Liz Fielding - Una Familia Prestada

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Cuando Patrick Dalton regresó del extranjero, se encontró su casa ocupada por dos inesperados e inoportunos inquilinos: una hermosa mujer y un bebé adorable, los cuales despertaron en su memoria recuerdos agridulces.
A Jessie la habían obligado a ocuparse de su sobrino durante una temporada y, como consecuencia, había sido desalojada de su exclusivo apartamento. ¡No le quedaba más remedio que dejar que Patrick pensara que era madre soltera para que no la hiciera marcharse! Luego descubrió por qué él se mostraba tan cauteloso respecto al amor y los bebés; y para entonces, ¿cómo iba a confesarle la verdad?

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Hambrienta, pero temerosa de despertar al niño, tomó un paquete de galletas de chocolate que había dejado Carenza y se sentó en un sillón de apariencia cómoda a comerlas.

Se debía de haber quedado dormida comiéndolas, porque cuando los maullidos de Mao, desde la ventana la despertaron, tenía chocolate pegado a la camiseta, y varias galletas se habían caído sobre la alfombra del lado del chocolate.

Dejó entrar al gato, bañó a Bertie, lo dio de cenar, y lo dejó en su cuna. Después metió toda la ropa que llevaba puesta en la lavadora, se puso una camiseta, se lavó los dientes y se acostó.

Poco antes de quedarse dormida recordó que la alfombra persa había quedado manchada de chocolate, y pensó que debía levantarse para limpiarla.

Y conectar la alarma.

Pero el sueño se apoderó de ella.

Patrick dejó la bolsa de viaje en el vestíbulo y fue a desconectar la alarma, pero se dio cuenta de que no estaba conectada. Estaba claro que a Carenza se le había olvidado hacerlo. No pudo evitar pensar que, tal vez, no debería haber hecho caso a su hermana cuando le pidió que dejara a su sobrina cuidar de la casa.

Al día siguiente le firmaría un cheque, se marcharía, y todo volvería a la normalidad.

Bueno, casi, porque como había dormido en el avión, a pesar de que era de madrugada, no tenía sueño. El reloj biológico tardaría en volver a reajustarse. En aquel momento estaba completamente despierto y hambriento.

Deseando encontrar algo comestible en la nevera, encendió la luz de la cocina. Respiró hondo para no alterarse al ver la pila de platos que había en el fregadero, aunque le resultó más difícil no hacer caso de un olor familiar que percibía en la casa, y no conseguía identificar.

De repente, su humor no hizo sino empeorar al notar que estaba pisando una galleta contra la alfombra.

No le daría ningún cheque a su sobrina. Cuando terminara con ella, estaría deseando salir corriendo. Nunca debería haberla dejado al cuidado de la casa.

Cuando se despertó sobresaltada, Jessie tuvo un ataque de pánico. Su primer pensamiento fue para el niño. Tras incorporarse, se puso las gafas y se acercó a la cuna. Otra semana como aquella y acabaría en un psiquiátrico.

Pero a Bertie no le pasaba nada. Gracias a la escasa luz que se colaba por la ventana pudo ver que el niño dormía profundamente. Lo tocó y vio que estaba caliente, pero no demasiado. De hecho, tenía un precioso tono rosado en las mejillas.

El gato también se encontraba perfectamente.

De repente, se estremeció horrorizada, al pensar en lo que diría su cuñada si viera a su hijo durmiendo con Mao, que se había hecho un ovillo a los pies del niño.

Jessie lo sacó de la cuna y el gato protestó. Para que no se despertara Bertie se vio obligada a abrazarlo, a pesar de la grima que le daba el pelo del animal.

Mao la miró con desconfianza, como si supiera lo que estaba pensando mientras se dirigía de puntillas a la puerta.

Estaba casi en el rellano de la escalera, cuando se dio cuenta de lo que le había despertado. Había alguien en la cocina.

Capítulo 2

Jessie pensó en varias posibilidades: llamar a la policía; gritar; esconderse con Bertie y el gato hasta que se marchara el ladrón con su botín; enfrentarse al villano…

La policía. Tenía un teléfono móvil, así que podía llamar a la policía. Se bajó las gafas y miró a su alrededor, preguntándose dónde estaba, cuándo lo había usado por última vez. De repente, se dio cuenta de que lo tenía en el bolso, y se lo había dejado en el salón.

Se sintió tentada a gritar, y así liberarse de toda la tensión que había tenido aquellos días, pero enseguida comprendió que si lo hacía despertaría a Bertie, asustaría a Mao, y tal vez el ladrón no solo no se marchara, sino que además tratara de hacerla callar por la fuerza. Así que decidió no gritar de momento.

Solo le quedaba entonces la opción de esconderse con el niño y el gato y hacer una barricada, pero el problema era que los muebles parecían demasiado pesados para poder moverlos sola contra la puerta.

Decidió entonces buscar algo con lo que defenderse si el ladrón subía, cosa muy probable. De repente le asaltó la idea de que pudieran ser varios, pero no quiso pensar en ello.

Abrió el armario y la molestó ver que estaba lleno de ropa de color negro, que suponía de Carrie. Estaba buscando algo con lo que defenderse, cuando un objeto pesado le cayó sobre el pie. Reprimió un grito de dolor, y se inclinó a recoger el objeto.

Era un bate de cricket. La sorprendió encontrar aquello, porque no se imaginaba a Carenza liderando el equipo de cricket femenino, pero le pareció que era el objeto contundente que estaba buscando para defenderse. Al tomarlo en sus manos, se sintió más segura. Se dirigió hacia la puerta blandiéndolo, y la abrió un poco más para escuchar.

Antes de que pudiera impedírselo, Mao se escapó

Patrick abrió la nevera. En la balda interior de la puerta había un cartón de leche abierto. Lo olió con desconfianza y, tras comprobar que no estaba estropeado, lo volvió a dejar en su sitio. Después sacó un plato y lo destapó. Parecía pescado desmigado. Lo dejó y cuando estaba abriendo un cartón de huevos, algo suave y cálido le rozó los tobillos. Patrick dio un paso atrás y la criatura maulló enfadada cuando le pisó en la cola, y después de enredársele entre las piernas escapó.

Desequilibrado e inseguro de dónde podía poner los pies, Patrick trató de sujetarse a lo primero que tuvo a mano: la estantería de la puerta de la nevera.

Por un momento pensó que aguantaría, pero enseguida cedió y tanto la estantería como la puerta se soltaron y cayeron, seguidas de los huevos, la leche, el pescado sobre Patrick, que antes de tocar el suelo se golpeó contra el borde del mostrador de la cocina.

Jessie seguía escuchando tras la puerta, muerta de miedo, pensando si lo del bate era, después de todo buena idea, porque corría el peligro de proporcionar al ladrón un arma, oyó el maullido de dolor de Mao, seguido de un tremendo estruendo.

¿Habría matado el ladrón a Mao? ¿O tal vez Mao al ladrón? No lo sabía, pero lo que estaba claro era que no podía seguir escondiéndose. Bate de cricket en mano, Jessie bajó las escaleras muy despacio y se acercó a la cocina con precaución.

Aunque no había dejado arreglada la cocina antes de acostarse, porque estaba demasiado cansada, lo que se encontró delante la dejó perpleja: había huevos rotos por todos los sitios, un charco de leche, del que Mao estaba bebiendo plácidamente, y en medio había un hombre tirado, que parecía ocupar todo el espacio disponible, con una herida en la frente de la que salía sangre. Un hombre que estaba vestido de pies a cabeza de negro, como solían ir los ladrones.

Era alto y fuerte. La podía desarmar en un abrir y cerrar de ojos.

Por suerte estaba inconsciente.

O tal vez no, porque, de repente gimió y abrió los ojos. Jessie blandió el bate y le dijo nerviosa:

– ¡No se mueva!

Patrick miró al techo de la cocina. Estaba en el suelo, tumbado sobre un charco muy frío, y le dolía la cabeza como si se le fuera a desprender del cuerpo de un momento a otro. Frente a él una mujer, con el pelo alborotado, medio desnuda y con unas gafas demasiado grandes para ella, lo miraba blandiendo su bate de cricket. ¿Lo habría golpeado con él? Trató de llevarse la mano a la cabeza para comprobar la importancia de la herida.

– ¡No se mueva! -repitió Jessie.

La muchacha trataba de mostrarse amenazadora, pero el temblor de su voz se lo impedía. No había necesidad alguna porque no tenía ni la más mínima intención de moverse. Lo único que quería era cerrar los ojos, y que al abrirlos todo aquello no hubiera sido más que un sueño. Lo intentó.

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