ¿Ha pasado algo malo? -preguntó.

Los padres del bebé brillaron por su ausencia. Lo único que encontró fue una nota, pegada a la puerta, con la letra de Kevin.

La despegó y se la acercó a los ojos. No podía dar crédito a lo que creía estar leyendo, así que buscó las gafas en el bolsillo del albornoz.

Por favor, cuida de Bertie. Te lo explicaremos todo a nuestro regreso.

Con cariño, Kevin y Faye.

¿Regresar? ¿Regresar de dónde? Algo malo debía de haber pasado.

De repente oyó abrirse la puerta del ascensor, tres pisos más abajo.

– ¡Kevin! -lo llamó desde lo alto de la escalera-. ¡Espera!

Ya había empezado a bajar las escaleras, cuando la voz reprobadora de su vecina de abajo la detuvo.

– ¿Le sucede algo, señorita Hayes?

En el ordenado mundo de Jessie nunca pasaba nada que se saliera de lo normal, porque procuraba resolver los problemas en cuanto se presentaban, y hasta se anticipaba a ellos. Además en aquellos tiempos procuraba evitar a toda costa los emocionales.

A unos centímetros de ella, Bertie gimió y, de repente, se dio cuenta con desesperación de que se le acababa de presentar un serio problema, porque Taplow Towers era un oasis de tranquilidad, donde no se permitían perros, ni niños, excepto para visitas cortas, y durante el día.

Dorothy Aston, presidenta de la comunidad y con una agudeza auditiva propia de un murciélago, levantó la cabeza al oír gemir de nuevo a Bertie, en lo que Jessie se temía que fuera el preludio de algo mucho más escandaloso.

– ¿Qué fue eso? -preguntó.

– Nada -se apresuró a decir Jessie, aclarándose la garganta-. Llevo unos días un poco acatarrada. Siento mucho lo del ruido, pero estaba en la ducha y no pude llegar a la puerta a tiempo -le mostró la nota, para probar lo que decía-. Era mi hermano Kevin. Me ha dejado una nota -acto seguido, para evitar que la mujer tuviera tiempo de seguir preguntando, tosió de nuevo, y tras ajustarse el albornoz al cuerpo, le dijo con una sonrisa-: Perdone, pero creo que he dejado el grifo de la ducha abierto.

Pero a la señora Aston aquella sonrisa inocente no la conmovió.

– Ya sabe que no toleramos los ruidos, señorita Hayes y está usted en período de prueba. Las personas que vinieron a visitarla el domingo hicieron mucho ruido…

– Lo sé y lo lamento mucho, pero a Bertie le están saliendo los dientes. De todos modos, lo saqué a la calle un rato -se había ofrecido a hacerlo para dar un respiro a sus vecinos. Se había encontrado a los pobres Kevin y Faye dormidos en el sofá a su regreso-. No volverá a suceder -se apresuró a decir Jessie-. Se lo prometo.

No estaba dispuesta a que nada acabara con sus posibilidades de vivir en Taplow Towers.

Le encantaba aquel lugar, porque era tranquilo, y nunca iba a suceder nada fuera de lo normal. No era el tipo de sitio en el que hombres guapos llamaran a tu puerta pidiendo un poco de café, porque se les había terminado. Tendría que haberse dado cuenta de que si a Graeme se le daba tan bien flirtear, era porque tenía mucha práctica, y tarde o temprano, se volvería a quedar sin café.

En Taplow Towers podía trabajar día y noche en su ordenador, sin el más mínimo riesgo de ser molestada. Ya la habían molestado bastante…

No le había resultado fácil entrar, porque la comunidad de propietarios prefería a señoras de una cierta edad, pero al parecer el hecho de haberles dicho que había perdido a su prometido y tenía el corazón hecho pedazos les había ablandado y la habían aceptado en período de prueba. Todavía le quedaba un mes. Un movimiento en falso y le darían veinticuatro horas para abandonar el apartamento. Estaba en las normas que aparecían en el documento que había firmado sin dudar.

– Siento mucho haberla molestado, señora Aston.

– Muy bien, señorita Hayes. Lo dejaremos así por esta vez -le dijo, con una sonrisa-. Un fallo lo tiene cualquiera -Jessie notó que su sobrino se estaba impacientando y empezó a toser como si tuviera una grave enfermedad pulmonar, mientras seguía subiendo las escaleras de espaldas.

– Debe cuidarse esa tos, querida. Tome miel con limón.

– Sí -tosió-. De acuerdo -volvió a toser-. Gracias.

En cuanto Dorothy Aston volvió a entrar en su apartamento, Jessie se apresuró a meter a su sobrino en casa, cerrando la puerta tras ella, sin hacer ruido.

Después, se quitó la toalla del pelo y se inclinó sobre el bebé, sintiendo exasperación y ternura al mismo tiempo.

El niño tenía fruncido el ceño, intentando reconocerla, y tratando de tranquilizarlo, Jessie se inclinó más hacia él.

– Bueno, Bertie -le dijo, mientras le acariciaba la sedosa mejilla con el dedo-. En menudo lío me has metido.

En seguida se dio cuenta de que había cometido un tremendo error, porque aunque era igual de alta que la madre del niño, y tenía su mismo color de pelo, Bertie conocía muy bien la voz de su madre, y se dio cuenta de que Jessie no lo era, así que abrió la boca, dispuesto a que toda la humanidad se enterara de cómo se sentía al darse cuenta.

– ¡Shh! -le dijo-. Por favor Bertie, no lo hagas -Jessie se daba cuenta perfectamente de que si no conseguía que el niño estuviera callado, sus días en Taplow Towers estaban contados, así que lo tomó en brazos y lo apoyó contra su hombro-. Voy a encontrar muy pronto a tus padres. Te prometo que todo irá bien -pero Bertie, por alguna razón, no parecía muy convencido.

A Jessie lo único que se le ocurrió fue pasear por la mullida alfombra, como había hecho Faye el domingo anterior. Por un momento recordó el rostro pálido y exhausto de su cuñada. Kevin tampoco tenía mejor aspecto, y además tenía que ir a trabajar al día siguiente…

Además tenía que haberles sucedido algo terrible. Mientras pasaba al lado de su mesa de trabajo, tomó el teléfono. Dudaba de que Faye y Kevin estuvieran en casa, pero les dejaría un mensaje. Seguramente comprobarían los mensajes al regresar, por muy grave que hubiera sido lo que les había pasado.

Pero no tuvo que dejar un mensaje, porque ellos le habían dejado a ella uno.

– Jessie, cariño, necesitamos dormir de verdad, y pensamos que ya que eres la madrina de Bertie, no te importaría…

– No teníamos a nadie más a quién pedírselo… -interrumpía Faye a su marido.

– ¡Pedir! ¡Pedir! -exclamó Jessie, enfadada, como si los tuviera delante-. No me lo habéis pedido porque conocíais cuál iba a ser la respuesta. Sabíais perfectamente que no se permite tener niños en Taplow Towers.

– Me voy a marchar unos días con Faye, para estar sin niños, ni teléfono -continuó diciendo su hermano-. Te prometo que algún día haremos lo mismo por ti.

– No creo que tengáis la posibilidad -gruñó. Después, horrorizada por la gravedad del problema que tenía, miró a Bertie, que la miró también un momento antes de hacer un puchero-. ¡No, Bertie! -le suplicó-. ¡Por favor, cariño! -pero Bertie no estaba escuchando.

Sin embargo, el resto del edificio sí.

– Última llamada para el vuelo de British Airways, con destino a Londres…

Patrick terminó de facturar, y se dirigió hacia la puerta de embarque. Era el día de suerte de Carrie. Gracias al cambio de alegato de su cliente, al que seguramente habían pagado bien por hacerlo, ya que así protegía a gente de las altas esferas, volvía a casa antes de lo previsto. Como no estaba dispuesto a compartir su casa con nadie, y menos con una chica de dieciocho años, le «prestaría» el dinero para que se marchara a Europa con sus amigos, a cambio de que le prometiera estudiar en firme a su regreso.

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