– Estuvimos muy cerca -murmuró él-. ¿Recuerdas la noche que estuvimos a punto de hacer el amor?
– No habría sido hacer el amor.
– Cierto, pero si hubiera dicho «practicar el sexo» no te habría gustado.
– «Sexo» se acerca más a la verdad.
– Sí. Seamos sinceros. Cuando te abracé, tuve que luchar contra la tentación de arrancarte la ropa y comprobar si tu cuerpo era tan bello como me decían mis sentidos. Era lo que pretendías. Por eso te pusiste ese vestido sin nada debajo.
– Era demasiado ajustado para llevar ropa interior, y tú dijiste que me lo pusiera.
– ¿Y siempre obedeces a los hombres? Lo dudo. Te lo pusiste sabiendo que me afectaría y así fue. Jugaste conmigo -dijo con una sonrisa.
– No del todo -Elise tomó un sorbo de vino y dejó la copa-. No te incité con el fin de rechazarte después, si es lo que insinúas… -hizo un gesto de impotencia-. De repente, me pareció algo terrible.
– ¿Terrible buscar tu satisfacción? ¿O no querías satisfacerme a mí?
– Tal vez me dio miedo. Hacía tanto tiempo…
– Eso es importante. Necesitas el hombre adecuado, uno que te dé placer con sutileza.
– ¿Sugieres que estoy haciendo una lista de candidatos? -ella soltó una risita.
– No haría falta. Ya hacen cola. Los vi en el funeral de Ben, observándote y preguntándose si tendrían opción. Dudo que Ivor fuera un caso aislado. Incluso el joven que trajo la comida me miró con envidia.
Vincente estaba diciéndole que había llegado el momento. La desconcertó descubrir que podía desear a un hombre sólo por el sexo, pero así era.
– No fue la única razón de mi rechazo -dijo ella-. Hablaste de libertad y que sólo yo sabía qué significaba para mí. Fui prisionera de Ben durante ocho años, controló mi vida con sus egoístas exigencias. Ahora estoy libre de él, pero hay otras prisiones…
– No quiero ser tu carcelero -dijo él-, sólo que encontremos una nueva libertad juntos. Confía en mí.
Le impidió contestar posando sus labios en los de ella. Tentadores, juguetones, sin exigencias. Ella habría podido resistirse a la arrogancia, pero su gentileza la rindió y respondió al beso.
Sintió que sus brazos la rodeaban, haciendo que apoyara la cabeza en su hombro. La respuesta natural fue llevar las manos a su cuello y acariciar su nuca. Cuando la lengua de él invadió su boca con destreza, tuvo la sensación de que lo sabía todo sobre ella.
Igual que en el club, le pareció un diablo. Si no, no habría sabido que la caricia de su lengua en ese punto exacto la estremecería de placer. Era su última oportunidad de escapar, una vez que la poseyera sería irrevocablemente suya. Todos sus instintos le advertían que huyera mientras aún estuviera a tiempo.
Pero era demasiado tarde ya. Él tomó su mano y la condujo al dormitorio. Sintió sus dedos desabrochando la sencilla blusa blanca. Poco después, su mano le acariciaba un pecho y sus labios le quemaban el cuello. Poco después, ambos estaban desnudos.
Verlo así le hizo comprender cuánto había pensado en él desde que lo conoció. No era como había esperado, sino más delgado y fibroso, pero aún con un aura de poder que nada tenía que ver con los músculos. Y su excitación era patente.
Vincente la atrajo hacia él con gentileza.
– Confía en mí -murmuró de nuevo, conduciéndola a la cama. Se tumbaron.
Elise buscó su miembro y lo sintió duro y ardiente en su mano. Pero él se tomó su tiempo, besando primero sus senos y después el resto de su cuerpo. Ella se entregó al fuego que la consumía.
Le había prometido placer sutil y cumplía su palabra. Sus labios y dedos eran gentiles, nada agresivos. Pero ella era una criatura contradictoria y, en vez de apreciar su control, se sentía como si estuviera torturándola. Deseaba mucho más que eso y él le hacía esperar. Intentó hacerle subir el ritmo, incitándolo con las manos.
Toda ella gritaba «Por favor», pero nada la llevaría a decirlo en voz alta. Enviaba el mensaje con cada caricia, con cada contacto.
Acariciando su espalda, bajó las manos hacia su trasero y lo atrajo hacia ella. Comprendiendo, él llevó la mano hacia sus muslos, pero ella se adelantó, abriéndose de piernas, dándole la bienvenida.
Notó como buscaba la entrada y la penetraba lenta y pausadamente, dándole tiempo. Poco a poco se convirtió en parte de ella, que estaba húmeda y lista para él. De repente se sintió volar.
Él estaba muy adentro y se retiraba un poco para volver a profundizar con más fuerza.
El momento final fue una revelación: su cuerpo estaba hecho para el de él. La violencia de su placer casi le dio miedo, y más aún su necesidad de rendirse a él. Años de control y cautela quedaron atrás, dejándola libre para ser la mujer que siempre había sido en lo más profundo de su corazón.
Elise lo aferró con fuerza, deseando sentirlo en lo más profundo, controlarlo hasta que se convirtiera en un instrumento de su placer. Cuando un hombre era tan fantástico, una mujer tenía derecho a utilizarlo. A exigir hasta quedar satisfecha. Y ella nunca lo estaría, sus movimientos sutiles le proporcionaban un placer inimaginable y necesidad de más.
Cuando alcanzó el clímax, su grito fue en parte de triunfo y en parte de desolación porque se acercaba el final. Se arqueó hacia él, con los brazos en su cuello y se embistieron mutuamente hasta que ambos llegaron a la cima del placer.
Él hizo que se tumbara de nuevo, contemplando su rostro. Jadeaba y en sus ojos había una expresión salvaje. Ella percibió que estaba asombrado. Fuera lo que fuera que había esperado encontrar en su cama, no había sido lo ocurrido.
Elise cerró los ojos y dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. De repente el mundo le parecía maravilloso. Cuando los abrió, él la contemplaba, apoyado sobre un codo.
– ¿Quién eres? -le preguntó él.
– No lo sé -se arqueó con deleite-. No lo sé y es maravilloso.
– Mientras sea maravilloso, esta bien.
– ¿Sabes tú quién soy?
– No. Ya no tengo ni idea.
– Ya no -repitió ella, riéndose-. Eso significa que creías tenerla pero te habías equivocado.
– Sí, me equivoqué -admitió él con voz queda.
Era de madrugada cuando Vincente bajó a la calle, subió a su coche y condujo hacía el río Tiber. Las luces del Vaticano parecían la promesa de una bendición en un mundo malvado.
Contemplando la bella escena, encontró una oscuridad interior de la que no podía librarse. Su carne parecía arder con la intensidad del deseo que habían compartido. Ella lo había satisfecho más que ninguna otra mujer, pero su mente era pura turbulencia.
– Buon giorno, signore .
Ensimismado, Vincente no había oído a nadie acercarse. Giró y vio a un hombre bajo, de aspecto malvado, con ojos duros y brillantes.
– ¿Lo conozco? -exigió.
– No creo -rió él-. Mucha gente que me contrata prefiere no conocerme después. Lo respeto, pero me gusta comprobar que mi trabajo ha sido satisfactorio.
– Ah, sí. Usted -dijo Vincente con desagrado-. Leo Razzini. Sí lo contraté, pero fue hace tiempo.
– Fue un trabajo largo y duro, pero lo hice bien, ¿no? Encontré a la dama y al idiota con quien estaba casada, y ayudé a atraerlo a Roma para que le ofreciera un trabajo. Una lástima que se muriera de repente. Aun así, veo que consiguió «convencerla» para que viniese aquí.
– Le aconsejo que calle y se vaya -dijo Vincente con voz dura.
– Ahora me desprecia, claro. Con el trabajo hecho y la dama en su poder, puede permitírselo. Pero al menos admita que mi trabajo fue satisfactorio.
– Si pretende chantajearme, no siga. Tengo suficientes amigos en la policía para conseguir que lo encierren durante años antes de que hable con ella.
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