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Lucy Gordon: La esposa del magnate

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Lucy Gordon La esposa del magnate

La esposa del magnate: краткое содержание, описание и аннотация

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El hombre del que se había enamorado no era como ella creía en absoluto. Selena era una mujer fuerte e independiente que tenía el dinero justo para sobrevivir. Cuando se enamoró de Leo Calvani, lo creyó su alma gemela porque él también llevaba una vida sencilla en la Italia rural y también era hijo ilegítimo… Pero al ver su casa se dio cuenta de que no era el hombre que ella pensaba: vivía en una casa enorme, poseía otras dos villas y su tío era conde. Y aún le quedaba otra sorpresa: resultaba que tampoco era hijo ilegítimo, con lo que se convertía en el heredero del conde. Aquello era una verdadera pesadilla porque Selena no tenía la menor intención de convertirse en condesa.

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Pero sus esfuerzos no lograron persuadir al caballo. Selena casi estuvo a punto cuando lo llamó por su nombre y él paró y la miró. Pero luego consiguió pasar entre los dos y volvió por donde había llegado.

– ¡Oh, no! -exclamó Leo-. Vuelve a la autopista.

Poco tiempo después, volvían a ver el tráfico. Leo, asustado por lo que imaginaba que podía pasar, aceleró la carrera y consiguió agarrar la brida a dos metros de la autopista.

Elliot lo miró con nerviosismo, pero las primeras palabras de Leo parecieron tranquilizarlo. No las había oído nunca, ya que eran italianas, pero Leo tenía la voz de un hombre que amaba a los caballos, un lenguaje universal de afecto. Los temblores del caballo remitieron y permaneció quieto, nervioso y confuso, pero dispuesto a confiar.

El subconsciente de Selena percibió todo aquello mientras cubría los últimos metros, y la conquista fácil de su adorado Elliot no contribuyó a mejorar su temperamento. Como tampoco el modo experto en que el hombre examinaba las patas del animal, que rozaba con gentileza.

– Creo que lo más grave que tiene es una torcedura leve de ligamento, pero un veterinario lo confirmará.

¡Una factura de veterinario cuando estaba ya al límite de su capacidad económica! Se volvió, para que él no viera su desesperación, y se pasó una mano por los ojos con fiereza. Cuando giró de nuevo hacia él, volvía a estar rabiosa.

– Si usted no hubiera frenado tan de repente, ahora no tendría nada -dijo con amargura.

– Perdone, yo no he hecho nada porque no conducía -repuso Leo, que jadeaba todavía debido al ejercicio-. Conducía mi amigo, y él tampoco ha tenido la culpa. Puede echársela al hombre que iba delante de nosotros, aunque me temo que hace rato que se ha largado, pero si hay justicia en el mundo… Qué tonterías… ¿qué puede saber usted de justicia?

– Sé que mi caballo está herido y mi furgoneta averiada. Y sé que están así porque he tenido que frenar con brusquedad.

– Ah, sí, frenar. Me gustaría mucho ver sus frenos. Seguro que sería muy interesante.

– ¿Ahora quiere echarme la culpa a mí?

– Yo solo…

– Es el truco más viejo del mundo y debería darle vergüenza.

– Pero…

– Conozco a los hombres como usted. Creen que una mujer sola está indefensa y que pueden asustarla fácilmente.

– No se me ha pasado por la cabeza que usted se asuste fácilmente -replicó Leo con sinceridad-. En cuanto a lo de indefensa, he visto tigres más indefensos.

Barton había cruzado la carretera y llegaba hasta ellos.

– Un momento, Leo…

Este normalmente era un hombre tranquilo, pero poseía un temperamento latino que podía estallar fácilmente en ocasiones como aquella.

– Nosotros estamos aquí, ¿no? Muy bien, échenos la culpa. Somos los chivos expiatorios más apropiados y… y… -como siempre que le fallaba el inglés, recurrió a su lengua materna y soltó una riada de palabras en italiano.

– ¡Maldita sea, Leo! -gritó Barton, después de un minuto-. ¿Quieres dejar de ser tan excitable y tan… italiano?

– Solo quería decir lo que pienso.

– Pues ya lo has hecho. ¿Por qué no nos calmamos todos y nos presentamos como es debido? -miró a la joven-. Barton Hanworth, rancho Cuatro-Diez, a las afueras de Stephenville, a unos ocho kilómetros de aquí.

– Selena Gates. Voy para Stephenville.

– Muy bien. Cuando lleguemos allí podemos enviar a buscar su vehículo y llevar su caballo al veterinario.

– ¿Y cómo vamos a llegar allí? ¿Volando?

– En absoluto. Acabo de hacer una llamada y ya viene ayuda en camino. Usted se quedará un día con nosotros mientras arreglamos todo este lío.

– ¿Quedarme con ustedes?

– ¿Y dónde si no? -preguntó él-. Si yo la he metido en este lío, me toca a mí sacarla de él.

Selena miró a Leo con recelo.

– Pero él dice que usted no ha tenido la culpa.

– Bueno, creo que he reaccionado un poco tarde -mintió Barton, sin mirar a su amigo-. Lo cierto es que, si hubiera frenado antes… pero no haga caso a lo que dice mi amigo -se inclinó hacia ella en ademán conspirador-. Es extranjero y dice cosas raras.

– Gracias, Barton -sonrió Leo.

Seguía centrando su atención en Elliot, al que acariciaba el morro y le murmuraba de un modo que el animal parecía encontrar consolador. Selena lo miraba sin decir nada, pero viéndolo todo.

Poco tiempo después apareció una camioneta que tiraba de un remolque con el logotipo del rancho Cuatro-Diez y lo bastante grande para tres caballos.

Selena ayudó a subir la rampa a Elliot, que ya cojeaba claramente.

– Cuando lleguemos a casa, habrá un veterinario y un médico esperando -dijo Barton-. Suba usted al coche con nosotros y nos vamos.

– Gracias, pero prefiero quedarme con Elliot.

Barton frunció el ceño.

– Es ilegal que vaya ahí. ¡Ah, qué diablos! -exclamó al ver la expresión terca de ella-. Solo son ocho kilómetros.

– Tengo que quedarme con él -explicó la joven-. Se pondrá nervioso si está sin mí en un sitio nuevo. ¿Qué pasa con mi furgoneta?

– No se preocupe, se la llevará una grúa.

– A Elliot no le gusta ir muy deprisa.

– Se lo diré al conductor. Leo, ¿vienes?

– No, creo que me quedaré aquí.

– No necesito ayuda con Elliot -dijo Selena con rapidez.

– No estoy pensando en él. Usted se ha dado un golpe en la cabeza y no debe quedarse sola.

– Estoy bien.

– Podemos empezar el viaje y llevar a Elliot al veterinario o podemos seguir aquí hablando hasta que ceda. Usted decide.

Antes de terminar de hablar, cerró la puerta. Selena lo miró de hito en hito, pero no siguió discutiendo. Hasta le permitió que la ayudara a instalar a Elliot en uno de los apartados.

Estaba enfadada con él sin saber bien por qué. Sabía que no conducía él y que Barton Hanworth, que era el que conducía, se estaba portando muy bien. Pero tenía los nervios de punta, se había llevado un gran susto y toda su agitación parecía concentrarse en aquel hombre que tenía el valor de darle órdenes y que le hablaba ahora con la misma voz tranquilizadora que había usado para calmar a Elliot. ¡Imperdonable!

– Llegaremos pronto -decía él-. La examinará un médico.

– No necesito que me mime nadie -replicó ella entre dientes.

– A mí sí me gustaría que lo hicieran conmigo si hubiera tenido un golpe como el suyo.

– Supongo que algunos somos más fuertes que otros -gruñó ella.

Leo lo dejó estar. Parecía enferma y suponía que tenía derecho a su mal genio. La observó volverse al animal y notó sorprendido cómo pasaba de gritarle a él a mostrarse amable y tierna con el caballo.

No era un animal hermoso, pero sí fuerte, y mostraba huellas de una vida dura. Por el modo en que ella apoyaba la mejilla en él, estaba claro que, a sus ojos, era perfecto.

A primera vista, ella tampoco era hermosa, excepto en sus ojos, grandes y verdes. Su piel tenía un brillo sano de vida al aire libre y su rostro parecía que pudiera mostrarse travieso en bastantes momentos. Los ojos observadores de Leo habían notado también con placer sus movimientos. Era delgada como un punzón, no elegante, pero sí fuerte y, sin embargo, se movía con la gracia instintiva de una bailarina.

Intentó ver de nuevo sus maravillosos ojos, sin que se notara mucho. Con unos ojos así, una mujer no necesitaba nada más. Lo hacían todo por ella.

– Mi nombre es Leo Calvani -dijo, y le tendió la mano.

Ella la estrechó y el sintió de inmediato la fuerza que había intuido en ella. Quiso prolongar el contacto para averiguara algo más, pero ella retiró la mano enseguida.

Empezaron a moverse despacio, como Selena había pedido. Después de unos minutos, Leo se dio cuenta de que lo miraba con curiosidad. No con una curiosidad erótica, como solía pasarle. Ni con fascinación romántica, cosa que también le ocurría con cierta frecuencia.

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