Willow encendió el móvil, sin prestar atención a la señal de mensajes urgentes… y entonces se dio cuenta de que había olvidado el periódico. Podría comprar otro, pero si volvía a entrar en el restaurante se encontraría con Mike. Alejarse de él tres veces en un día sería imposible.
No había sido fácil decir que no a la luna de miel. No era de Mike de quien había escapado, sino de la vida que tendría que vivir siendo su esposa. Había empezado a darse cuenta de eso antes de que llegara la oferta del Globe . Ese había sido su escape, no la razón para dejar a Mike ante el altar. Seguía enamorada de él. Siempre lo estaría.
Y por eso, en lugar de volver a buscar el periódico, buscó en su agenda el número de Emily Wootton.
– ¿Willow? Creí que hoy era el día de tu boda.
– Ha habido un cambio de planes -dijo ella-. Ha sido una decisión mutua, pero necesito esconderme durante unos días. ¿Tienes sitio para una aprendiza de pintora?
– ¿En la residencia? Claro que sí. Es muy mala época para encontrar voluntarios.
– Pues me tienes a mí, si quieres. ¿Hay una habitación libre?
– En la residencia no hay muebles, pero sí hay agua y luz. Aunque por la noche estarás sola. No sé, quizá estarías mejor en el hostal del pueblo. ¿Quieres que los llame?
– Gracias, pero prefiero pasar desapercibida.
– Muy bien. Entonces, nos encontraremos en la residencia. Llevaré un saco de dormir y algunas provisiones para el fin de semana.
Mike seguía mirando el periódico, pero en lugar de palabras, solo veía la espalda de Willow mientras salía del restaurante… y de su vida. Y recordó lo que le había dicho cuando le pidió que se casara con él. Recordó lo que había dicho sobre verla cada mañana al despertar.
Eso no había cambiado. Una oportunidad. Dos sueños. Tenía que haber alguna forma de hacerlo funcionar y… la mesa se tambaleó cuando se levantó de golpe. Mike salió del restaurante a la carrera, pero el coche amarillo no estaba en el aparcamiento y su corazón se encogió. Entonces, el brillo de un parabrisas por el rabillo del ojo hizo que se diera la vuelta.
Era Willow. No se dirigía hacia Londres, sino de vuelta a Melchester. ¿Volvía a casa? No podía ser… De repente, el artículo que había estado leyendo en el periódico apareció en su mente. Era lo más lógico. Decorar, ayudar a alguien, había dicho.
Mike volvió al restaurante y tomó el periódico de la mesa, aquella vez memorizando cada palabra. Y eso lo hizo sonreír. Era la oportunidad perfecta para empezar de nuevo. Y aquella vez le mostraría quién era en realidad.
En cuanto Emily se marchó, Willow se puso a trabajar. No tenía otra cosa que hacer. No tenía hambre y, a pesar del cansancio, sabía que no iba a poder dormir.
Abrió un bote de pintura de color azul cielo y miró la pared del cuarto de estar. Un lugar para que los niños jugaran cuando hacía mal tiempo, un sitio para contar historias y leer cuentos.
Willow movió la pintura con una vieja cuchara de madera, tomó la brocha y se puso manos a la obra.
Llevaba una hora pintando cuando escuchó el ruido de un coche en la puerta. Emily se había marchado tan preocupada que Willow no se sorprendió de que volviera.
Mientras dejaba la brocha dentro del bote y flexionaba los dedos, que se le habían quedado rígidos, rezó para que Emily hubiera llevado una botella de vino con ella. Y algo de comer.
Willow bajó de la escalera, se apartó los rizos de la cara y fue a abrir la puerta. Pero no era Emily.
Era Mike.
Mike, con vaqueros y una camiseta que, una vez, debía haber sido de color negro. Mike, con un saco de dormir bajo el brazo.
Mike soltó el saco de dormir y alargó la mano para acariciar su mejilla. Cuando la apartó, estaba manchada de pintura azul.
– Este color te sienta muy bien. Pero, ¿no se supone que la pintura debe ir en las paredes? -preguntó, mirándola de arriba abajo-. Dime, cariño, ¿has pintado alguna vez?
Willow intentó volver a colocar el corazón en su sitio. No tenía por qué estar pegando saltos. Mike la habría dejado plantada ante el altar si ella no lo hubiera hecho, se recordó a sí misma. Willow intentó pensar en cómo se habría sentido para no enredar los brazos alrededor de su cuello.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Lo mismo que tú, supongo. Estoy perdido y quiero hacer algo por los demás.
– ¿Y has elegido el mismo sitio que yo para hacerlo?
– ¿Eso es un problema? -preguntó Mike con una expresión inocente que a Willow no la convenció en absoluto-. Han pedido voluntarios y yo me he presentado. Incluso me he traído mi saco de dormir…
– ¡Puedes meterte el saco de dormir por donde te quepa!
– Y una botella de vino blanco. No puedo garantizar que sea de buena calidad, pero el dueño del bar me ha dicho que no está mal…
– No tengo sacacorchos.
– Y un poco de comida china que podríamos calentar -siguió él, como si Willow no lo hubiera interrumpido-. Pensé que tendrías hambre.
– Pues no tengo -declaró ella. Pero cuando el olor de la comida que llevaba en una bolsa llegó a su nariz, sus tripas la traicionaron.
Tomando aquello como un cambio de opinión, Mike miró alrededor.
– ¿Podemos calentar esto en alguna parte?
– ¡Mike! -exclamó Willow. Habían cometido un error huyendo de sus problemas en lugar de enfrentarse con ellos, pero era demasiado tarde para cambiar las cosas. Y aquello no la estaba ayudando nada-. Los dos estábamos de acuerdo. Nos dijimos adiós. Por favor, no hagas esto más difícil…
Willow no terminó la frase. No debería ser difícil. Los dos habían elegido aquel camino.
– ¿Tú crees que yo quiero estar aquí? Esto me resulta muy difícil también, cariño. Pero vas a necesitar ayuda si quieres que este sitio esté listo a tiempo. Parece que no hay muchos voluntarios -dijo Mike, colocando las cajas de comida china sobre la repisa-. Que hayamos decidido no casarnos no significa que no podamos comportarnos como adultos civilizados. Podemos seguir siendo amigos.
– ¡Amigos! -exclamó ella, indignada. Willow no quería que fueran «amigos».
– ¿Por qué no? Me caes muy bien -dijo Mike. Ella lo miró, recelosa-. ¿Qué? ¿No pensarás que salía contigo solo porque en la cama eres estupenda? -preguntó. Aquella era una pregunta cargada de dinamita. Willow perdería dijera lo que dijera, así que decidió callarse-. Los dos queremos escondernos durante unos días. Vamos a ayudarnos el uno al otro. Por los viejos tiempos.
– No hay «viejos tiempos». Solo nos conocernos desde hace unos meses.
– Cinco meses, dos semanas y cuatro días. Que casi hubiéramos cometido el error de casarnos… -Willow lo hubiera estrangulado por repetir aquello constantemente- no significa que tengamos que cruzarnos de acera para evitarnos. ¿No te parece? -preguntó, ofreciendo su mano-. ¿Hacemos las paces?
– ¿Las paces? -repitió ella, sin estrechar la mano que le ofrecía. Tenía un aspecto demasiado inocente como para confiar en él. Aunque ella le confiaría su vida-. ¿Amigos?
– Buenos amigos, espero.
Aquello era un error. Estaba segura. La atracción magnética que sentían el uno por el otro había sido tan fiera, tan increíble desde que se conocieron… y no había disminuido tras esos cinco meses, dos semanas y cuatro días.
Pero Mike tenía razón sobre una cosa. Lo que ella sabía sobre pintura y decoración cabía en la cabeza de un alfiler. Un alfiler muy pequeño.
Y la residencia estaba completamente vacía. Sería bueno saber que había alguien cerca si el suelo de madera empezaba a crujir en medio de la noche.
Willow estrechó su mano. Una mano fuerte, cálida. Por un momento, todo lo que ella había querido en el mundo.
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